Acerca de Rafa Poverello

Más allá de la falsedad del nombre, pues no soy pobre ni aunque quisiera en virtud del bagaje socio-cultural del que me es imposible escabullirme, mi espíritu anda de su lado, no porque sean buenos, sino porque se les trata injustamente.

«Vivir» (1994)

Zhang Yimou by monsteroftheid

Zhang Yimou by monsteroftheid

¡Qué tiempos aquellos en los que se me ponía la piel de gallina cuando me decidía a ver la última obra de Zhang Yimou! Esto no puede acabar bien, me decía.

Perdido como se hallaba ahora el director en laberínticos asuntos más al estilo occidental -salvaremos sin duda la delicada creación «Amor bajo el espino blanco» aun sin llegar al nivel de minuciosidad de antaño-, cuánto me agradó a destiempo y fuera de estreno contemplar uno de sus clásicos. Y empleo clásico en el sentido más esencial de la palabra, porque Yimou, al igual que a mediados del pasado siglo hicieron los autores japoneses Ozu, Mizoguchi o el primer Naruse, le da de nuevo significado a lo que es y simboliza el clasicismo cinematográfico, ese que nada tiene que ver con el exceso interpretativo o de planificación del Hollywood de los años dorados.

Yimou, como ya hiciera en «Sorgo Rojo», «Ju Dou» y de manera clara en «La linterna roja», bebe de las fuentes argumentales de Ozu en lo referente a mujeres fuertes y de alguna manera independientes (más mérito tiene el director japonés que ya se dedicaba a dar cera a principio de los años 30 del siglo pasado) y rueda verdaderas tragedias bajo una lluvia torrencial crítica hacia el régimen chino al que tantos quebraderos de cabeza le ha dado, y que le acerca más a los filmes despiadados y desesperanzadores de Mizoguchi, también a nivel narrativo con similitudes evidentes en su crudeza a sus inolvidables Naniwa u O’Haru. El sufrimiento no provoca llanto, sino indignación e impotencia, que es bastante peor.

No puedo dejar de nombrar, o me sentiré culpable el resto de mis días, la maravillosa película «Malu Tianshi» (1937, Yuan Muzhi), a mi corto entender una de las mejores películas chinas de la historia, sino la mejor (al menos de las que he visto), y que sin duda ha sido referente en la filmografía de Yimou y del resto de realizadores orientales.

Vuelve a tus orígenes Zhang, a no obviar el símbolo de quemar títeres al igual que siempre intentaron destruir tus obras; pero éstas eran demasiado inmensas.

 
https://www.youtube.com/watch?v=BG5k3MLIeTM

Pararse en el camino

Take A Rest by farhadvm

Take A Rest by farhadvm

“- Tengo dos malas noticias, la primera es que tiene cáncer. La segunda, que tiene Alzheimer.

– Menos mal, al menos no es cáncer”.

Mirando a la cámara que le vacía la mirada, el actor alemán Milan Peschel, quien interpreta el papel insufrible de un enfermo con un tumor cerebral inoperable en el filme “Stopped on track”, de un realismo casi documental, suelta ese chiste incorrecto antes de que la degeneración progresiva que espera se cebe con él y con toda su familia.
He de decir que me reí, sin llegar ni por asomo a arrepentirme después de llegar a los títulos de crédito, y recordé aquello que dicen los sicólogos y médicos con conocimiento de causa acerca de las enfermedades y sus consecuencias psicosomáticas en virtud de la propia actitud vital ante ellas. Y de idéntica manera rememoré a Mark Twain, y su nada aleatoria opinión, pues está basada en la experiencia personal, que pocas veces falla en el sentimiento profundo al que invoca: “he sufrido muchas desgracias que nunca llegaron a ocurrir”.

