12 de octubre (I)

Durante las semanas del mes de octubre, en falso homenaje a esa fiesta hispana en la que muchos no entendemos qué hay que celebrar, compartiré un relato (en tres partes). Y que no se os olvide, niños y niñas, Colón no descubrió América, ya estaba allí antes de que llegara.

11 de Octubre ULTIMO DIA DE LIBERTAD DE LOS PUEBLOS by Demonh86

11 de Octubre ULTIMO DIA DE LIBERTAD DE LOS PUEBLOS by Demonh86

12 de Octubre. En una noche de obscuro tono gris aciago. Al menos para mí.

Acabo de morir. Hace apenas unos minutos aún podía percibir mi viscosa sangre, evidentemente roja, desplazarse plácida desde la base del cráneo y recorrer la comisura de mis labios para desmarcarse, gota tras gota, por la barbilla hasta unirse sin ningún resentimiento con el arenoso suelo del parque.

Dicen que cuando mueres ves aparecer ante tus nuevos ojos etéreos un profundo túnel de luminoso fin. Y en medio de esa áurea luz surge entonces, espontánea, la poderosa presencia física de aquél a quien uno psíquicamente espera: el iluminado Siddartha Gotama, el profeta de la Meca, cualquier at-man, el Mesías deseado, o quizá, en la más absoluta sencillez, encontremos a la entrada de esa sempiterna puerta a la propia familia si, por humana causalidad, pasó nuestra vida sumergida en un denodado agnosticismo.

Yo vi a Jesús. Cruel capricho de tener algo más en común, además del color de la sangre, con los siete samurais que decidieron acabar, a fuerza de alevosía, golpe y risotada, primero con mi hábito innato de tomar aliento y respirar, y en segundo término, más doloroso, con mi otrora animoso orgullo. A pesar de mi embotada, magullada y entumecida mente pude oírles gritar con radical complacencia que la Biblia sacralizaba su conducta. Génesis. Sin embargo, en mi personal túnel de ultravida, resonaron espléndidas, como soberana antítesis factual, las palabras del maestro de Galilea: “Apartaos de mí, malditos de mi Padre, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles, porque fui extranjero y no me recibisteis”. Casi al mismo tiempo, dirigido a mí, me pareció escuchar de dulce voz el reclamado imperativo categórico: “Ven”. Síntesis. No podía ocurrir de otra manera. Un Mesías hebreo, encarnado en medio de un pueblo esclavizado por manos ajenas y esclavizante para las propias, suscribe la divina comprensión para todo humano sometido. Para mi humanidad sometida, golpeada, ultrajada.

Triste y fútil consuelo en mi último hálito.

Lo peor fue el primer golpe. Inesperado y seco como un mal augurio que pasa a ser inexorable noticia. Noticia de muerte. Nuestro involucionado pensamiento dificultosamente cree que puede ser la propia vida objeto flagrante de la más mínima desgracia. Los desastres sólo osan acercarse a umbrales extraños que, con torpeza infinita, acaban por permitirles desesperanzados una entrada que ya evoca triunfo. Yo era demasiado firme como para dejarme manejar por las circunstancias –olvidé a Ortega, craso error-; era demasiado inteligente como para verme vencido por un alterego. Y ahora, eternamente muerto, un rencor imbécil ante la filosofía de quien no conocí jamás nace a partir de una duda: ¿cómo se atrevió Sartre a escribir que éramos libres del todo? ¿Responsables del todo? ¿Tal vez libertad para morir? Alguien me ha robado mi libertad para morir matándome libremente. Y de nada me sirve pensar que fueron siete esclavos de una misma y solitaria idea. Una idea que no otorgaba convencimiento para una mundana victoria. Porque tenían miedo, qué extraño. Su absurda seguridad sólo les invitó a rodearme después de verme tumbado en el suelo, sorprendido por un primerizo ataque a traición. Nadie en su sano juicio tiene miedo a su propia idea, esto sólo puede ser característica compartida por animales poco racionales y de genio enfermizo. Nos atrevemos a temer, de manera exclusiva y excluyente, las consecuencias directas e indirectas de nuestras ideas. De este modo, nos sentimos tan libres de culpa y de facto que ya estamos potencialmente capacitados para la hora de acometer la innoble causa de perpetrar el más brutal de los asesinatos. Lo único importante es que nadie pueda percatarse de la hazaña porque, por supuesto, mis siete antagonistas estaban unánimemente convencidos del merecido cumplimiento de mi condena. Más aun tras cada golpe salvaje. He sido convertido en involuntario paradigma de la injusta realidad del chivo expiatorio. Girard aplaudiría escandalizado ante tan violenta piedra de tropiezo. Todo el mundo tiene sus motivos.

Continuará…

Licencia Creative Commons 12 de octubre por Rafa Poverello se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.

