Acerca de Rafa Poverello

Más allá de la falsedad del nombre, pues no soy pobre ni aunque quisiera en virtud del bagaje socio-cultural del que me es imposible escabullirme, mi espíritu anda de su lado, no porque sean buenos, sino porque se les trata injustamente.

12 de octubre (III)

 Racism by Eibography

Racism by Eibography

Irreal eterno retorno.

Luego se presentó como ese vulgar ladrón el certero golpe que me fracturó varias costillas. Alguna, ingrata, se vio obligada a incrustarse en un pulmón y al tiempo que saqueaba mi ilusionada respiración la confió a intermitentes latidos de ritmo inconstante.

Es cierto que en el momento invertebrado de la muerte, los hechos y deshechos de nuestra cotidiana vida aparecen fantasmagóricamente ante los ojos como un abisal flash fotográfico. No es un deseo consciente, ni una pretensión que sirva de excusa perfecta para dar sentido a medio siglo de esperanzas y despropósitos. Ojalá fuera así, porque a mí, ese microsegundo de imágenes atropelladas, únicamente me ha servido para reconocer sin dudar lo execrable de la muerte de la que me han hecho víctima, que no mártir. Y comencé a caer en la tentación de pensar, lo cual, en instantes extremos como el mío, siempre lleva a retorcidas preguntas de dudosa respuesta: ¿Qué es lo que odian de mi raza? E injustamente, como si fuera un niño al que le roban su más egoísta posesión, me acosó una horrible presunción. Yo no soy como otros, tengo un pasado de relativo glamour dentro de lo que podría suponerse. Me doctoré en Filosofía y he pasado los últimos 15 años de mi poco tediosa vida impartiendo clases en la Universidad a jóvenes blancos y occidentales. ¿Habría sido salvado de la hoguera por parte de mis jueces y verdugos si hubieran conocido este simple y hasta ridículo dato curricular? Touché. El único reconocimiento académico del que me he hecho merecido candidato y que ni el propio Freüd, en sus peores años se atrevería a regalarme tras mi ridícula disertación, es el doctorado honoris causa en infantilismo crónico. Póstumo. A mi tribunal popular no le importa la cultura, además es probable que osen reducirla al inane concepto no-globalizado de patria, que suele ser el último refugio de los canallas que apuntó el Dr. Johnson. ¿Qué odian de mi raza? No odian nada de mi raza. ¡Odian mi raza! Por ser más o menos inteligente que la suya, más o menos abierta que la suya, más o menos rica que la suya… En definitiva, por el mero hecho de ser diferente a la suya. Necios, sólo hay una raza en nosotros, la humana, el resto son etnias. Mis inquisidores, hijos de Caín, ¿habéis oído nombrar a Adán y a Eva? También Génesis. Ellos no fueron blancos, aunque sí humanos, y afortunadamente nadie los mató.

12 de octubre. Conquistadores de muerte, me habéis hecho descubrir un Nuevo Mundo. De querubines y de ánimas. Una vez más por medio del escarnio. Pero ahora, ni yo ni nadie, os confunde con dioses hipomorfos caídos de un cielo que acierto a descubrir más profano y abrasador que el mismo Hades. Y casi divinos, o aún de mayor valor, han sido los metales preciosos que hoy os habéis abrogado el derecho de usurpar: mis años dorados y la plata de unas bodas que ya no podré cumplir el próximo invierno. Físicamente al menos, porque pudiera suceder, conforme a la nefasta hipótesis formulada por Murphy, que esta misma noche de obscuro tono gris aciago, mientras pasee por el dantesco Paraíso del éter con un fundado desasosiego, descubra con probable y temido horror las numinosas figuras de mi mujer y de mi hija, los últimos seres que, entre sollozos secos, buscó mi cómplice mirada y logró ver aún vivos en la penumbra del parque antes del inesperado empujón definitivo que me llevó al desconocido camino del vacío y de la fe.
Empíricamente contrastado: cuando las cosas no pueden ir a peor, irán.