El caso es que el hombre con cerca de sesenta años, tez morena, nariz afilada y barba albina exquisitamente recortada se llamaba Lakhar. Cuando con una sonrisa prendida de su rostro entró en la oficina que ocupábamos mi compañero y yo se hacía evidente su origen magrebí mucho antes de que con acento que daña a la garganta despegara los labios para sellar los nuestros tras apenas un intenso cuarto de hora.
Me ahorraré las preguntas inocuas que salieron de nuestras bocas y que nada aportan al relato más allá de despistar de lo único -palabra que hasta podría atreverme a iniciarla en mayúscula- que resultará difícil de trasladar al lector: la actitud calmada, franca y hasta generosa con la que este hombre marroquí narraba la verdad de su existencia mientras, de vez en vez, sus ojos supuraban generosas lágrimas.

Lakhar nació, creció y vivió en Tetuán hasta la madurez. Tenía un buen puesto como funcionario trabajando para la Administración pública y tras contraer matrimonio fue bendecida la pareja con dos hijos, hembra y varón, en un perfecto equilibrio. A los pocos años de nacer, el hijo de ambos contrajo hepatitis C y falleció ipso facto en el hospital sin pizca de renuencia. Para evitar que metódicamente se repitiera la misma historia con su hija, también afectada de idéntica enfermedad, cuando aún era adolescente decidieron abandonar su tierra natal, su trabajo y su estabilidad, para venir a España y realizarle un trasplante de hígado. Todo salió perfecto según los deseos más espontáneos surgidos del corazón de Lakhar -persona profundamente religiosa y de principios- y la chiquilla se recuperó. Pero como la vida supone un continuo devenir de realidades que escapan al control y al equilibrio, cuando cumplió trece años le detectaron un tumor cerebral, y con la cara hinchada y los ojos casi descolgados de las cuencas murió tres días antes de alcanzar los catorce.
Pocos años después, lo que supone alcanzar el momento actual en que se hallan, no disponen del más mínimo ingreso, pues la esposa acaba de terminar de percibir la ayuda para mayores de cuarenta y cinco años y Lakhar ha solicitado el Salario Social que, en virtud de tan ostensibles necesidades, suele tardar en concederse entre seis y siete meses. Mientras tanto, la mujer también ha enfermado, del riñón, y tiene que tomar un tratamiento de por vida que, por supuesto, no paga íntegramente la (In)Seguridad (a)Social por lo que junto a otras circunstancias de fácil comprensión Lakhar ha viajado durante el verano a Marruecos a pedir dinero a sus familiares para poder mantenerse.

Cuando el hombre magrebí finaliza su historia no hay desesperación en su rostro ni en sus peticiones, tan sólo puede apreciarse en su actitud la irremediable aceptación -que no resignación- ante los hechos que ha tenido la desgracia de vivir en primera persona. Y la paz que transmite su mirada serena me obliga a renunciar a la desesperanza y al miedo; me hace pararme en el camino, replantear los dolores confusos pero ciertos de los que todos somos sujetos pasivos y recordar lo que nos atrevíamos a aseverar acerca de la actitud vital ante aquello que nos supera como seres humanos.

Al inicio de su gástrica obra El Túnel sobre el asesinato despreciable de una mujer, Ernesto Sabato nos nutre con este exquisito párrafo: “siempre he pensado que no hay memoria colectiva, lo que quizá sea una forma de defensa de la especie humana. La frase todo tiempo pasado fue mejor no significa que antes sucedieran menos cosas malas, sino que la gente las echa en el olvido”. La memoria de Lakhar es individual, y su tiempo pasado no fue mejor, pero la necesidad de lanzar angustias al descuido del tiempo e instarlas a perderse dentro de un agujero negro no es mala forma de defensa. A veces puede ser la única, para acoger ese necesario descanso en el camino, y acogiendo una inabarcable e incomprensible esperanza no quedarse estacionado al borde, como un mal actor secundario, e incluso ser capaz de contemplar con una mirada distinta que has tenido suerte, o al menos más que otros.

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Seamus Heaney

Seamus Heaney by delph-ambi

Seamus Heaney by delph-ambi

Nos dejó este verano, a finales de agosto, y en parte dejó huérfana a media Irlanda del Norte tanto a nivel intelectual como de activismo socio-político, dentro de un conflicto mucho menos encontradizo y terrible que aquel que hallara su punto álgido un Domingo Sangriento de enero de 1972 con el asesinato de 14 manifestantes en defensa de los Derechos Civiles a disparos de las fuerzas británicas. Ese mismo año, el compromiso nacionalista lo llevó a instalarse con su familia a la república de Irlanda.

