Acerca de Rafa Poverello

Más allá de la falsedad del nombre, pues no soy pobre ni aunque quisiera en virtud del bagaje socio-cultural del que me es imposible escabullirme, mi espíritu anda de su lado, no porque sean buenos, sino porque se les trata injustamente.

«Sin techo ni ley» (1985)

Agnes by daaav

Agnes by daaav

Hace varios años, en unas jornadas sobre «Los sin techo», tuvimos la brillante idea de proyectar esta cinta que casualmente logré encontrar en la web dando infinidad de vueltas de tuerca. «Varda«, me dije, «sinónimo de notabilidad».

– Es muy dura, ¡qué desagradable! -plañía más de una como una desesperada tras la proyección.
– Si quieres le echo azúcar -pensé, pero no lo dije, claro. ¡Cómo si la vida fuera fácil!

Mona, la protagonista real (no lo olvidemos) de «Sin techo ni ley» tiene algo de Francisco, de Rafael, de Antonia, de Loli, de Fernando… de cada una de las personas que, todas las semanas, estuve visitando durante varios meses, en su trocito de calle. También temo encontrar algún día a Francisco aterido, muerto en medio de la nada donde habita. Mona es perfecta, no porque personalmente lo sea, sino porque es una sin techo de verdad, con el morro y el descaro que les caracteriza, con la libertad y la soledad que los nutre y atormenta… con lo que ayuda a aprender.

Varda es una eminencia en el género documental como más recientemente demostrara con «Los espigadores y la espigadora», y aquí lo confirma una vez más. La estructura narrativa del film nos hace ser espectadores y testigos directos de la vida que decidió vivir Mona y que muchos no estamos dispuestos a soportar, porque la odiamos porque a veces nos cuestiona.

Ya quisiera Loach (al que ciertamente aprecio) lograr la cuarta parte de realismo e «invitación al suicidio» que logra Varda.

Muy buena, Varda, sí señora.

Vergüenza

Huellas de vida, por Victor Nuño

Huellas de vida, por Victor Nuño

La toma de la mano, como cada día en un repetido ciclo ausente de displicencia y amargor. Con idéntica ternura y necesidad efectiva. Ella lo sigue, poco consciente de quién es en realidad o a dónde lo acompaña. Arrastra los pies, echa el cuerpo hacia atrás extendiendo el brazo fofo que la ata a Antonio. Se ríe de forma tan descompasada como los propios pasos minúsculos con los que es capaz de avanzar y sostenerse.

Cuando mira a su mujer, consciente de una mente ya perdida en un fondo abisal de agónica desmemoria, se le empañan los ojos. Su metódico y cadente actuar cada jornada, prendido de un amor escogido más que voluntario, no deja resquicio para dudas existenciales. No evito en consecuencia recordar el filme “Lejos de ella”, magnífico canto al cariño más allá de los olvidos obvios e impertinentes que lacran la existencia del enfermo de Alzheimer, y más aún la de sus desconocidos familiares. Grant (Gordon Pinsent), sentado, con una inusitada paz en el rostro y rendido a la evidencia, observa a su esposa Fiona (una inconmensurable Julie Christie) coquetear con uno de los ancianos que habitan al residencia para enfermos de Alzheimer. Él sigue yendo a diario, tal vez como un ser que hace firme aquella frase que dicen auténtica y que hizo contener lágrimas a un doctor cualquiera: “Ella no sabe quién soy yo, pero yo todavía sé muy bien quién es ella”.

El caso es que Antonio sabe muy bien quién es Carmen. Con su rostro ajado y marcado de alargadas arrugas, su débil y escaso cabello blanco y su risa incomprensible y estéril. Lo sabe porque ha compartido con ella los últimos cincuenta años de su vida, porque decidió cuidarla en su domicilio a cada instante cuando Carmen olvidó que su marido trabajaba casi al mismo tiempo que él acababa de jubilarse. No fueron fáciles sus despistes, descubrir que algo no iba bien, que la persona que conocía y amaba pasó a ser una persona amada que desconocía. Tuvo que ingresarla finalmente en una Unidad de Estancia Diurna para enfermos de Alzheimer, con dolor, pero urgido por las circunstancias imponderables que sobrepasaron su deseo. El recurso le fue asignado tras la valoración de Dependencia. Urgente y necesario.