Pero en fin, mis criminales de cruz gamada no tuvieron ni tendrán la suerte infinita que esperaban. En este incólume lugar al que optaron enviarme, tan lejos de cualquier categoría, los ángeles y las almas no tienen color.

FIN DEL RELATO

«Masacre, ven y mira» (1985)

Come and see 1986, by mihenator

Come and see 1986, by mihenator

En 1985, recién estrenado en su cargo de Secretario General del Partido Comunista, Mikhail Gorbachov, dando ya muestras de una nueva etapa de apertura y eclosión de libertades, encarga a Elim Klimov, un director que pasaba de los cincuenta años y varias de cuyas películas habían sido censuradas por el régimen soviético, un filme para celebrar el cuarenta aniversario de la victoria aliada durante la Segunda Guerra Mundial.

El díscolo Klimov, libre de ataduras da rienda suelta a sus más profundos deseos improbables, escribe el guión y rueda «Ven y mira», una obra maestra absoluta del cine y del género bélico. Un «Apocalypse Now» soviético, de cuyas fuentes puede beber indudablemente (más marcadamente en algunas secuencias que la recuerdan, como el asesinato de la vaca), pero a la que supera con creces en muchas ocasiones. De manera concreta, la narración, estructura, planificación y secuenciación de la masacre, desde la llegada de los soldados hasta que se marchan de la aldea, es de un lirismo y una espectacularidad que nunca había visto en pantalla (como sus planos secuencia).

Su estelar fotografía en tonos sepias, así como la demencial banda sonora, profunda y seca como un mantra a base (mal copiada posteriormente hasta la saciedad), la dirección y encuadres (que retrotraen ineludiblemente a Welles y al mucho más cercano Kalatozov) y las actuaciones de sus protagonistas, de manera excepcional el joven Alexey Kravchenko, nos introducen con un realismo apabullante en una demencial espiral sobre las consecuencias más abisales de cualquier guerra, siguiendo los pasos de un chico al que vemos envejecer y destruirse al ritmo que contempla el caos a su alrededor.

Francamente desoladora de principio a fin, como en una teoría cumplida de eterno retorno donde no se permite la inocencia, en una visión compartida en mayor medida por el Bondarchuk de «El destino de un hombre», que la esperanzadora sobre la bondad interior capaz de superar lo exterior que nos muestra Chukhrai en «La balada del soldado», ambas rusas y curiosamente de 1959.

Una joya tan desconocida como imprescindible.

«Cuentos reunidos» (2008)

Clarice LIspector by Jubran

Clarice Lispector by Jubran

La propia Lispector lo explica perfectamente en uno de los cuentos con tan sólo una frase: “mi juego es claro: digo en seguida lo que tengo que decir sin literatura. Esta relación es la antiliteratura de la cosa”. Esta idea resume la manera peculiar de entender el arte de escribir que mueve a la narradora brasileña nacida en Ucrania a principios del pasado siglo y cuyo estilo ella misma define como no-estilo. En el relato del que extrajimos el anterior texto puede también solidificarse el concepto: “escribir es. Pero el estilo no es”.

Decir que leer a Clarice Lispector es una experiencia diferente sería quedarse muy corto. Por momentos se convierte en una sensación inigualable. La prosa de la escritora es pura sensación y sensibilidad, una explosión de los sentidos que, partiendo de los detalles cotidianos más burdos o insignificantes (una borrachera, un viaje en bus, un cumpleaños, un aburrido día casero, la muerte de un perro…) y prescindiendo de cualquier preconcepto y lógica literaria tanto en narración como en la propia trama, desbroza el alma humana y su manera de percibir la realidad con una hondura y firmeza como pocas veces he logrado ver en otros autores.

