12 de octubre (II)

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No es tan fácil perder la conciencia. Acaso cuando el dolor se torna tan profundo como una mirada perdida y se apodera de cada brizna de carne desgajada, de cada célula de tu piel, sucede el proverbial milagro de dejar de sentirlo, o de sentirlo tanto que apenas logras apreciarlo.

El dolor también me une al resto de la humanidad, incluso a mis fríos y duros secuestradores de vida. En este mismo instante, un número incalculable de habitantes del planeta comparten conmigo sin ningún tipo de gozo el dudoso privilegio de la experiencia común e imprescindible del sufrimiento humano. Todos sufrimos porque todos tenemos apegos, y a mí, particularmente, ya se me ha hecho demasiado tarde para alcanzar el Nirvana terreno y darle sentido al sin-sentido. Me conformaré con la ingrávida felicidad de descansar junto al Misterio. Al fin y al cabo, el único apego que me restaba acaban de arrancármelo a patadas. Mis asesinos, si algún extraño día, de esos en los que estamos por arbitrario gusto más dispuestos y sinceros a la hora de reconocer nuestras inmundicias, cae en vuestras manos ociosas el libro de Hemingway “¿Por quién doblan las campanas?”, abridlo, y mientras evocáis mi difusa imagen, leed con displicencia la cita de Donne que le sirve de fundamental inicio: La muerte de cada ser humano me empequeñece a mí mismo, porque yo formo parte de la humanidad. En mi funeral, las campanas, muy a vuestro pesar, también doblarán por vosotros.

Tanto en común llega a revolverme las tripas, como el inoportuno hecho de confesar mi firme creencia en la incomprensible misericordia de Dios Abbá. Libre pues por la gratuidad del amor y no según la ley, no me es lícito sin más culpar a quienes apretaron el gatillo –mi propio chivo expiatorio-, porque fue la sociedad mundializada al gusto occidental quien, en su vergonzosa omnipotencia, cargó el arma de indiferencia, de miedo, de rabia… de inusitada necesidad de desprecio. Ellos ejecutaron la orden, pero mi delito y mi culpa fueron socialmente condenados mucho antes de haberse llevado a efecto. Mi propio nacimiento, dentro de unos cánones y unos parámetros que no pueden compararse bajo ningún concepto con la pureza desmedida de un sonrosado rostro, ya encendió en un día lejano la mecha que hoy me ha hecho arder. Lo máximo a lo que podríamos aspirar es a ser sujetos de lástima. O de caridad mal entendida, esa que siempre nos mantiene impuros e intocables, como a un dalit en la India. Tal vez por eso, curiosamente, mis atacantes fueron siete. Siete. Para la kábala judía un claro signo de perfecta totalidad. Todos me matasteis.

Débilmente pienso. Deberían haber sido seis. Sí, seis, para ser fiel reflejo del número que jamás llegará a simbolizar lo perfecto. Por mucho que intentemos sumarle un uno. Seis. El número tres veces repetido del Anticristo, como la obra del malinterpretado Nietzsche, porque en él se inspiran, aunque sea a costa de sesgarlo a retazos en sus últimos y más que confusos tiempos.

Otro golpe. Esta vez directo al empecinado corazón que se negaba a resentirse. “Sudaca de mierda, a ver que cojones puedes robarnos ahora”.

Tienen razón en lo de la mierda. Así me sentía, como una auténtica piltrafa humana, como el más despreciable de los despojos… Creo que hasta llegué a cagarme de miedo en los pantalones. Y en este minuto ingrato, largo e intenso como mi fatal espera, se le antojó a mi despiadada mente volver a recordar aquella bienaventurada enseñanza, vital para la maduración del espíritu, pero inoportuna e inadecuada por su escaso efecto tranquilizador cuando se la suponía tan necesaria. Era el momento propicio para no cumplir ni a regañadientes la perfecta alegría del Poverello de Asís. Aceptar con paz la humillación. Para intentar siquiera el asalto a tan digna empresa hubiera sido condición sine qua non haber pretendido al menos ser humilde cada segundo de mi mediocre vida. ¿Qué podía hacer ahora con un miserable minuto? ¿Partirme de la risa? Ya me partían ellos con las suyas.

Falta de rigor. Social e histórico. Por eso tranquilamente insultan al tiempo con su absurda locuacidad. Pero la ignorancia no exime de la estupidez. Inventarse la mota en el ojo ajeno va más allá de todo recurso rastrero para ocultar la viga del propio. Me llamaron ladrón con un dogmático pragmatismo. Por trabajar en el mantenimiento de un país que robó todos los recursos del mío. Curioso, para ser íntegros y razonables llamadme a lo sumo incoherente. Ese olvidado adjetivo con el que todos comulgamos indefectiblemente sí me lo merezco. Como Judas. Y recuerdo con resignada emoción las sabias palabras del cacique Guaicaipuro Cuatemoc a los Jefes de Estado de la Unión Europea. En el siglo XVI, provenientes de la indiscriminada expoliación del continente americano, del cual yo soy hijo legítimo, llegaron a España 185 mil kilos de oro y 16 millones de kilos de plata. Consideradlo un primer préstamo de buena voluntad. Cuatemoc, lejos de exigencias imposibles de cumplir, se conformó con solicitar la devolución de la deuda a un fraterno 10% de interés acumulado durante más de 300 años –200 de gracia-, lo cual supondría la nada despreciable suma de 185 mil kilos de oro más 16 millones de kilos de plata elevados a 300. Yo, en mi ajado desconsuelo, sólo os pido a cambio una minucia: devolvedme la vida de inmediato.