«Come Back, Africa» (1959)

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Lionel Rogosin

     Difícil se me hace comenzar a hablar de «Come Back, Africa». La película, podríamos decir pseudodocumental, de Rogosin gana enteros según pasan las horas y los días desde su visionado hasta llegar a un punto en el que he de considerarla todo un hito en la historia del séptimo arte: se me antoja que este filme, aparte de sus otras beldades, podría considerarse el inicio del cine de autor independiente al que con escasa falta de rigor se acogen en la actualidad directores de la talla de Lynch, Tarantino o Cronenberg. ¿Por qué?

     «Come Back, Africa» es la historia de un peligro real, de un sobrehumano esfuerzo en pos de la denuncia social y política de una realidad condenada a pasar desapercibida. Tan simple como que la película fue rodada íntegra y clandestinamente en Sudáfrica, vendiéndola como un filme cómico sobre música étnica, en plena ebullición del Apertheid y donde los afrikáneres quedan bastante mal, rozando el más absoluto de los ridículos gracias al estilo popular y sardónico -puede que para algunos excesivamente cargado de clichés, aunque no olvidemos que estos en ocasiones pueden ser de lo más objetivo- que Rogosin emplea en las contadas escenas donde los descendientes holandeses son sus absurdos protagonistas.


     Pero no es esta novedosa indignidad y reclama, a la que su unieron grandes personalidades de la cultura y de las artes sudafricanas como Miriam Makeba (que demuestra sobradamente el don otorgado a su voz en una emotiva escena), lo más atractivo del filme de Rogosin es el rigor y naturalidad con los que muestra la situación en la que malvivía la mayoría negra, que en un magnífico toque de objetividad tampoco sale siempre bien parada, aunque posiblemente sea así en virtud de la lacra social con la que se le ha marcado. Con un formato y estilo extraído del más puro neorrealismo europeo y que en nada tiene que envidiar a algunos de los míticos filmes de De Sica como «El limpiabotas» o «Umberto D», el director norteamericano nos mete de lleno en medio de los guetos creados en la barriada de Sophiatown, a las afueras de Johannesburgo, donde nos recuerda una y otra vez lo que de manera radical y dolorosa nos regaló Buñuel en «Los olvidados», película con la que también comparte mucho esta de Rogosin, y que es dogma en el movimiento cinematográfico iniciado en Italia: para los pobres no hay esperanza, sólo existe desaliento. El desgarrador contraste entre la demolición, cascotes y ruinas entre las que encontramos a la población nativa y los altos y abigarrados edificios de la ciudad de Johannesburgo es devastador y hace recordar dos filmes de otro de los magnos directores italianos de finales de la década de los 40, Roberto Rossellini: «Alemania, año cero», y especialmente la desolación que rodea a los protagonistas en «Roma, ciudad abierta». 

     Sin duda un boom nada comercial y absolutamente tan olvidado como El Jaibo, protagonista del filme de Buñuel. Una pena, tanta, que lo peor es sin duda la dificultad para el común de los mortales de poder acceder a su visionado. Mi mayor suerte tiene nombre: Festival de Cine Africano de Córdoba.

         [youtube https://www.youtube.com/watch?v=Buod66bq0cg]

«El Havre» (2011)

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     Tiempos de crisis, angustias vitales, desencantos, dolores de muelas… En medio del fango, como ya lo hicieran Nakache y Toledano en la vibrante «Intocable», aparece Kaurismäki -con más garbo y calidad- y todo se vuelve menos denso y espeso, más humano y fácil de exprimir. Recuerdo el Hollywood de la guerra, la necesidad de héroes cercanos, útiles y creíbles como el John Doe de Capra, y asimilo en ese estado a Marcel Marx.

Se me ocurre pensar que el director finés pudiera haber escogido otro modo menos agradable, pero alejo la idea y decido reconocer que prefiero esa denuncia firme, aunque soterrada, hecha a base de amor, decencia y esfuerzo personal. Y también me alegro de que parta del neorrealismo (¡qué bello homenaje en algunos momentos al limpiabotas de De Sica!) y su pausada y contenida emoción, pero no termine como suele terminar él.


     Leo de «Le Havre» que rinde pleitesía en parte a Bresson. No lo veo tanto, pues los actores de «Le Havre»… sienten, respiran y se percibe con una claridad pasmosa, mientras que Bresson presumía de convertir en monotonía inexpresiva a cada miembro del reparto hasta conseguir que la más visceral escena fuera interpretada como quien está delante de un estanque lanzando piedras al agua (y no es en absoluto una critica, más bien al contrario).

     Agradezco la decisión de Kaurismäki, como la mía de no autoflagelarme más de lo imprescindible y gozar con preciosas joyas de sencillas pretensiones y que te hacen recordar que el mundo está lleno de bellas y admirables personas.