Pero no nos llevemos a engaño deseando observar en estos torpes retazos una fácil delectación y digestión de los cuentos de Lispector porque la necesaria concentración a la que queda sometido el lector para no perder comba en su lectura es exactamente la misma que hace falta para escuchar desde el corazón y desde la atención más profusa la pena y el sufrir de alguien a quien amamos. Si te despistas, acabaste, pues pocas cosas hay más confusas y dispersas como seguir el discurso mental del otro. En una época en la que el vanguardismo y la experimentación habían llegado a cotas inusuales en literatura con Joyce, Faulkner o Beckett, la escritora brasileña, con una libertad creativa espeluznante e innovadora, reformula cualquier forma de modernismo y a partir de un uso exquisito -y casi de subespecie- del que fuera habitual fluir del pensamiento y monólogo interior, interpela al lector sin juicio ni manipulación, tan sólo desde el envío del concepto y de la sensación, tanto en aquellos más numerosos narrados en primera persona como en aquellos otros en los que la autora opta por presentarse como externo narrador omnisciente.

La coherencia de estilo de Clarice Lispector desde el primer hasta el último relato es apabullante, a pesar de que el experimentalismo sea bastante más marcado en la colección de cuentos titulada “¿Dónde estuviste anoche?”, y su originalidad y forma seca de narrar las verdades vitales desarma; para comprobarlo sólo bastaría leer el cáustico relato “Una amistad sincera” o las múltiples visiones que pueden desprenderse de un mismo hecho, como si de unos ojos de insecto se tratara, en la “La quinta historia”.

Y la belleza, tal vez por la sensibilidad extática y la espontánea emotividad que transmiten cada uno de los relatos, no resulta sencillo explicarla con palabras. En la colección llamada “Silencio” algunos de los cuentos son pura prosa poética de la que me es imposible no compartir algunos versos, aunque no lo sean:  
    “Es hacia mí a dónde voy. Y de mí salgo para ver. ¿Ver qué? Ver lo que existe. Después de muerta es hacia la realidad adonde voy. Mientras tanto, lo que hay es un sueño. Sueño fatídico. Pero después, después de todo es real. Y el alma libre busca un canto para acomodarse. Soy un yo que anuncia. No sé de qué estoy hablando. Estoy hablando de nada. Yo soy nada. Después de muerta me agrandaré y me esparciré, y alguien me dirá con amor mi nombre. Es hacia mi pobre nombre adonde voy. Y de allá vuelvo para llamar al nombre del ser amado y de los hijos. Ellos me responderán. Al fin tendré una respuesta. ¿Qué respuesta? La del amor”.

“Todo sonido terminará en el silencio, pero el silencio no muere jamás”, nos recordaba Silverberg en el fascinante y retorcido buceo introspectivo que supone su novela “Muero por dentro”. Después del silencio queda Lispector.

12 de octubre (II)

3MegaCam

No es tan fácil perder la conciencia. Acaso cuando el dolor se torna tan profundo como una mirada perdida y se apodera de cada brizna de carne desgajada, de cada célula de tu piel, sucede el proverbial milagro de dejar de sentirlo, o de sentirlo tanto que apenas logras apreciarlo.

El dolor también me une al resto de la humanidad, incluso a mis fríos y duros secuestradores de vida. En este mismo instante, un número incalculable de habitantes del planeta comparten conmigo sin ningún tipo de gozo el dudoso privilegio de la experiencia común e imprescindible del sufrimiento humano. Todos sufrimos porque todos tenemos apegos, y a mí, particularmente, ya se me ha hecho demasiado tarde para alcanzar el Nirvana terreno y darle sentido al sin-sentido. Me conformaré con la ingrávida felicidad de descansar junto al Misterio. Al fin y al cabo, el único apego que me restaba acaban de arrancármelo a patadas. Mis asesinos, si algún extraño día, de esos en los que estamos por arbitrario gusto más dispuestos y sinceros a la hora de reconocer nuestras inmundicias, cae en vuestras manos ociosas el libro de Hemingway “¿Por quién doblan las campanas?”, abridlo, y mientras evocáis mi difusa imagen, leed con displicencia la cita de Donne que le sirve de fundamental inicio: La muerte de cada ser humano me empequeñece a mí mismo, porque yo formo parte de la humanidad. En mi funeral, las campanas, muy a vuestro pesar, también doblarán por vosotros.

