Acerca de Rafa Poverello

Más allá de la falsedad del nombre, pues no soy pobre ni aunque quisiera en virtud del bagaje socio-cultural del que me es imposible escabullirme, mi espíritu anda de su lado, no porque sean buenos, sino porque se les trata injustamente.

Gioconda Belli

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Gioconda Belli, by gytrash

    Hay poetas que pueden ser considerados más esencia que maestros indiscutidos, más vida y denuncia que genios internacionales. Hay personas que merecen ser reconocidas por el mero hecho de ser -o haber sido- ejemplos vitales de obra comprometida e incluso arriesgada más allá del simple valor literario que decidamos otorgarle.
Es el caso de Gioconda Belli, poeta (lo de poetisa nunca me llamó del todo la atención) y novelista de un estilo sencillo en extremo, disonante con lo que representa a nivel de influencia en la historia de la poesía y de la literatura personajes como César Vallejo -a quien dedicamos la anterior entrada de Poemas-, o Borges, todos ellos latinoamericanos y que cofraternizaron de una u otra manera con el exilio, pero de punzante congruencia narrativa a lo largo de toda su trayectoria. Revolucionaria en vida y pluma fue miembro firme del Frente Sandinista contra de la dictadura del general Somoza y algunos de sus poemas sobre la liberación de la mujer supusieron en los años 70 una ruptura absoluta con los prejuicios y la mentalidad social y moralidad de la época y son una vanguardia del feminismo.

Existen muchas formas de genialidad, y la coherencia es una de las más hermosas.

Huelga

Quiero una huelga donde vayamos todos.
Una huelga de brazos, piernas, de cabellos,
una huelga naciendo en cada cuerpo.

Quiero una huelga
de obreros de palomas
de choferes de flores
de técnicos de niños
de médicos de mujeres.

Quiero una huelga grande,
que hasta el amor alcance.
Una huelga donde todo se detenga,
el reloj las fábricas
el plantel los colegios
el bus los hospitales
la carretera los puertos.

Una huelga de ojos, de manos y de besos.
Una huelga donde respirar no sea permitido,
una huelga donde nazca el silencio
para oír los pasos del tirano que se marcha.

Ahora vamos envueltos en consignas hermosas

Las mañanas cambiaron su signo conocido.
Ahora el agua, su tibieza, su magia soñolienta
es diferente.
Ahora oigo desde que mi piel conoce que es de día,
cantos de tiempos clandestinos
sonando audaces, altos desde la mesa de noche
y me levanto y salgo y veo «compas» atareados
lustrando sus botas o alistándose para el día
bajo el sol.
Ya no hay oscuridad, ni barricadas,
ni abuso del espejo retrovisor
para ver si me siguen.
Ahora mi aire de siempre es mas mi aire
y este olor a tierra mojada y los lago s allá
y las montañas
pareciera que han vuelto a posarse en su lugar,
a enraizarse, a sembrarse de nuevo.
Ya no huele a quemado,
y no es la muerte una conocida presencia
esperando a la vuelta de cualquier esquina.
He recuperado mis flores amarillas
y estos malinches de mayo son mas rojos
y se desparraman de gozo
reventados contra el rojinegro de las banderas.

Ahora vamos envueltos en consignas hermosas,
desafiando pobrezas,
esgrimiendo voluntades contra malos augurios
y esta sonrisa cubre el horizonte,
se grita en valles y lagunas,
lava lágrimas y se protege con nuevos fusiles.
Ya se unió la Historia al paso triunfal de los guerreros
y yo invento palabras con que cantar,
nuevas formas de amar,
vuelvo a ser,
soy otra vez,
por fin otra vez,
soy.

Y Dios me hizo mujer

Y Dios me hizo mujer,
de pelo largo,
ojos, nariz y boca de mujer.
Con curvas
y pliegues
y suaves hondonadas
y me cavó por dentro,
me hizo un taller de seres humanos.
Tejió delicadamente mis nervios
y balanceó con cuidado
el número de mis hormonas.
Compuso mi sangre
y me inyectó con ella
para que irrigara
todo mi cuerpo;
nacieron así las ideas,
los sueños,
el instinto.
Todo lo creó suavemente
a martillazos de soplidos
y taladrazos de amor,
las mil y una cosas que me hacen mujer todos los días
por las que me levanto orgullosa
todas las mañanas
y bendigo mi sexo.