 

Las huellas de los gansos

Egyptian Goose Goslings by PaulaDarwinkel

Alegremente dispersas y en antojada aleatoriedad cuelgan las fotos -convenientemente plastificadas- de los muros grises de la clase. Las instantáneas muestran niños durmiendo en la calle ateridos de frío, algún plano aéreo de centros de internamiento para inmigrantes, complejos residenciales de lujo, poblados chabolistas, aulas casi vacías o repletas en virtud de la zona geográfica del globo, alambradas fronterizas en Ceuta… Trazo una línea vertical en mitad de la pizarra y escribo la palabra INCLUSIÓN en la parte de la izquierda y EXCLUSIÓN en la de la derecha. Me giro y tras arduos esfuerzos para retomar el silencio comunico la consigna necesaria para realizar de manera correcta la dinámica. Los alumnos se levantan con perentoria agilidad de sus pupitres y comienzan a deambular por la sala, entre risas y empujones, observando las imágenes para escoger aquella que les llame más la atención y pegarla después en la parte de la pizarra que consideren adecuada según represente una situación en la que se dé o no un incumplimiento de los derechos humanos.

El curso es un primero de PCPI, esos planes especiales que presuponen una ayuda consistente para aquellos chavales que no han logrado terminar secundaria por motivos poco halagüeños, pero que en buena parte de los casos acaban provocando aquellas mismas situaciones de exclusión que pretenden evitar: guetos educativos para pobres o infames sin posibilidad de mejora. Lo peor es que los propios alumnos se colgaron a sí mismos el sanbenito.

Paseo por la clase con ellos, comentamos, preguntan, se interrogan, intercambiamos leves impresiones. Con curiosa delicadeza y expresiones algo difusas van despegando las fotos del muro y colocándolas desordenadamente sobre el encerado. Adrián, un chico rumano de dieciséis años, pone una atención desmesurada al contemplar las imágenes y transforma rabicundo el gesto como sin descubrir muy bien en qué zona de la pizarra debería estar situada aquella realidad que observa. Finalmente parece decidirse y descuelga una de las fotos dispuestas en la pared del fondo del aula. Se acerca con una sonrisa radical en los labios, de haber superado cualquier disyuntiva, y me muestra orgulloso la instantánea.
     – Esto es respeto de derechos humanos, ¿verdad? -pregunta como golpeando las sílabas, con un acento marcado y suave a ritmo de corcheas.
La fotografía que me pone delante de los ojos es la imagen de unas casitas portátiles, odiosamente construidas. Interpreto que son favelas, tal vez Río de Janeiro. Sus colores ocres y azulones parecen querer revertir en absurda dicha la pobreza que los rodea por los cuatro márgenes.
Observo el gesto reposado e incluso tierno de Adrián. Está tan convencido de su verdad como yo de que su explicación va a desnudar mi intelecto de ideas preconcebidas.
– Piensas que aquí se cumplen los derechos humanos, ¿te importa explicarme por qué?
– Claro, esto es una casa para la gente que no tiene donde vivir. Un sitio donde estar con su familia.

A estas alturas huelga decir que Adrián emigró a España hace apenas un año con sus padres y hermanos. Varios meses de domicilio en la calle o en un descampado, con chapas de metal por techo y decenas de envases de tetrabrick apelmazados sobre paredes de ceniza, dan un sentido algo menos excelso sobre la realidad. Ahora arrastran sus huesos en uno de tantos asentamientos de las afueras, sin agua, electricidad ni perro que les ladre, y ya puedo yo venderle flautas divagando sobre lo que es una vivienda digna y demás sermones que exportamos los que estamos convencidos de cosas que sólo hemos experimentado en la vida de otros, que no me las va a comprar. Le doy una palmada en la espalda al chaval, tras las susodichas digresiones solidarias y estúpidamente disruptivas, y opto por meterme la lengua entre los dos cachetes de forma más que definitiva.
– Anda, ponla en la pizarra -le suelto vencido de análisis.
Se atreve entonces a preguntarme -como si yo fuera Dios o algún ser que se cree infalible tipo el Santo Padre de Roma- “pero, ¿dónde?”. “Coño, dónde, me dice”, pienso yo sin hacer saltar la liebre.
– Pues en inclusión, dónde va a ser si no, y ya lo explicas.
Adrián sin ese mínimo reparo típico en seres maduros e insignificantes coloca su fotito en el pizarra.  La observa calmado, con infantil curiosidad al lado de esa otra con espigados apartamentos chic como pensando que el que ha tenido la feliz ocurrencia de plantarlos en el lado izquierdo sí que la ha cagado de gordo.
Tras ver la imagen reposar indiscreta en la pizarra los compañeros del chico rumano comienzan a reírse con la indecencia inconsciente que otorga la espontaneidad. “Maehtro, s’ha equivocao”; “jajajajaja”. No me urge rebatir ni airear ninguna defensa; Adrián se explica y parece comprender la inconsistente torpeza del resto de alumnos. Por mi parte redescubro que la realidad es una mentira infinita y repleta de argucias, que la verdad no existe más allá de la percepción de los ojos de quien mira y que en base a dolorosos criterios en muchas ocasiones “los hombres confunden las huellas estrelladas que dejan en el cieno blanco las patas de los gansos con las constelaciones del firmamento.*”

*Victor Hugo, “Los miserables”.