Tanto en común llega a revolverme las tripas, como el inoportuno hecho de confesar mi firme creencia en la incomprensible misericordia de Dios Abbá. Libre pues por la gratuidad del amor y no según la ley, no me es lícito sin más culpar a quienes apretaron el gatillo –mi propio chivo expiatorio-, porque fue la sociedad mundializada al gusto occidental quien, en su vergonzosa omnipotencia, cargó el arma de indiferencia, de miedo, de rabia… de inusitada necesidad de desprecio. Ellos ejecutaron la orden, pero mi delito y mi culpa fueron socialmente condenados mucho antes de haberse llevado a efecto. Mi propio nacimiento, dentro de unos cánones y unos parámetros que no pueden compararse bajo ningún concepto con la pureza desmedida de un sonrosado rostro, ya encendió en un día lejano la mecha que hoy me ha hecho arder. Lo máximo a lo que podríamos aspirar es a ser sujetos de lástima. O de caridad mal entendida, esa que siempre nos mantiene impuros e intocables, como a un dalit en la India. Tal vez por eso, curiosamente, mis atacantes fueron siete. Siete. Para la kábala judía un claro signo de perfecta totalidad. Todos me matasteis.

Débilmente pienso. Deberían haber sido seis. Sí, seis, para ser fiel reflejo del número que jamás llegará a simbolizar lo perfecto. Por mucho que intentemos sumarle un uno. Seis. El número tres veces repetido del Anticristo, como la obra del malinterpretado Nietzsche, porque en él se inspiran, aunque sea a costa de sesgarlo a retazos en sus últimos y más que confusos tiempos.

Otro golpe. Esta vez directo al empecinado corazón que se negaba a resentirse. “Sudaca de mierda, a ver que cojones puedes robarnos ahora”.

Tienen razón en lo de la mierda. Así me sentía, como una auténtica piltrafa humana, como el más despreciable de los despojos… Creo que hasta llegué a cagarme de miedo en los pantalones. Y en este minuto ingrato, largo e intenso como mi fatal espera, se le antojó a mi despiadada mente volver a recordar aquella bienaventurada enseñanza, vital para la maduración del espíritu, pero inoportuna e inadecuada por su escaso efecto tranquilizador cuando se la suponía tan necesaria. Era el momento propicio para no cumplir ni a regañadientes la perfecta alegría del Poverello de Asís. Aceptar con paz la humillación. Para intentar siquiera el asalto a tan digna empresa hubiera sido condición sine qua non haber pretendido al menos ser humilde cada segundo de mi mediocre vida. ¿Qué podía hacer ahora con un miserable minuto? ¿Partirme de la risa? Ya me partían ellos con las suyas.

Falta de rigor. Social e histórico. Por eso tranquilamente insultan al tiempo con su absurda locuacidad. Pero la ignorancia no exime de la estupidez. Inventarse la mota en el ojo ajeno va más allá de todo recurso rastrero para ocultar la viga del propio. Me llamaron ladrón con un dogmático pragmatismo. Por trabajar en el mantenimiento de un país que robó todos los recursos del mío. Curioso, para ser íntegros y razonables llamadme a lo sumo incoherente. Ese olvidado adjetivo con el que todos comulgamos indefectiblemente sí me lo merezco. Como Judas. Y recuerdo con resignada emoción las sabias palabras del cacique Guaicaipuro Cuatemoc a los Jefes de Estado de la Unión Europea. En el siglo XVI, provenientes de la indiscriminada expoliación del continente americano, del cual yo soy hijo legítimo, llegaron a España 185 mil kilos de oro y 16 millones de kilos de plata. Consideradlo un primer préstamo de buena voluntad. Cuatemoc, lejos de exigencias imposibles de cumplir, se conformó con solicitar la devolución de la deuda a un fraterno 10% de interés acumulado durante más de 300 años –200 de gracia-, lo cual supondría la nada despreciable suma de 185 mil kilos de oro más 16 millones de kilos de plata elevados a 300. Yo, en mi ajado desconsuelo, sólo os pido a cambio una minucia: devolvedme la vida de inmediato.

    Continuará…