Un poder sobrehumano

    Sucedió en Somalia, donde siempre es desierto y apenas quedan orugas que se transformen en crisálidas, sólo gusanos en vientres y estómagos con liendres; donde suponemos que perdió la partida hace años la esperanza atreviéndose a envidar al destino con un cuenco de arroz y agua pútrida… Allí, sin capa púrpura, sin capucha ni antifaz, sin uniforme elástico de altaneros colores que marque músculos indómitos; allí, ausente de poderes sobrehumanos de procedencia cósmica o experimentación científica, se hizo presente la heroína, como el más corriente y vulgar de los mortales, insensible a la kriptonita y de marcado esqueleto óseo que jamás oyó hablar del adamantium.

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    Un poblado de hambruna, en mitad de la nada donde ni el gobierno propio ni las insensibles naciones ajenas encuentran la más nimia de las causas para impedir que se siembren las chozas de cadáveres. Sobrevuelan los helicópteros del ejército el cielo ridículamente azul en estado de sitio; los piratas armados reclutan obligados cadetes a su causa sobria y contundente. Acaban de transmitir por radio que hasta dentro de varios días no podrán sortear el bloqueo los aviones de ayuda internacional dejando caer, como el maná, en medio de la desnutrición y del negro clamor de hijos olvidados, víveres enclaustrados en cajas de madera. Reúnen al pueblo el sacerdote y una de las hermanas responsables de la misión, que se han negado a abandonar el fuerte, e intentan explicar lo inextricable. Es la religiosa quien toma la palabra y aferra el toro por los cuernos con la desgana de la impotencia.
– No tenemos alimentos y hasta dentro de tres o cuatro días no recibiremos ayuda externa.

    Huelga decir que decenas de angustiados murmullos se dejan sentir por la asamblea. Varios adultos alzan la voz. Madres desoladas, algunas de bebés lactantes, o con niños de temprana edad. Algunas quejas, enfados, impertinencias. Lo justo cuando se siente el ser humano menos humano que nunca y poseído por la absoluta desesperación.
Continúa la monja reventando sus entrañas en lágrimas contenidas.
– Sólo nos quedan varios sacos de caramelos. Mientras llega la ayuda haremos una fila en la que se pondrán todas las mujeres que tengan niños menores de siete años y se les entregarán dos caramelos al día para que se los den a sus hijos.
Persisten las quejas, algunas vehementes más allá de la obvia comprensión a la que se ven compelidos. Finalmente, tras ardua tarea de concienciación y asunción de la realidad por parte de todos da comienzo el reparto.
Una sola fila, mujeres famélicas, algunas, las de maternidad más próxima, aún con sus criaturas en el regazo; otras volviendo la mirada acuosa a los niños que las observan extender lacónicamente la mano y recibir el par de golosinas como si del más suculento de los banquetes se tratara. Sigue leyendo

«La rebelión» (1924)

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Joseph Roth

Tenía Joseph Roth un lema cardinal al que intentaba ajustarse más que un calcetín al pie: «ser capaz de decir en medio folio cosas interesantes». Si hay una obra que puede emerger como paradigma de tamaña empresa es “La rebelión”. Y es que no resulta nada nimio aplicar tanta cera en una novelita de menos de 150 páginas de la que podría decirse que se lee de un tirón.

Me agradaría mucho compartir que el propósito de la pluma afilada de Roth al contarnos sin florituras la historia del anodino, patriótico y políticamente correcto Andreas Plum, alma máter a pesar suyo del título que nos ocupa, es un llamado consciente y digno a la rebelión -como indica el propio título- contra los mecanismos injustos y absurdos del estado antes de que la vejez o el cansancio lo hagan imposible transformando al supuesto revolucionario en un ser infinitamente cabreado pero notoriamente impotente. Quisiera decir eso, pues no me cabe duda de que, en buena medida, es lo que logra transmitir al lector la inicial vida gris del lisiado organista marcada de manera definitiva e inesperada por una situación tan trivial como dramática, que a todos y cada uno puede acontecer con igual dosis de indignación; pero no sería lícito separar la creación del escritor y proviniendo la desesperanza que vierten las páginas del libro de un autor asqueado, casi apátrida desde su juventud, de mujer esquizofrénica finalmente gaseada por los nazis en su solución final, y cuyo alcoholismo acabó matándolo presa del delirium tremens no será el que suscribe quien se atreva a afirmar que en la resignación que se desprende de la última línea de la novela acerca de un hombre corriente al que no echarán en falta ni Dios ni sus amigos exista algo más allá de la nostalgia de un improbable y la desolación de un tipo común en cuya tumba del cementerio de Thiais puede leerse humildemente: “escritor austríaco muerto en París”.