Heaney comparte varias realidades con el otro genio irlandés William Butler Yates aparte de la nacionalidad: el premio Nobel y sus orígenes humildes dentro de una familia numerosa, aunque fueran debidos a diferentes circunstancias. La influencia del trabajo y el esfuerzo ínclito en el campo dentro de la experiencia del sometimiento a una nación que consideraban extraña se refleja de manera brillante, visceral y más que sensitiva a lo largo de casi toda su obra, haciendo gala de un compromiso ético y personal de particular estilo. Sus versos supuran dolor, incomprensión hacia la realidad que le tocó vivir en su niñez y, a pesar, de su clara predilección por el simbolismo es imposible no dejarse vencer por el impacto verbal que supone el enfrentarse sin prisas a su lectura.

Sus poemas son un auténtico regalo, que con gusto y necesaria veneración comparto. Algunos, como el último, rememorando su estancia en Madrid, mientras estudiaba a Joyce y la policía disolvía manifestaciones en su tierra natal.


La dificultad de Inglaterra
Me movía como un agente doble entre los conceptos. La palabra «enemigo» tenía la eficacia dental de un cortacésped. Era un ruido mecánico y distante más allá de esa opaca seguridad, esa ignorancia autónoma.
«Cuando los alemanes bombardearon Belfast eran las partes orangistas más amargas las que peor fueron golpeadas».
Me encontraba subido a los hombros de alguien, llevado a través del patio iluminado por estrellas para ver cómo el cielo ardía sobre Anahorish. Los mayores bajaban sus voces y se reacomodaban en la cocina como si estuvieran cansados después de una excursión.
Pasado el apagón, Alemania convocaba en cocinas iluminadas por lámparas a través de bayetas desgastadas, baterías secas, baterías húmedas, cables capilares, válvulas condenadas que chirriaban y burbujeaban mientras el sintonizador absolvía a Stuttgart y Leipzig.
«Es un artista, este Haw Haw. Puede tranquilamente dejarlo dentro».
Me hospedaba con los «enemigos del Ulster» , los pinches extramuros. Un adepto al estraperlo, cruzaba las líneas con palabras de paso cuidadosamente enunciadas, hacía funcionar cada discurso en los controles y no informaba a nadie.

Cavando
Entre mi índice y mi pulgar la corpulenta pluma descansa, ceñida como un arma.
Bajo mi ventana, un sonido de rascar limpio cuando la pala se hunde en el suelo de grava: mi padre, cavando. Miro hacia abajo.
Hasta que entre flores su tensa espalda se dobla, se levanta veinte años lejos inclinándose con ritmo a lo largo de los surcos de papas donde cavaba.
La bota áspera refugiada en el canto, el mango hacía firme palanca contra la rodilla. Desenterraba tallos, encajaba el borde brillante para remover papas tiernas que recogíamos disfrutando su dureza fría en nuestras manos.
Por Dios, el viejo sí que sabía manejar una pala. Tal como su padre.
Mi abuelo cortaba más tepe en un día que ninguno otro en el pantano de Toner.
Una vez le llevé leche en una botella con un corcho improvisado de papel. Se enderezó para beberla y regresó de inmediato a tajar y cortar con destreza, arrojando terrones sobre sus hombros, bajando y de nuevo bajando por el buen tepe. Cavando.
El olor frío de la tierra, el splish y splash de la turba lodosa y los cortes bruscos del borde a través de raíces vivas despiertan en mi cabeza. Pero no tengo pala para seguir a hombres como ellos.
Entre mi índice y mi pulgar la corpulenta pluma descansa. Cavaré con ella.

