Acerca de Rafa Poverello

Más allá de la falsedad del nombre, pues no soy pobre ni aunque quisiera en virtud del bagaje socio-cultural del que me es imposible escabullirme, mi espíritu anda de su lado, no porque sean buenos, sino porque se les trata injustamente.

«Todos los hermosos caballos» (1992)

Cormac McCarthy by RussCook

Cormac McCarthy by RussCook

“Un talento igual al de William Faulkner”. Cuando alguien de mente traviesa lee esto sobre la novela “Todos los hermosos caballos” de McCarthy en la portada de Seix Barral comienza a preguntarse si la pretensión del edito al colocarlo en negrita y con letra nada minúscula para que pueda apreciarse con contundencia es hacerle un favor al escritor o más bien una putada; más cuando dicha correspondencia se repite en alguna que otra biografía del escritor afincado en Nueva México. El caso es que quien haya leído a Faulkner sabe de la exigencia a la que lo somete dicho escritor y pudiera optar entonces por algo más ligero, y lo peor que habría de sucederle a aquel que no lo haya hecho es decidir meterle mano a “El ruido y la furia” y le entren unas ganas irresistibles de colgar por sus partes nobles al creador de la dichosa frasecita de portada. Porque McCarthy y Faulkner se parecen más o menos lo mismo que una plaza de toros y una rueda de bicicleta, en que ambas son redondas y me estoy refiriendo exclusivamente a la forma geométrica, si bien en calidad literaria la novela de McCarthy que nos ocupa, y de título altamente equívoco, es una absoluta delicia.

Si no se ha de esperar a Faulkner más allá de unos personajes recios y el ambiente del sur de los Estados Unidos, también sería más que conveniente obviar toda analogía y prejuicio que pudiéramos tener sobre el título en referencia a la novela romántica (que en la edición que leí aún resulta más empalagoso: “Unos caballos muy lindos”). La historia de amor trasversal entre Grady Cole, el perdido adolescente protagonista de la novela, y la mexicana de buena familia Alejandra es tan sólo un pequeño ápice coyuntural dentro de este genuino western de iniciación acerca de la vida, las decisiones, el esfuerzo y la libertad que superan y opacan al destino: “Supe que algunos conseguían el valor con menos lucha que otros, pero creía que todos cuantos lo querían podían conseguirlo. Que el deseo era la cuestión en sí misma. No podía pensar en nada más que contuviera esta verdad: tanto depende de la suerte.” La belleza de los caballos, eternos compañeros de este viaje iniciático, y a la que hace referencia el título en nada tiene que ver con la imagen externa sino que reside en su capacidad de lucha y en la constancia ausente de límites. A sus dieciséis abriles, Cole abandona la granja familiar en compañía de su amigo Lacey y sus caballos, como la única forma de escapar de su propio futuro, como si estuviera marcado en un pergamino entregado al nacer y en cada encuentro o desencuentro va descubriendo, muchas veces a golpe de garrote, qué es lo que hace a un ser humano fuerte y qué motivaciones dan sentido a la existencia. En la espontánea figura de Blevins -y las consecuencias que su compañía le ocasionan- abraza la compasión y aprende a sobrevivir a la violencia y a la injusticia, en Maria, la tía-abuela de Alejandra, la necesidad/posibilidad de subsistir más allá de las ideas e incluso la coherencia, en Alejandra la frustración y el aprender a asumir la derrota como parte del crecimiento y de la vida, en Lacey el valor incalculable de la amistad y de la confianza por encima de la separación (tal vez porque sea bien cierto que “los vínculos más fuertes que encontraremos en nuestra vida son los de la desgracia”)… de los caballos y de su cabalgar el aprender a mantener al alma libre más allá de la obligada doma. Cole, exquisito adiestrador de caballos, va aprendiendo -también a fuerza de látigo- a “amaestrarse” a sí mismo.

Y todo ello con un estilo cuidado, firme y solemne en virtud de unas frases cortas y secas, que sin llegar a la dureza expresiva de otros autores como Céline, logran transmitir al lector el amor incondicional, esa empatía que McCarthy parece sentir por sus personajes (algo casi opuesto podría decirse al nombrado Faulkner), y fundiendo con exquisitez las características habituales del western; desde unas descripciones bellísimas y vivaces de las grandes llanuras y desiertos que son simbiosis de los personajes que las atraviesan (¡qué hubiera sido de este género en el cine sin la influencia afortunada de Ford!), pasando por vaqueros, partidas de cartas, rancheros, capitanes “chusqueros”… atardeceres.

