Acerca de Rafa Poverello

Más allá de la falsedad del nombre, pues no soy pobre ni aunque quisiera en virtud del bagaje socio-cultural del que me es imposible escabullirme, mi espíritu anda de su lado, no porque sean buenos, sino porque se les trata injustamente.

«El baile» (1930)

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Lo dijo don Antonio Machado: «por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el de ser hombre», y desde el inicio lo olvidan las tristes y patéticas vidas que inundan las estancias de la casa de la familia Kampf.

Ese olvido, que hace reposar las esperanzas de los protagonistas en lo que desde una absurda vanidad creen ser aparte de sencillos seres humanos, lo golpea Antoinette, con la cruel e inocente maldad de una adolescente que lo único que siente es rabia, impotencia… y lo trasforma en ridícula verdad, en desnuda evidencia en el mismo instante en el cayeron estrepitosamente los diamantes.

Irène Némirovsky lo sabe: quien siembra vientos recoge tempestades, pero es tan sutil, tan comprensiva con la decadencia, tan objetiva y obvia con cada miseria que conforme avanzan las páginas no puedes sentir otra cosa que sorpresiva compasión ante la ignorancia de Rosine, de Alfred… ante su inseguridad nunca compartida.

No sabemos si una sorpresiva compasión hacia sus verdugos acompañaría a Iréne Némirovsky mientras era conducida al campo de exterminio de Auschwitz donde moriría de tifus en 1942, probablemente sus sentimientos se asemejaran más a los de su antiheroína Antoinette, con su rabia y su impotencia, con su maldita soledad acompañada. Lo que sí la rodeó hasta el éxtasis fue la decadencia.

Roguemos a cualquier Dios, que exista una Antoinette que sin querer siquiera nos despierte de nuestras necedades y orgullos, y que lo haga de tan maravillosa forma como Irène, para cogernos desprevenidos, desprovistos de amarres y así hacernos capaces de acceder al perdón más difícil, ese que se dirige a uno mismo a pesar de descubrirnos en la poca cosa que somos.

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Una bolsita de ajos

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Ajos morados by juantiagues

– ¡Ajos, señora! ¡Ajos de Montalbán a un euro la bolsita! ¿No quiere una?

La señora ha pasado de largo, quisquillosa y con una mirada esquiva de autosuficiencia. Antonio sonríe mientras escucha difuminarse como en un tic-tac el trajín marchito de los tacones. El fondo de su sonrisa es limpio y feo; donde no hay huecos oscuros, muestran sus encías unos dientes picados y destruidos tras años de consumo de heroína. Está delgado, de una forma casi enfermiza, tiene el pelo alborotado en bucles y en la mano sujeta varias bolsitas transparentes con seis o siete cabezas rojas de ajos cada una.

En un principio me cuesta reconocerlo desde lejos, a pesar de la seguridad manifiesta de que se trata de Antonio. Me lo acaba de corroborar su madre que, con cara de hastío y desilusión y apostada a las puertas de otra de las entradas del supermercado, amarra su esperanza a otras tantas bolsitas de ajos. Fuerzo un poco la vista e intuyo que la persona en cuestión también me observa, con una mirada gastada, cambia el gesto y en cuanto me tiene delante me cruje las entrañas con un abrazo sincero y mantenido. Cuando me aparta apenas dos metros, gira la cabeza, como apoyándola sobre el hombro en una postura forzada, y se ríe con agradable espontaneidad. Sus ojos miran desde lo subterráneo del mundo.