Han pasado tres años y desde hace varios meses Carmen, derrotada por un deterioro cognitivo que ha convertido sus recuerdos en cristal, pasea de la mano de su marido por los pasillos ocres de una residencia de mayores. Antonio, aparte de pagar el precio de mantenerse en el ostracismo dentro de una mirada que debiera reconocerlo, ingresa religiosamente cada mes más de mil cuatrocientos euros por el coste de plaza, pues recursos privados y sin conveniar era la única alternativa viable y posible en virtud de la inmediatez ante el desespero. También religiosamente hubo de ponerse en contacto con las administraciones pertinentes (Junta de Andalucía y Servicios Sociales Comunitarios) y renunciar al recurso de Unidad de Día al verse en la obligación imperiosa de recurrir a un centro residencial. Solicitó revisión del PIA, claro, solicitando cambio de recurso, pues más necesitada se halla ahora Carmen de una ayuda que cuando le fuera concedida tres años atrás. Y aún, religiosamente, las administraciones públicas no han tenido la dignidad de resolver, ni siquiera la prestación económica para la que tan solo es necesario con absoluta probabilidad que estampen una firma. Para conceder dignidad falta el dinero, no hay recursos, y es una verdad fácil de contrastar que en las residencias concertadas existen plazas libres, sin cubrir y que podrían servir de cotidiana, imprescindible y humana redención a personas como Carmen y Antonio.

Con la desesperada oblación de la que soy capaz, con radical impotencia al menos me acojo al enunciado vital de Karl Marx, primigenio y visceral antes de cualquier lucha: “la vergüenza es un sentimiento revolucionario”. La que yo siento casi a diario es la que parece faltarle a los que, injustamente, ostentan mayor capacidad de resolución.

Fotografía Huellas de Vida, por cortesía de Víctor Nuño

Licencia Creative Commons Vergüenza por Rafa Poverello se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
Basada en una obra en http://indignadossinparaguas.blogspot.com.es/2013/11/verguenza.html.

Alexander Pope

Alexander Pope

A la poesía en una lengua ajena a la mía le digo en símil lo que Cyrano a Roxana: “No, amor mío, nunca te he querido.” La odio con todo el amor del que soy capaz. El motivo es obvio: mientras domino medianamente el idioma de Cervantes, el de Shakespeare (por atenerme al caso que nos ocupa) me domina a mí ampliamente y sin el más mínimo esfuerzo. Un claro y devastador ejemplo del extravagante ejercicio de inutilidad al que sometieron a mi generación con el consabido método ‘listen and repeat’. Ocho años de inglés tirados a la basura, y encima en un colegio ‘de pago’.

Traduttore, traditore. De esto me acuerdo mucho más con la poesía, claro, sobre todo cuando es de un perfeccionismo métrico, de rima y de ritmo que ralla la obsesión. Pope, vamos, como el absoluto paradigma de a lo que, siempre según su opinión, debe aspirar la poesía sin confundirlo con la necedad y al que dedicó toda su vida y obra. Es más que probable que para él ni Lope ni Calderón -con su estilismo de Siglo de Oro- sobrevivieran a la crueldad de este epigrama dedicado a ‘los suyos’ y extraído de su obra satírica ‘La Dunciada’:

«Sir, I admit your general rule,
That every poet is a fool.
But you yourself may serve to show it,
Every fool is not a poet.»

(“Señor, yo admito su regla general,
de que todo poeta es un tonto,
pero usted mismo puede servir para mostrar,
que cualquier tonto no es un poeta.”)



Mi atracción por Pope, amigo íntimo de Swift con quien compartía bando, sentido del humor y enemigos, surgió casi como un contratiempo. Leía a Hawthorne cuando en uno de los capítulos de ‘La casa de los siete tejados’ nombraba a este traductor y poeta, aparecían algunos de sus versos y hablaba de él el editor a pie de página. Luego me lo topé correlativamente en las obras de Machen, Asimov, Dickens… Incluso el título original de la excelente película de Gondry “Olvídate de mí” (Eternal Sunshine of the Spotless Mind – Eterno resplandor de la mente inmaculada) procede de uno de los versos de su extenso poema ‘Eloísa de Abelardo’. Pope es un ‘pope’ en Inglaterra, uno de los pocos autores de esos siglos que puede presumir de haber vivido sobradamente en vida sin la necesidad de mecenazgo gracias a sus traducciones de la “Odisea” y la “Ilíada”; sin embargo a excepción de sus “Cantos pastorales” -publicados hace algunos años junto con otros poemas menos acertados dentro del conjunto de su obra- no existe nada en castellano más allá de traducciones y ediciones de mediados del siglo XIX, como es el caso de su más conocido poema ‘El rizo robado’, o muy anteriores, como las diferentes versiones y revisiones sobre los amores antes mencionados de ‘Eloísa de Abelardo’.