Tan sentida importancia tiene la pérdida en cualquier camino de aprendizaje que no es casual que la novela empiece y termine con un funeral. La redondez de la vida, que no sería entendible y disfrutable sin su natural reverso.

Para no romper el código comparto unos fragmentos:

    «Lo que amaba en los caballos era lo que amaba en los hombres, la sangre y el calor de la sangre que los recorría. Toda su reverencia y todo su afecto y todas las tendencias de su vida se inclinaban hacia los ardientes de corazón, siempre sería así y nunca de otro modo.»

    «Pensó que el corazón del mundo latía a un coste terrible y que el dolor del mundo y su belleza se movían en una relación de equidad divergente y que en este temerario déficit podría exigirse en última instancia la sangre de multitudes por la visión de una única flor.»

    «John Grady abrió su ennegrecida mochila de lona, sacó una pequeña cafetera de hojalata esmaltada y fue a llenarla al arroyo. Se sentaron a observar el fuego y contemplaron la delgada media luna sobre las colinas negras del oeste.Rawlings se lió un cigarrillo, lo encendió con un carbón y se echó contra la silla.
Voy a decirte algo.
Dímelo.
Podría acostumbrarme a esta vida.»

«Intocable» (2011)

Nakache, Omar y Toledano en los Premios Lumières 2012

Nakache, Omar y Toledano en los Premios Lumières 2012

Que no confunda esta entrada. Más si cabe si osamos compararla con la absoluta maestría y genialidad de otras.

Porque esta entrada y estos comentarios no responden a la novedad o a lo nunca visto. No son eco de un montaje o una fotografía increíbles y ajustadas al mejor desarrollo posible. Mi decisión unilateral -y más discutible a mi propio juicio que muchas otras- no se basa en la planificación, el encuadre… no se enmarca en maravillosas pijadas técnicas ni en lo que debiera responder a una absoluta obra de arte.

En realidad que nadie se engañe, no voy a hablar de los directores, que comenzaron a trabajar juntos y revueltos en los años 90, ni del genial Cluzet que borda y logra hacer empático un papel a veces muy desagradable, ni de su acertada banda sonora, que en ambos extremos de la melomanía describe la actitud ante la vida de los antagónicos Philippe y Driss… Podría decirse que con escasa lógica he escrito varios renglones para que la longitud de mi reseña -que no merece ser ni llamada crítica- no sea ridícula en su máximo expresión, pues lo único que me urge decir es que «Intocable» transmite vida, tiene alma… corazón puro más allá del sufrimiento. Quedaos sólo con este párrafo, porque es lo único que distingue a este filme del resto de calcas.  Y con todo lo añadido, con lo que pueda resultar excesivo y chirríe respecto a la historia en la que se basa y que novelara el propio Philippe Pozzo de Borgo con el sentido título de «Le second souffle» toca fuerte, invade… y te dejas. Lo que le sobra es superfluo, y me importa un comino.

Viva la vida, porque es lo único real.

https://www.youtube.com/watch?v=HoM8YLjSJcs

Microscopios sumarios

microscope by jellyfish3

microscope by jellyfish3

Decía una hermana Franciscana con ajustado conocimiento de la verdad que cuando señalamos a alguien con el dedo debiéramos ser conscientes de que tres nos están señalando a nosotros. El juicio sumario es tan común entre los básicos mortales como el error al que él nos lleva con excesiva habitualidad y asumir la nimia percepción personal de la verdad global tal vez sea el paso inicial y primigenio para conseguir ajustar con menos rigor la horca alrededor de la glotis de aquellos que no son uno mismo: es decir el resto de la humanidad.

“Sólo sé que no sé nada”, marcaba el presupuesto socrático que bien pudiera referirse con mucho más acierto a cualquier humanismo más que a la filosofía y al conocimiento abstractos. Basta sentarse a escuchar con paciencia, celo y ausencia de rumores interiores la historia personal de el ser más abyecto que nos rodea para tragarse la lengua ipso facto antes de opinar inopinadamente sobre algo que se refiera de manera exclusiva a lo ajeno.