– Me dijo mi madre que te había visto el otro día. Ella se pasa por aquí toda la mañana intentando vender ajos. Mi mujer o yo venimos cuando podemos.
– ¿Cómo os va? Estás flaco, pero se te ve estable a pesar de los pesares. ¿Sigues sin consumir?
– Ya ves, de lo más feliz que me siento es de eso -la sonrisa limpia y fea se muestra en todo su esplendor, henchida de satisfacción y convencimiento de que el resto importa un bledo-. Con lo mal que lo he pasado y se lo he hecho pasar a mi familia. ¡Quita, quita! Ni se me pasa por la cabeza.
– ¿Y cómo vais tirando? Porque supongo que seguís viviendo todos en casa de tu madre, ¿no?
– Sí, intenté irme fuera a currar, estuve unos meses, pero al final nada, tuve que regresar. Mi madre cobraba una ayuda, pero se le terminó el mes pasado y ahora vivimos de lo que vamos sacando de los ajos. Quince, veinte euros al día si no llueve… o que no nos los quite la policía. Y como somos pocos en casa encima mi Rocío se ha quedado embarazada otra vez. El tercero.       Lo miro con ojos de plato, en una mueca de disgusto y con una dolorosa sensación de impotencia.
– Pero Antonio…
– ¡Si nosotros no queríamos! Mi mujer estaba en tratamiento para la depresión porque lleva fatal la situación que estamos pasando; yo la veía engordar y con problemas con la regla así que estuvimos varias veces en el médico, pero nos decía que era normal y efecto del tratamiento. ¡Hasta cuatro veces fuimos y no le querían hacer pruebas! Ya me enfadé y un día, levantándole el vestido a la Rocío, le dije al médico “¡no me joda usted con que esto es normal!”. Parece ser que se asustó y ¡embarazada de cuatro meses!
Antonio modula el tono de repente, sin querer, con una ternura infinita y casi ilógica, la del pobre acostumbrado a tomar decisiones vitales en un microsegundo y obligado a sobrevivir a ellas por encima de toda aspereza.
– Si llega a estar de menos nos hubiéramos planteado no tenerlo, que Dios me perdone, pero ahora, con cuatro meses, que se ve en la ecografía con sus manitas, el corazón latiendo…

La parca naturalidad de su discurso me emociona, desde las entrañas. “¿Que Dios me perdone?” Mi fuero interno insulta entonces de manera preliminar a ciertos estudiosos de religiones socialmente caducas quienes, como necios mocosos consentidos, rellenan panfletos cargados de prejuicios y de moralina absurda y osan ejecutar penas de excomunión sobre situaciones que no van a experimentar en su vida. La conciencia está por encima de cualquier norma de obligado cumplimiento, Antonio lo sabe, con la verdad que otorga la experiencia, y si hace un mes hubieran decidido abortar ¿quién se arrogaría la dignidad suficiente para señalarles con el dedo?
– Dios tiene otras preocupaciones más gordas, fijo -le suelto con un convencimiento sin duda digno también de excomunión-. ¿Y por qué no habéis puesto medios, leches?
Antonio retuerce la cara, se convierte en un aspaviento andante y sus gestos parecen una oda a la desesperación.
– Si Rocío tomaba pastillas, pero parece ser que el tratamiento para la depresión ha contrarrestado los efectos de los anticonceptivos.
Mi rostro desencajado y mi mandíbula inferior descolgada en un espasmo de natural solidaridad se funden con los versos de la oda desesperada de Antonio, quien se encoge de hombros con cara de ignorancia supina.
– Sí, vaya, es increíble, nosotros tampoco nos lo podíamos creer. Ni nos preguntaron, ni nos informaron, ni nada de nada. Sigue leyendo

«El Havre» (2011)

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     Tiempos de crisis, angustias vitales, desencantos, dolores de muelas… En medio del fango, como ya lo hicieran Nakache y Toledano en la vibrante «Intocable», aparece Kaurismäki -con más garbo y calidad- y todo se vuelve menos denso y espeso, más humano y fácil de exprimir. Recuerdo el Hollywood de la guerra, la necesidad de héroes cercanos, útiles y creíbles como el John Doe de Capra, y asimilo en ese estado a Marcel Marx.