Es cierto, que quizá fuese involuntario eso de dar por saco a la conciencia del respetable a partir de la felicísima existencia de un individuo que en época de bonanza hasta se permite el lujo de denostar a quien osa provocar a la nación y que permanece en la más cordial imparcialidad mientras no se sienta afectado por el sistema, pero en esa falta de voluntariedad, mordaz y repleta de sarcasmo, descubro que he de darme prisa antes de ser demasiado viejo como para convertirme en rebelde, que no quiero ir al infierno porque me acomodé a la sin razón mientras no me tocara a mí la china y que la futilidad de la vida es algo a lo que se acoge en parte quien la vive y que de cada ser humano depende que se le eche de menos, aunque sólo sea por limpiar unas letrinas, o que se silbe su ausencia, sean propios o extraños, porque el mundo no haya cambiado ni un ápice tras pasar por él.

Y para terminar un fragmento:

«¿En qué había creído? En Dios, en la Justicia, en el Gobierno. Había perdido su pierna en la guerra. Le dieron una condecoración. Ni siquiera le proporcionaron una pierna ortopédica. Durante años había llevado la condecoración con orgullo. Su licencia para manejar un manubrio en los patios le parecía la máxima recompensa. Pero un día resultó que el mundo no era tan sencillo como lo había visto en su devota simplicidad. El Gobierno no era justo. No sólo perseguía a los ladrones y asaltantes, a los infieles. Podía ocurrir, al parecer, que incluso llegase a condecorar a un criminal, puesto que encerraba a Andreas, el piadoso, aunque éste lo reverenciase. Y así actuaba también Dios: se equivovaba. Y si Dios se equivocaba, ¿seguía siendo Dios?».

Dos pares de deportivas

    A veces uno, medio abilortao que dicen por aquí, pierde el norte y olvida el sentido de las obviedades fundamentales de toda vida humana que se precie de serlo. Tal vez porque en realidad resulta tan elemental entender cuando un semejante sufre que si se muestra el hecho sin embalajes ni papeles de colores parece que el único motivo al hacerlo evidente es hurgar en una herida incurable.

Entonces, en ese instante preciso, en esa cargante semana de infamias surgen seres excelsos mas de apariencia austera e insignificante, como la de Ana, y cada historia descarnada recobra su sentido primigenio.

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De unos cuarenta y pico años poco lustrosos, cabello tintado de rubio, cara redonda y altura de hobbit Ana se presenta en la oficina con un recibo del ayuntamiento y los párpados somnolientos. Deben cerca de 2.000 euros por no poder hacerse cargo de la cuota mensual para poner su puesto en el rastro. Han llegado a un acuerdo supuestamente amistoso -aunque a los amigos solemos perdonarles las deudas- para pagarlo a plazos y tan sólo solicita a Cáritas un documento para presentarlo en el consistorio certificando que no cuenta con ingresos, que se le está haciendo un seguimiento desde la parroquia y que hemos comenzado a ayudarla a sostener la economía familiar: dos recibos de agua y pago del tratamiento médico para su depresión. Incluso en el supuesto más que hipotético de que pudiera ponerse al día con las cuotas y evitar que su puesto se lo ofrezcan a otra familia, tampoco podría intentar ganarse el pan motu propio porque no disponen de recursos para comprar género ni para pasar la Inspección Técnica a la furgoneta.

Le hacemos el escrito y la emplazamos a que informe a las compañeras que irán por su domicilio de la evolución de la condena que le están imponiendo sin derecho a réplica. Hasta el momento, como si la historia que narra fuera del vecino del quinto, mantiene la compostura con soberana dignidad; entonces, antes de girar su cuerpo de complexión débil y menuda y tomar la salida de la oficina, nos mira con sus ojillos de pupilas vivaces y titilantes.     “Y mi hija de 8 años”, desde ese iris vivaz y marrón comienzan a desprenderse lágrimas como cascadas, “no tiene zapatillas pa’ el deporte del colegio. Se tiene que poner las del año pasao y le hacen daño en los deditos y tiene las uñas encogías…”

La emoción me turba de nuevo el ánimo al recordarlo y escribirlo, me golpea y me transforma en caos casi llenándome de heces.

Mi dar pábulo una vez y otra a la angustia ajena no es una invitación al suicidio o a la lástima enfermiza e inactiva. El único sentido al que acogerse ha de pasar ineludible por el sólido lamento hacia uno mismo, pues a pesar de conocer tanta injusta inmundicia dispone de dos pares de zapatillas de deporte y no es capaz de renunciar a ninguna.

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