“Los hijos de Luis no quieren saber nada de él y no vienen ni a visitarlo”, “si es que María está pidiendo en la oficina y luego se la ve por la mañana desayunando en el bar”, “la hemos ido a visitar porque les cortaban la luz y tienen en mitad del salón una pantalla de plasma de no sé cuántas pulgadas”… Pero la puritita verdad, como decía aquel sabio proverbio indio, es que nadie ha andado ni una luna dentro de los mocasines de los hijos de Luis. O aún más, ni con los de Luis, no vayamos a caer en la demagogia estéril de absolver con gozo febril a los hijos de un padre alcohólico y manipulador que les hizo la vida imposible y cáustica, y quemar a cambio en la hoguera con idéntica ligereza a Luis, hijo inocente a su vez de un padre también alcohólico, con los añadidos de maltratador y violento. Y así, hacia atrás, indefinidamente, con la compasión que otorga la sabiduría de saberse uno una piltrafilla humana, necesitada de idéntica ternura y misericordia si se siente observado desde la desproporcionada injusticia de un microscopio, interpretado además desde la ignorancia atávica de unos ojos y un corazón inexpertos. A esa distancia nadie tiene escapatoria.

En 1946, sólo un año después de sobrevivir a la decadencia y la degeneración humana más visceral tras ser liberado del campo de concentración de Auschwitz-Birkenau, metódicamente rodeado durante tres años de infamia y exceso de bilis escribía Primo Levi en su novela “Si esto es un hombre” cuando hacía referencia a uno de tantos seres rotos y de equitativo desgarro vital: “me contó su historia, que he olvidado hoy, pero era una historia dolorosa, cruel y conmovedora”. Que se me atrofie el alma y el seso si soy capaz de olvidar a una sola de las experiencias vívidas cuando se me otorga la grandeza de la comprensión a través de la escucha. Y que sea capaz de abrazar la visión gozosa de Atticus, su templanza y su empática concepción del dolor al que es sometido por quienes en cadenciosas ocasiones no saben lo que hacen: “la mayoría de personas lo son (buenas), Scout, cuando por fin las ves”*.

* «Matar a un ruiseñor», Harper Lee, 1960

Licencia Creative Commons
Microscopios sumarios por Rafa Poverello se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.

«Cuentos» (2005)

Monumento a Aldecoa en Vitoria

Monumento a Aldecoa en Vitoria

Existen autores insoportablemente obviados, genios que tal vez por dedicarse casi en exclusiva a la desagradecida labor y nada sencillo arte del relato pasan desapercibidos para el gran público. Un ejemplo paradigmático es Ignacio Aldecoa. Un escritor impresionante e irrepetible, de una sensibilidad y una hondura intachables. Tras leer la colección de cuentos de Cátedra me acuerdo de Manuel Benítez, El cordobés: «más ‘cornás’ da el hambre»… y de mi gente de Cáritas de cada miércoles, que se quitan el pan para dárselo a los hijos, gente de «tripa triste», como el Pedro Lloros de «Los bienaventurados», uno de los excelsos relatos que componen esta antología.

Relatos completos para tiempos de crisis; sin bondades, sin romántica aleación con el mundo de los pobres. Aldecoa no es Hugo, ni incluso Delibes; su realismo social es descarnado y visceral, es un chute de realidad, un uppercut directo al estómago, como diría el padre de Young Sánchez, otro de los depauperados protagonistas a los que da vida el escritor vasco y que llevara al cine de manera irregular el director Mario Camus en los años 60. La obra de Aldecoa es neorrealismo, sin sentimentales «miradas» o nostalgias que te hagan sentir mejor, mucho más cercano a «El limpiabotas» de De Sica, al Buñuel de «Los olvidados» o a la falta absoluta de impostura del «Pickpocket» de Bresson. Delibes se me queda cojo tras Aldecoa, y esto, en muchas de sus magistrales obras, es decir mucho. Pero Aldecoa consigue penetrarte y que sepas algo que no alcanzan a cristalizar otros autores de su generación o del realismo latinoamericano: ser pobre no es bonito ni es causa de digna compasión, ser pobre es una putada, ya seas boxeador, pescador, torero… o vago y maleante, haciendo mía la indeseable terminología usada en la ley del 33.

Leo en un interesante prólogo que Aldecoa se autocalifica de nihilista, pero con esperanza en el futuro, leo también que fue víctima de la necesaria autocensura para ver publicada su obra… De lo primero no me cabe duda, tras terminar al menos con menos desasosiego después de leer el último relato de los Cuentos: «Ave del paraíso», de lo segundo, cada vez estoy más convencido de lo torpes -gracias Dios- que eran los censores del Régimen. ¡Pero cómo no se daban cuenta de las tortas que les metía Aldecoa!.