Verano de 1969
Mientras la policía escudaba a la chusma
disparando a la calle Falls, yo sufría únicamente
el sol abusador de Madrid. Cada tarde,
en el calor de cazuela del apartamento,
mientras sudaba para abrirme paso
por la vida de Joyce, el hedor del pescado
flotaba como el tufo de una alberca de lino.
De noche, en el balcón, tintes vinosos,
un ambiente de niños en rincones oscuros,
viejas con negros chales y ventanas abiertas
y el aire, una cañada fluyendo en español.
Hablar nos transportaba a casa, por llanuras
tachonadas de estrellas, donde el charol de la Guardia Civil
brillaba como el vientre de los peces en aguas estancadas.
«Vuelve —me dijo uno— y trata de animarles».
Otro evocó a Lorca en su barranco.
Vimos cifras de muertos y crónicas de toros
en la televisión, famosos que venían
de donde lo real aún estaba ocurriendo.
Me retiré al frescor respirable del Prado.
Los fusilamientos del 3 de mayo
de Goya
cubría una pared: los brazos levantados
y el temblor del rebelde, los soldados
con quepis y pertrechos, el barrido eficiente
de las descargas. En la sala contigua,
sus caprichos, inscritos en las paredes del palacio:
oscuros torbellinos flotantes, destructores, Saturno
enjoyado en la sangre de sus hijos,
el gigantesco Caos dando su espalda
brutal al mundo. Y también ese duelo
donde un par de dementes se apalean a muerte
por asuntos de honor, hundiéndose en el fango.
Pintaba con sus puños y sus codos, esgrimía la capa
manchada de su corazón ante la carga de la historia.

«La ciudad y los perros» (1962)

Retrato Mario Vargas Llosa by letramuda

Retrato Mario Vargas Llosa by letramuda

No es un plato de gusto, no. El inicio, digamos. Entre varios cadetes agarraron a la gallina, si bien podría decirse de igual forma en base al léxico peruano del autor y del niño que narra la secuencia que la han cogido, con todas las letras. Es pulcro en detalles describiendo el evento, en esa especie de monólogo interior que introduce, aun sin desearlo, al lector en la escena. Tan pulcro que la naturalidad y el realismo con que se expone la pieza transmite una crudeza espontánea que hace verter bilis.

Pero es justo decir en el otro extremo que Teresa, la enamorada de uno de los cadetes, se pinta con tiza las rozaduras de sus blancos zapatos, que se muestran impolutos y relucientes durante un breve e inmediato tiempo posterior. Y que el cadete, en una escena de ternura infinita, se ha dado cuenta, y pide dinero de prestado, con cargo e inseguridad, para comprarle tiza, y entregársela cariñosamente una tarde cualquiera sin atreverse siquiera a decirle que son un regalo para ella, tan sólo acierta a soltar que se las han dado y él no va a usarlas.

Así es “La ciudad y los perros”. Una especie de dolor inmenso, duro y seco como las bravatas y exigencias a las que el honorable y recto teniente Gamboa somete a los alumnos en el colegio militar Leoncio Prado, o como el que los propios cadetes infligen en asumida cadencia a los perros de tercer curso. Y en el polo opuesto nos encontramos frente a una novela de exquisito sentir, de necesidades y de amistad, de absurda, pero en ocasiones, precisa fidelidad, de tan profunda sensibilidad que es capaz de revertir la angustia y el asco en comprensión y en afecto; paso a paso, como sin darse cuenta, hasta llegar a un final tan sorpresivo como esclarecedor que hace casi olvidar las horribles directrices y severa disciplina que se llevan a efecto en el colegio Leoncio Prado y de las que nos hacemos indeseados espectadores a lo largo de sus primeros capítulos. Posiblemente la influencia de Flaubert sobre Vargas Llosa sea muy notoria en esta doble vertiente a la hora de abordar a los personajes, mas he de dejar semejante exposición a alguien más versado y con más conocimiento de la obra del escritor francés.
      Lo que sí me atrevo a afirmar es que mucho le debe esta obra en estilo y estructura narrativa a aquel de quien el propio Vargas reconoce “que fue el primer escritor a quien leí con una pluma en la mano y un papel al lado del libro”: William Faulkner. La historia comienza de una manera simple con el robo de unos exámenes por parte de alguno o algunos de los cadetes que forman parte del Leoncio Prado. A partir de ahí, lejos de toda estructura común y lineal en un relato, Vargas Llosa disecciona con la eficacia de un bisturí y usando algunos de los recursos más marcados en la prosa de Faulkner (fluir del pensamiento, monólogo interior, saltos en el tiempo, narración en primera y tercera persona, ambigüedad en la información respecto a los personajes, retención de datos…) el pasado, el presente y el futuro de cada uno de los personajes que pululan a golpe de desgarro y asunción del espanto, por las páginas de esta obra necesaria para entender el devenir de toda la literatura latinoamericana desde mediados del siglo XX. La educación en la violencia, la falsa hombría, la obediencia ciega, el miedo o la observancia farisaica de la ley sirven al novelista como excusa para desgranar nuestro propio interior, el clasismo, nuestros propios prejuicios y preconcepciones a la hora de mirar y entender la vida y andanzas de los cadetes del Colegio Militar, e incluso nuestra forma de leer y concebir una historia. Vargas Llosa nos engaña, nos hace repeler determinadas actitudes y sentimientos, nos permite encontrar un destino justo y merecido para cada uno de los niños que se comparten o nos hablan de sí mismos: el Boa, el poeta… no he de nombrar más para al final darnos en toda la boca, con conciencia y en medio de aquello en lo que habíamos creído o interpretado a lo largo de cada uno de sus capítulos, pues cuando se pierde y se destroza la inocencia (simbolizada metódicamente en la muerte del cadete que menos líos busca), una vez decididos a escoger la rebeldía de la verdad quizá todos tengamos pleno derecho a tener un futuro gozoso y sobrevivir. Pues cualquier ser humano, llámese el Jaguar o el Poeta, es capaz de lo más noble y de lo más plebeyo, aún cuando no seamos muy capaces de percibirlo.