    Continuará…

12 de octubre (I)

Durante las semanas del mes de octubre, en falso homenaje a esa fiesta hispana en la que muchos no entendemos qué hay que celebrar, compartiré un relato (en tres partes). Y que no se os olvide, niños y niñas, Colón no descubrió América, ya estaba allí antes de que llegara.

11 de Octubre ULTIMO DIA DE LIBERTAD DE LOS PUEBLOS by Demonh86

11 de Octubre ULTIMO DIA DE LIBERTAD DE LOS PUEBLOS by Demonh86

12 de Octubre. En una noche de obscuro tono gris aciago. Al menos para mí.

Acabo de morir. Hace apenas unos minutos aún podía percibir mi viscosa sangre, evidentemente roja, desplazarse plácida desde la base del cráneo y recorrer la comisura de mis labios para desmarcarse, gota tras gota, por la barbilla hasta unirse sin ningún resentimiento con el arenoso suelo del parque.

Dicen que cuando mueres ves aparecer ante tus nuevos ojos etéreos un profundo túnel de luminoso fin. Y en medio de esa áurea luz surge entonces, espontánea, la poderosa presencia física de aquél a quien uno psíquicamente espera: el iluminado Siddartha Gotama, el profeta de la Meca, cualquier at-man, el Mesías deseado, o quizá, en la más absoluta sencillez, encontremos a la entrada de esa sempiterna puerta a la propia familia si, por humana causalidad, pasó nuestra vida sumergida en un denodado agnosticismo.

Yo vi a Jesús. Cruel capricho de tener algo más en común, además del color de la sangre, con los siete samurais que decidieron acabar, a fuerza de alevosía, golpe y risotada, primero con mi hábito innato de tomar aliento y respirar, y en segundo término, más doloroso, con mi otrora animoso orgullo. A pesar de mi embotada, magullada y entumecida mente pude oírles gritar con radical complacencia que la Biblia sacralizaba su conducta. Génesis. Sin embargo, en mi personal túnel de ultravida, resonaron espléndidas, como soberana antítesis factual, las palabras del maestro de Galilea: “Apartaos de mí, malditos de mi Padre, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles, porque fui extranjero y no me recibisteis”. Casi al mismo tiempo, dirigido a mí, me pareció escuchar de dulce voz el reclamado imperativo categórico: “Ven”. Síntesis. No podía ocurrir de otra manera. Un Mesías hebreo, encarnado en medio de un pueblo esclavizado por manos ajenas y esclavizante para las propias, suscribe la divina comprensión para todo humano sometido. Para mi humanidad sometida, golpeada, ultrajada.

Triste y fútil consuelo en mi último hálito.

Lo peor fue el primer golpe. Inesperado y seco como un mal augurio que pasa a ser inexorable noticia. Noticia de muerte. Nuestro involucionado pensamiento dificultosamente cree que puede ser la propia vida objeto flagrante de la más mínima desgracia. Los desastres sólo osan acercarse a umbrales extraños que, con torpeza infinita, acaban por permitirles desesperanzados una entrada que ya evoca triunfo. Yo era demasiado firme como para dejarme manejar por las circunstancias –olvidé a Ortega, craso error-; era demasiado inteligente como para verme vencido por un alterego. Y ahora, eternamente muerto, un rencor imbécil ante la filosofía de quien no conocí jamás nace a partir de una duda: ¿cómo se atrevió Sartre a escribir que éramos libres del todo? ¿Responsables del todo? ¿Tal vez libertad para morir? Alguien me ha robado mi libertad para morir matándome libremente. Y de nada me sirve pensar que fueron siete esclavos de una misma y solitaria idea. Una idea que no otorgaba convencimiento para una mundana victoria. Porque tenían miedo, qué extraño. Su absurda seguridad sólo les invitó a rodearme después de verme tumbado en el suelo, sorprendido por un primerizo ataque a traición. Nadie en su sano juicio tiene miedo a su propia idea, esto sólo puede ser característica compartida por animales poco racionales y de genio enfermizo. Nos atrevemos a temer, de manera exclusiva y excluyente, las consecuencias directas e indirectas de nuestras ideas. De este modo, nos sentimos tan libres de culpa y de facto que ya estamos potencialmente capacitados para la hora de acometer la innoble causa de perpetrar el más brutal de los asesinatos. Lo único importante es que nadie pueda percatarse de la hazaña porque, por supuesto, mis siete antagonistas estaban unánimemente convencidos del merecido cumplimiento de mi condena. Más aun tras cada golpe salvaje. He sido convertido en involuntario paradigma de la injusta realidad del chivo expiatorio. Girard aplaudiría escandalizado ante tan violenta piedra de tropiezo. Todo el mundo tiene sus motivos.