Se me ocurre pensar que el director finés pudiera haber escogido otro modo menos agradable, pero alejo la idea y decido reconocer que prefiero esa denuncia firme, aunque soterrada, hecha a base de amor, decencia y esfuerzo personal. Y también me alegro de que parta del neorrealismo (¡qué bello homenaje en algunos momentos al limpiabotas de De Sica!) y su pausada y contenida emoción, pero no termine como suele terminar él.


     Leo de «Le Havre» que rinde pleitesía en parte a Bresson. No lo veo tanto, pues los actores de «Le Havre»… sienten, respiran y se percibe con una claridad pasmosa, mientras que Bresson presumía de convertir en monotonía inexpresiva a cada miembro del reparto hasta conseguir que la más visceral escena fuera interpretada como quien está delante de un estanque lanzando piedras al agua (y no es en absoluto una critica, más bien al contrario).

     Agradezco la decisión de Kaurismäki, como la mía de no autoflagelarme más de lo imprescindible y gozar con preciosas joyas de sencillas pretensiones y que te hacen recordar que el mundo está lleno de bellas y admirables personas.

 

Servidumbre voluntaria

Ilya Repin 1870. Los Sirgadores del Volga

     Cercados por una humedad impertinente y por el melódico trajín de las olas que descomponían sus notas a ambos lados de la barca, arribamos a la isla sobre las seis de la tarde, horas ya de noche cerrada en la selva peruana, más aun en una jornada vespertina de luna nueva. Miríadas de luceros aparecían diseminados por la cúpula del cielo rompiendo tangencialmente la oscuridad y un silencio fúnebre y emotivo era destruido acompasadamente por la única cadencia de nuestros pasos descalzos sobre la arena. Si existe un momento idóneo para ejercer de medio turista sin el terror ávido a ser devorado de manera insidiosa por los zancudos -que gozan de la desabrida virtud de atravesar con su odioso punzón hasta la camisa y los pantalones vaqueros- es en noches de ausencia de luna, en las que tal vez ellos mismos llegan a asustarse de tan silente realidad.

      Bajamos las fiambreras, las bebidas y el resto de viandas del bote de madera instalado en la orilla y nos dejamos caer sobre la playa, como un coloso de Rodas derruido, con escaso temor a ser borrados del mapa por precipitaciones torrenciales. En la temporada de lluvias su persistencia e intensidad es de tal magnitud que el río alcanza crecidas de varios kilómetros en ambos márgenes haciendo desaparecer a su paso malecones, chacras y esperanzas de subsistencia. Chanchos, gallinas y pesca pasan a mejor vida y al occidental de paso y estancia se le hace inviable descubrir a ciencia cierta de qué malviven los habitantes de la ciudad de Contamana. Las propias chozas de cañas y hojas de palmera que les sirven de un siempre ocasional hogar han de ser desplazadas o elevadas sobre tocones de madera para no ser devoradas por las fauces impiadosas de la corriente. Digamos al fin, que incluso el ejército, aparte de hacer desaparecer campesinos bajo las aguas -torturados y tirados posteriormente por la borda del buque- realiza cada inciertos años la más grata tarea de modificar la cartografía de la zona pues por el influjo arrasador del río unas islas desaparecen y otras cambian de lugar. El Ucayali, junto con el Marañón, ostentan el honor absoluto de ser los padres naturales del río Amazonas allá dónde sus aguas confluyen impetuosamente.
 
      Lucio no llega a las cuatro décadas, aunque observando su rostro mestizo, curtido y dolorido por decenas de demenciales tempestades, aparenta haber nacido en la época de los incas y permanecer respirando porque no queda más remedio. En los dos meses y medio que llevamos de extrañas vacaciones misionales en Contamana no hay en este mundo ni por encima de las estrellas un ser más feliz que Lucio cuando nos vamos de excursión y le pedimos a él y a su familia que nos acompañen y nos sirvan de improvisados guías. Sabe a la perfección que es la única forma de rellenar la panza y sobre todo beber cerveza sin sentirse culpable.

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