Justo en el último cuento al que hacía referencia se suelta una verdad gorda: «para saber es necesario sufrir», por eso saben tanto los personajes de Aldecoa y muchas veces, nosotros, comunes mortales, no tenemos mucha idea de nada. Yo aprendo cada día más en Cáritas que leyendo toda la obra de Delibes o de García Márquez. ¡Qué lista es el hambre!

     Un cuento de reyes
El ojo del negro es el objetivo de una máquina fotográfica. El hambre del negro es un escorpioncito negro con los pedipalpos mutilados. El negro Omicrón Rodríguez silba por la calle, hace el visaje de retratar a una pareja, siente un pinchazo doloroso en el estómago. Veintisiete horas y media sin comer; doce y tres cuartos, no contando la noche, sin retratar; la mayoría de las de su vida, silbando.
Omicrón vivía en Almería y subió, con el calor del verano pasado, hasta Madrid. Subió con el termómetro. Omicrón toma, cuando tiene dinero, café con leche muy oscuro en los bares de la Puerta del Sol; y copas de anís vertidas en vasos mediados de agua, en las tabernas de Vallecas, donde todos le conocen. Duerme, huésped, en una casita de Vallecas, porque a Vallecas llega antes que a cualquier otro barrio la noche. Y por la mañana, muy temprano, cuando el sol sale, da en su ventana un rayo tibio que rebota y penetra hasta su cama, hasta su almohada. Omicrón saca una mano de entre las sábanas y la calienta en el rayo de sol, junto a su nariz de boxeador principiante, chata, pero no muy deforme.
Omicrón Rodríguez no tiene abrigo, no tiene gabardina, no tiene otra cosa que un traje claro y una bufanda verde como un lagarto, en la que se envuelve el cuello cuando, a cuerpo limpio, tirita por las calles. A las once de la mañana se esponja, como una mosca gigante, en la acera donde el sol pasea sólo por un lado, calentando a la gente sin abrigo y sin gabardina que no se puede quedar en casa, porque no hay calefacción y vive de vender periódicos, tabaco rubio, lotería, hilos de nylon para collares, juguetes de goma y de hacer fotografías a los forasteros.
Omicrón habla andaluza y onomatopéyicamente. Es feo, muy feo, feísimo, casi horroroso. Y es bueno, muy bueno; por eso aguanta todo lo que le dicen las mujeres de la boca del Metro, compañeras de fatigas.
—Satanás, muerto de hambre, ¿por qué no te enchulas con la Rabona?
—No me llames Satanás, mi nombre es Omicrón.
—¡Bonito nombre! Eso no es cristiano. ¿Quién te lo puso, Satanás?
—Mi señor padre.
—Pues vaya humor. ¿Y era negro tu padre?
Omicrón miraba a la preguntante casi con dulzura:
—Por lo visto.
De la pequeña industria fotográfica, si las cosas iban bien, sacaba Omicrón el dinero para sustentarse. Le llevaban veintitrés duros por la habitación alquilada en la casita de Vallecas. Comía en restaurantes baratos platos de lentejas y menestras extrañas. Pero días tuvo en que se alimentó con una naranja, enorme, eso sí, pero con una sola naranja. Y otros en que no se alimentó.
Veintisiete horas y media sin comer y doce y tres cuartos, no contando la noche, sin retratar, son muchas horas hasta para Omicrón. El escorpión le pica una y otra vez en el estómago y le obliga a contraerse. La vendedora de lotería le pregunta:
—¿Qué, bailas?
—No, no bailo.
—Pues, chico, ¡quién lo diría!, parece que bailas.
—Es el estómago.
—¿Hambre?
Omicrón se azoró, poniendo los ojos en blanco, y mintió:
—No, una úlcera.
—¡Ah!
__ ¿Y por qué no vas al dispensario a que te miren?
Omicrón Rodríguez se azoró aún más:
—Sí tengo que ir, pero…
—Claro que tienes que ir, eso es muy malo. Yo sé de un señor, que siempre me compraba, que se murió de no cuidarla.
Luego añadió, nostálgica y apesadumbrada:
—Perdí un buen cliente.
Omicrón Rodríguez se acercó a una pareja que caminaba velozmente.
—¿Una foto? ¿Les hago una foto?
La mujer miró al hombre y sonrió:
—¿Qué te parece, Federico?
—Bueno, como tú quieras…
—Es para tener un recuerdo. Sí, háganos una foto.