Continuará…

Licencia Creative Commons 12 de octubre por Rafa Poverello se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.

«Come Back, Africa» (1959)

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Lionel Rogosin

     Difícil se me hace comenzar a hablar de «Come Back, Africa». La película, podríamos decir pseudodocumental, de Rogosin gana enteros según pasan las horas y los días desde su visionado hasta llegar a un punto en el que he de considerarla todo un hito en la historia del séptimo arte: se me antoja que este filme, aparte de sus otras beldades, podría considerarse el inicio del cine de autor independiente al que con escasa falta de rigor se acogen en la actualidad directores de la talla de Lynch, Tarantino o Cronenberg. ¿Por qué?

     «Come Back, Africa» es la historia de un peligro real, de un sobrehumano esfuerzo en pos de la denuncia social y política de una realidad condenada a pasar desapercibida. Tan simple como que la película fue rodada íntegra y clandestinamente en Sudáfrica, vendiéndola como un filme cómico sobre música étnica, en plena ebullición del Apertheid y donde los afrikáneres quedan bastante mal, rozando el más absoluto de los ridículos gracias al estilo popular y sardónico -puede que para algunos excesivamente cargado de clichés, aunque no olvidemos que estos en ocasiones pueden ser de lo más objetivo- que Rogosin emplea en las contadas escenas donde los descendientes holandeses son sus absurdos protagonistas.


     Pero no es esta novedosa indignidad y reclama, a la que su unieron grandes personalidades de la cultura y de las artes sudafricanas como Miriam Makeba (que demuestra sobradamente el don otorgado a su voz en una emotiva escena), lo más atractivo del filme de Rogosin es el rigor y naturalidad con los que muestra la situación en la que malvivía la mayoría negra, que en un magnífico toque de objetividad tampoco sale siempre bien parada, aunque posiblemente sea así en virtud de la lacra social con la que se le ha marcado. Con un formato y estilo extraído del más puro neorrealismo europeo y que en nada tiene que envidiar a algunos de los míticos filmes de De Sica como «El limpiabotas» o «Umberto D», el director norteamericano nos mete de lleno en medio de los guetos creados en la barriada de Sophiatown, a las afueras de Johannesburgo, donde nos recuerda una y otra vez lo que de manera radical y dolorosa nos regaló Buñuel en «Los olvidados», película con la que también comparte mucho esta de Rogosin, y que es dogma en el movimiento cinematográfico iniciado en Italia: para los pobres no hay esperanza, sólo existe desaliento. El desgarrador contraste entre la demolición, cascotes y ruinas entre las que encontramos a la población nativa y los altos y abigarrados edificios de la ciudad de Johannesburgo es devastador y hace recordar dos filmes de otro de los magnos directores italianos de finales de la década de los 40, Roberto Rossellini: «Alemania, año cero», y especialmente la desolación que rodea a los protagonistas en «Roma, ciudad abierta». 

     Sin duda un boom nada comercial y absolutamente tan olvidado como El Jaibo, protagonista del filme de Buñuel. Una pena, tanta, que lo peor es sin duda la dificultad para el común de los mortales de poder acceder a su visionado. Mi mayor suerte tiene nombre: Festival de Cine Africano de Córdoba.

         [youtube https://www.youtube.com/watch?v=Buod66bq0cg]

«El Havre» (2011)

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     Tiempos de crisis, angustias vitales, desencantos, dolores de muelas… En medio del fango, como ya lo hicieran Nakache y Toledano en la vibrante «Intocable», aparece Kaurismäki -con más garbo y calidad- y todo se vuelve menos denso y espeso, más humano y fácil de exprimir. Recuerdo el Hollywood de la guerra, la necesidad de héroes cercanos, útiles y creíbles como el John Doe de Capra, y asimilo en ese estado a Marcel Marx.

Se me ocurre pensar que el director finés pudiera haber escogido otro modo menos agradable, pero alejo la idea y decido reconocer que prefiero esa denuncia firme, aunque soterrada, hecha a base de amor, decencia y esfuerzo personal. Y también me alegro de que parta del neorrealismo (¡qué bello homenaje en algunos momentos al limpiabotas de De Sica!) y su pausada y contenida emoción, pero no termine como suele terminar él.


     Leo de «Le Havre» que rinde pleitesía en parte a Bresson. No lo veo tanto, pues los actores de «Le Havre»… sienten, respiran y se percibe con una claridad pasmosa, mientras que Bresson presumía de convertir en monotonía inexpresiva a cada miembro del reparto hasta conseguir que la más visceral escena fuera interpretada como quien está delante de un estanque lanzando piedras al agua (y no es en absoluto una critica, más bien al contrario).

     Agradezco la decisión de Kaurismäki, como la mía de no autoflagelarme más de lo imprescindible y gozar con preciosas joyas de sencillas pretensiones y que te hacen recordar que el mundo está lleno de bellas y admirables personas.