No sé si Vargas Llosa, durante su estancia en el Leoncio Prado recibió contundentes patadas en el culo mientras permanecía en pompa, pero habremos de agradecer que su padre decidiera someterle a un régimen tan excesivo como estricto, pues gracias a los años que permaneció internado en el colegio militar floreció su vocación de escritor para jamás marchitarse.


     «-Es por eso que estás fregado -dice Alberto-. Todo el mundo sabe que tienes miedo. Hay que trompearse de vez en cuando para hacerse respetar. Si no, estarás reventado en la vida».

     «Él es distinto. No lo han bautizado, Yo lo he visto. Ni les dio tiempo siquiera, Lo llevaron al estadio conmigo, ahí detrás de las cuadras. Y se les reía en la cara, y les decía: ¿Así que van a bautizarme?, vamos a ver, vamos a ver. Se les reía en la cara. Y eran como diez. […] Algunos se sacaron las correas y lo azotaban de lejos, pero les juro que no se le acercaban. Y por la virgen que todos tenían miedo, y juro que vi no sé a cuántos caer al suelo, cogiéndose los huevos, o con la cara rota, fíjense bien. Y él se les reía y les gritaba: ¿Así que van a bautizarme? Qué bien, qué bien».

     «-¿Qué pasa? -dijo la voz ronca del Boa, que acababa de despertar.

 

     -El negro dice que eres un marica, Boa -afirmó Alberto.

 

     -Dijo que le consta que eres un marica.

 

     -Eso dijo.

 

     -Se pasó más de una hora rajando de ti.

 

     -Mentira hermanito -dijo Vallano-. ¿Crees que hablo de la gente por la espalda?

 

     Hubo nuevas risas.

 

     -Se está burlando de ti -agregó Vallano-. ¿No te das cuenta? -Levantó la voz.- Me vuelves a hacer una broma así, poeta, y te machuco. Te advierto. Por poco me haces tener un lío con el muchacho.

 

     -Uy -dijo Alberto-. ¿Has oído, Boa? Te ha dicho muchacho.

 

     -¿Quieres algo conmigo, negro? -dijo la voz ronca.

 

     -Nada, hermanito -repuso Vallano-. Tú eres mi amigo.

 

     -Entonces no digas muchacho.

 

     -Poeta, te juro que te voy a quebrar.

 

     -Negro que ladra no muerde -dijo el Jaguar.

     El Esclavo pensó: “en el fondo, todos ellos son amigos. Se insultan y se pelean de la boca para afuera, pero en el fondo se divierten juntos. Sólo a mí me miran como a un extraño”».