Difícil acertar sobre los motivos de este casi anonimato. Uno de ellos podría ser la dificultad de actualizar los textos a un lenguaje más asequible e intentar a la vez ser fiel a un poeta puntilloso al máximo. Todos los poemas que he tenido la oportunidad de leer, a excepción de los epigramas, están construidos en perfectos pareados endecasílabos de rima consonante y con escasos versos encadenados, lo que confiere a su estilo un ritmo y una cadencia exquisita en su idioma original. Pero he aquí lo expuesto: Traduttore, traditore. U optas por una traducción literal en prosa o verso libre de los textos o por una adaptación rimada, como la ardua tarea acometida por el doctor Graciliano Afonzo para ‘El rizo robado’, pero ni eran pareados, ni todos endecasílabos o consonantes e incluso había versos sueltos. Aparte de estas limitaciones técnicas tampoco ayuda a la reedición de sus obras lo poco atractivo que pueden resultar algunos de sus temas para el lector del siglo XX-XXI (como sucede realmente con muchos autores teatrales en verso de este país, incluidos los antes mencionados Lope y Calderón), sobre todo el amor bucólico de los ‘Cantos pastorales’ así como la égloga de ‘El Mesías’ o la oda ‘El poder de la música’ (los tres dentro de la edición junto con el poema descriptivo y bastante soso ‘El bosque de Windsor’) y que sorpresivamente es lo único reeditado de su producción. Los poemas epistolares de Eloísa y Abelardo no soy capaz de verlos de igual modo, tal vez por ser el poema que he leído en varias versiones así como su versión original (enterándome de bastante poco, sí, más allá del ritmo y la cadencia) y por cuyo motivo es posiblemente al que más calidad le he encontrado sin ser el más llamativo y que más me haya atraído. Este privilegio se lo lleva sin duda ‘El rizo robado’, del que también leí algunas partes en inglés y de su versión en verso libre. Lo que más llama la atención de esta composición es su argumento, crítica satírica y feroz a determinados aspectos sociales de la época, y su rabiosa actualidad si somos capaces de extraerlo de su contexto. En cualquier baile de salón (discoteca) el más nimio de los incidentes, como es en este caso la pérdida de un rizo cortado (el número de un teléfono móvil) lo convertimos en virtud de la necesidad -hombres y mujeres- en un triunfo o en una verdadera tragedia de tintes epopéyicos. Como la reseña se está haciendo igualmente ‘epopéyica’ termino con unos versos de esta última obra que dan a entender las limitaciones reales con las que se encuentra un redomado inculto monolingüe como yo a la hora de afrontar y valorar en su justa medida un texto literario en otra lengua.

Inmensas multitudes se ven por todas partes,
De cuerpos transformados en cóleras diversas.
Aquí teteras vivas con un brazo extendido,
El otro recogido; el asa éste y aquél el pitorro:
Allí un puchero avanza, cual trípode de Homero;
Aquí supira un jarro, y allá una urraca habla;
Los hombres paren hijos, en portentosa hazaña,
Y las jóvenes, convertidas en botellas, piden a gritos un corcho.

(Unnumber’d Throngs on ev’ry side are seen
Of Bodies chang’d to various Forms by Spleen.
Here living Teapots stand, one Arm held out,
One bent; the Handle this, and that the Spout:
A Pipkin there like Homer’s Tripod walks;
Here sighs a Jar, and there a Goose Pie talks;
Men prove with Child, as pow’rful Fancy works,
And Maids turn’d Bottels, call aloud for Corks.)



En fin, si os quedaron ganas (necesarias a mi entender) leed a Alexander Pope, quien diseñó un estilo de poesía que entre sus contemporáneos nadie se atrevió a discutir; tal vez por temor a sus epigramas y su colega Swift.