Omicrón se apartó unos pasos. Le picó el escorpioncito. Por poco le sale movida la fotografía. Le dieron la dirección: Hotel…
La vendedora de lotería le felicitó:
—Vaya, has empezado con suerte, negro.
—Sí, a ver si hoy se hace algo.
—Casilda, ¿tú me puedes prestar un duro?
—Sí, hijo, sí; pero con vuelta.
—Bueno, dámelo y te invito a un café.
—¿Por quién me has tomado? Te lo doy sin invitación.
—No, es que quiero invitarte.
La vendedora de lotería y el fotógrafo fueron hacia la esquina. La volvieron y se metieron en una pequeña cafetería. Cucarachas pequeñas, pardas, corrían por el mármol donde estaba asentada la cafetera exprés.
—Dos con leche.
Les sirvieron. En las manos de Omicrón temblaba el vaso alto, con una cucharilla amarillenta y mucha espuma. Lo bebió a pequeños sorbos. Casilda dijo:
—Esto reconforta, ¿verdad?
—Sí
El «sí» fue largo, suspirado.
Un señor, en el otro extremo del mostrador, les miraba insistentemente. La vendedora de lotería se dio cuenta y se amoscó.
—¿Te has fijado, negro, cómo nos mira aquel tipo? Ni que tuviéramos monos en la jeta. Aunque tú, con eso de ser negro, llames la atención, no es para tanto.
Casilda comenzó a mirar al señor con ojos desafiantes. El señor bajó
la cabeza, preguntó cuánto debía por la consumición, pagó y se acercó a Omicrón:
—Perdonen ustedes.
Sacó una tarjeta del bolsillo.
—Me llamo Rogelio Fernández Estremera, estoy encargado del Sindicato del… de organizar algo en las próximas fiestas de Navidad.
_Bueno —carraspeó—, supongo que no se molestará. Yo le daría veinte duros si usted quisiera hacer el Rey negro en la cabalgata de Reyes.
Omicrón se quedó paralizado.
—¿Yo?
—Sí, usted. Usted es negro y nos vendrá muy bien, y si no, tendremos que pintar a uno, y cuando vayan los niños a darle la mano o besarle en el reparto de juguetes se mancharán. ¿Acepta?
Omicrón no reaccionaba. Casilda le dio un codazo:
—Acepta, negro, tonto… Son veinte « chulís» que te vendrán muy bien.
El señor interrumpió:
—Coja la tarjeta. Lo piensa y me va a ver a esta dirección. ¿Qué quieren ustedes tomar?
—Yo, un doble de café con leche —dijo Casilda—, y éste, un sencillo y una copa de anís, que tiene esa costumbre.
El señor pagó las consumiciones y se despidió.
—Adiós, píenselo y venga a verme.
Casilda le hizo una reverencia de despedida.
— Orrevuar, caballero. ¿Quiere usted un numerito del próximo sorteo?
—No, muchas gracias, adiós.
Cuando desapareció el señor, Casilda soltó la carcajada.
—Cuando cuente a las compañeras que tú vas a ser Rey se van a partir de risa.
—Bueno, eso de que voy a ser Rey… —dijo Omicrón.
Omicrón Rodríguez apenas se sostenía en el caballo. Iba dando tumbos.
Le dolían las piernas. Casi se mareaba. Las gentes, desde las aceras, sonreían al verle pasar. Algunos padres alzaban a sus niños.
—Mírale bien, es el rey Baltasar.
A Omicrón Rodríguez le llegó la conversación de dos chicos:
—¿Será de verdad negro o será pintado?
Omicrón Rodríguez se molestó. Dudaban por primera vez en su vida si él era blanco o negro, y precisamente cuando iba haciendo de Rey.
La cabalgata avanzaba. Sentía que se le aflojaba el turbante. Al pasar cercano a la boca del Metro, donde se apostaba cotidianamente, volvió la cabeza, no queriendo ver reírse a Casilda y sus compañeras. La Casilda y sus compañeras estaban allí, esperándole; se adentraron en la fila; se pusieron frente a él y, cuando esperaba que iban a soltar la risa, sus risas guasonas, temidas y estridentes, oyó a Casilda decir:
—Pues, chicas, va muy guapo, parece un rey de verdad.
Luego, unos guardias las echaron hacia la acera.
Omicrón Rodríguez se estiró en el caballo y comenzó a silbar tenuemente.
Un niño le llamaba, haciéndole señas con la mano:
—¡Baltasar, Baltasar!
Omicrón Rodríguez inclinó la cabeza solemnemente. Saludó.
—¡Un momento, Baltasar!
Los flashes de los fotógrafos de prensa lo deslumbraron.