Servidumbre voluntaria

Ilya Repin 1870. Los Sirgadores del Volga

     Cercados por una humedad impertinente y por el melódico trajín de las olas que descomponían sus notas a ambos lados de la barca, arribamos a la isla sobre las seis de la tarde, horas ya de noche cerrada en la selva peruana, más aun en una jornada vespertina de luna nueva. Miríadas de luceros aparecían diseminados por la cúpula del cielo rompiendo tangencialmente la oscuridad y un silencio fúnebre y emotivo era destruido acompasadamente por la única cadencia de nuestros pasos descalzos sobre la arena. Si existe un momento idóneo para ejercer de medio turista sin el terror ávido a ser devorado de manera insidiosa por los zancudos -que gozan de la desabrida virtud de atravesar con su odioso punzón hasta la camisa y los pantalones vaqueros- es en noches de ausencia de luna, en las que tal vez ellos mismos llegan a asustarse de tan silente realidad.

      Bajamos las fiambreras, las bebidas y el resto de viandas del bote de madera instalado en la orilla y nos dejamos caer sobre la playa, como un coloso de Rodas derruido, con escaso temor a ser borrados del mapa por precipitaciones torrenciales. En la temporada de lluvias su persistencia e intensidad es de tal magnitud que el río alcanza crecidas de varios kilómetros en ambos márgenes haciendo desaparecer a su paso malecones, chacras y esperanzas de subsistencia. Chanchos, gallinas y pesca pasan a mejor vida y al occidental de paso y estancia se le hace inviable descubrir a ciencia cierta de qué malviven los habitantes de la ciudad de Contamana. Las propias chozas de cañas y hojas de palmera que les sirven de un siempre ocasional hogar han de ser desplazadas o elevadas sobre tocones de madera para no ser devoradas por las fauces impiadosas de la corriente. Digamos al fin, que incluso el ejército, aparte de hacer desaparecer campesinos bajo las aguas -torturados y tirados posteriormente por la borda del buque- realiza cada inciertos años la más grata tarea de modificar la cartografía de la zona pues por el influjo arrasador del río unas islas desaparecen y otras cambian de lugar. El Ucayali, junto con el Marañón, ostentan el honor absoluto de ser los padres naturales del río Amazonas allá dónde sus aguas confluyen impetuosamente.
 
      Lucio no llega a las cuatro décadas, aunque observando su rostro mestizo, curtido y dolorido por decenas de demenciales tempestades, aparenta haber nacido en la época de los incas y permanecer respirando porque no queda más remedio. En los dos meses y medio que llevamos de extrañas vacaciones misionales en Contamana no hay en este mundo ni por encima de las estrellas un ser más feliz que Lucio cuando nos vamos de excursión y le pedimos a él y a su familia que nos acompañen y nos sirvan de improvisados guías. Sabe a la perfección que es la única forma de rellenar la panza y sobre todo beber cerveza sin sentirse culpable.

     Lucio se considera una persona inteligente y profunda muy por encima de la media de sus congéneres selváticos. Él mismo lo dice: “yo soy un hombre de mundo, mucha gente de aquí no ha salido nunca de Contamana. Pero yo he estado incluso en Pucalpa, he hablado con gente de todas partes y he aprendido mucho, aunque algunas de las cosas que me han contado seguro que no son verdad”. Según nuestros particulares cánones occidentales de medir, este habitante del Amazonas está en un error de bulto: Pucalpa es ceja de selva, es decir, uno de los primeros pueblos que rozan la exuberante vegetación del Amazonas y apenas está a dos horas en lancha rápida del lugar donde reside. Poco más de media hora si te desplazas en avioneta. Una nimiedad absoluta. No obstante, nadie osó contradecirle y de espaldas al mundo y con el rostro fijo en el cielo iluminado de estrellas, Lucio comienza a relatarnos, con cierta dosis de sarcasmo indócil, alguna de esas mentiras estrambóticas que le resultan imposibles de creer:

     – Fijaos bien, me han llegado a decir que el hombre ha llegado a la luna -sonríe en una especie de marasmo negando desconfiadamente con la cabeza -. Pero yo sé que Dios no puede permitirlo. El cielo es su espacio, donde Él vive . No es verdad.
     Lucio nos mira, a los cuatro occidentales de ojos como de sapo asustado que se cruzan miradas espasmódicas y que también lo están enfocando a él de vez en vez casi sin soltar el aliento. Al unísono nos encogemos de hombros, esbozamos la más pueril de las sonrisas y Lucio acaba interpretando a su modo, que es la mejor forma de salir de un brete sin soltar ni una sola palabra. “Tampoco nosotros lo vemos viable”.
      Era el verano de 1994.
 
     En Contamana los pobres como Lucio no tienen luz, ni teléfono, ni diarios -aparte de ni la más mínima de las necesidades básicas cubierta-. Las únicas noticias que llegan a sus costas provienen de los discursos del alcalde el día de Las Fiestas Patrias y de alguna televisión des-sintonizada a la puerta de un bar, con una única cadena gubernamental y el rostro oriental y recurrente de Fujimori dentro de la pantalla soltando bondades que solo él conoce. Decir que Lucio es un ignorante sería una ofensa despiadada, pues sólo lo son en su sentido profundo aquellas personas que gozando de posibilidades para no serlo tienen la vileza de desaprovecharlo. Sin duda, los pobres sin opción y los voluntariosamente desinformados seguirán siendo in aeternumlos principales receptores del mensaje nacional-socialista al que se ciñó Goebbels, su ideólogo, en las campañas a favor del Fürher: “una mentira repetida mil veces se convierte en verdad”. La gran diferencia entre unos y otros es que mientras los pobres sin opción están cargados de motivos, los voluntariosamente desinformados tan sólo inventan excusas. Tanto es así que en el caso obtuso de quienes deciden no tener ni idea de lo que sucede a su alrededor o aún siendo conscientes de ello y de reconocer el grado social de injusticia prefieren mantenerse al margen, intocables pero impuros como un daliten la India, gozan más del privilegio de las páginas que Étienne de la Boétie -con tan sólo dieciocho años de entonces- blandió contra la connivencia del pueblo y su falta de resistencia al Absolutismo en su “Discurso sobre la servidumbre voluntaria”. Ahora parece no despertarnos del letargo infinito ni la desolación de un país y unos ciudadanos rotos por las decisiones de unos cuántos que jamás las sufren. La imparcialidad es la virtud de los pusilánimes. No somos Lucio, por muy esforzados intentos que nos convenga hacer, y quedarse quieto cuando unos explotan y el resto son explotados es ponerse de parte del opresor y comulgar con Goebbels. Es saber a ciencia cierta que pisamos suelo lunar hace más de medio siglo, sin excusas pueriles, pero con la débil conciencia de evitar riesgos necesarios decidir instalarse definitivamente allí.