«Paracuellos» (1977-2003)

1No me impactó “Paracuellos”, y no es ni un reproche ni una decepción, sino todo lo contrario. Ya hubiese querido yo cabrearme, sentirme impotente y que se me quedaran los ojos como platos -que motivos haylos- en lugar de que lo único que me dejaran de piedra fueran mis propios recuerdos.

No soy hijo de la posguerra, eran finales de los 70, aunque también algún que otro maestro nos hacía cantar aún el Cara al Sol antes de cada clase. Entre 8 y 10 años iba teniendo, un colegio privado y un sacerdote de apellido tan incongruente como sarcástico, el padre Paz. Los alumnos internos lo odiaban a tan alto nivel como le temían, los externos tal vez nos aferrábamos más a lo segundo. No sé si el padre Rodríguez, director del Auxilio Social Paracuellos, inventó la bofetada a dos manos, lo que tengo por seguro es que el padre Paz o leyó “Paracuellos” o estudió en el mismo seminario que el susodicho. En una ocasión nos hizo ir corriendo al patio, formar (ni recuerdo bien por qué, tal vez alguno de mis compis había dicho alguna burrada) y empezó a dar tortas a dos manos sin parar del primero hasta el último. Ninguno nos caímos; sería el efecto ese tan característico del que hablaba el director de Paracuellos: a dos manos el niño no se cae y le puedes seguir ‘guanteando’. En una de esas, ya en clase de Ciencias (gracias a Dios de las pocas asignatura que nos daba), hizo sangrar el oído de uno que no supo contestarle ‘bien’ a una pregunta. Incontestable fue ese día que llegó a clase con el alma dividida -en el caso de que tuviese alma, claro-: “Hoy estoy contento y triste. Contento porque todos habéis aprobado el examen, y triste porque no puedo pegar a nadie. Así que voy a dejar caer los folios de examen, el que no los coja antes de llegar al suelo cobra.” Los de las últimas filas cobraron todos. Mi mala suerte es que mi apellido empieza por la erre y nos sentábamos por orden alfabético.

También nos reíamos, sin malicia o con alguna, pues siempre había alguien más tonto que uno al que amarrarse para servirte de chivo expiatorio-, y Carlos Giménez lo cuenta todo con una naturalidad y un realismo tan pasmosos, lo bueno y lo peor, que tan sólo queda hundirse en el sillón y no saber si reír o sonarte el moco con su dibujo sin fisuras, de una técnica impagable, cuyo estilo humorístico contrasta maquiavélicamente en multitud de ocasiones con la verdad contada. ¡Qué doloroso suele ser lo autobiográfico por más humor que le metas!

Un pero, con diferencia me parecen más completas y originales las tiras de los primeros años, cuando la planificación de viñetas era exactamente idéntica en cada episodio, las historietas más breves y directas y resultaban de una curiosa originalidad. Cuando comenzó a despertarse el dragón, poco a poco Giménez va concediéndose más licencias habituales en los cómics de publicación continuada y al ser las “desventuras” algo más largas pierden fuerza y se ve obligado a recuperar algunas peripecias anteriores para hacer comprender la situación personal, el carácter y el devenir de sus personajes a los incipientes lectores. Maravillosa su propia caricatura como Pablito, el que mejor pinta del “Hogar” siempre entrecomillado, altamente inspirado por “El cachorro” de Iranzo que tan decisivo fue en la opción de Giménez como dibujante de tebeos. El segundo pero es más personal. No me puedo creer que en 600 páginas de viñetas e historias tan sólo decida meter a una buena persona dentro de la élite del “Hogar”, y encima sea una jovenzuela de pasado triste, antigua superviviente de los Auxilios Sociales y a la que echan después de un único y sintomático episodio. ¡Qué dolor!

Hace unos meses celebramos en el cole el 25 aniversario de mi Promoción. Muchos no fueron auspiciados y condenados por los malos recuerdos. El resto nos acordamos del padre Paz y todos debimos vivir un Paracuellos; lo que más nos surgía era el grito divertido e impotente de tantos compañeros de Pablito tras las puertas del Auxilio Social: “El padre Paz… mecagoensuputamadreeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeee, desgraciaodemierdaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa”.