«Matar a un ruiseñor» (1960)

Atticus Finch - The Great Levelers by KV-Arts

Atticus Finch – The Great Levelers by KV-Arts

Hay sucesos extraordinariamente notables en la vida y que tal vez sólo puedan ser entendibles porque algún dios o espíritu benévolo los ha insuflado con su aliento. Es el caso de la dama sureña huidiza de la notoriedad Nelle Harper Lee y su única obra literaria, «Matar a un ruiseñor», que recibiera el Premio Pulitzer en 1961.

Podemos poner las pegas que queramos, decir de manera reiterada y casi obtusa que apenas hay ensayos literarios ni crítica especializada que estudien en profundidad la novela… quizá porque es en extremo simple. Vale, pero «Matar a un ruiseñor» -probablemente porque parte de un deseo de compartir una experiencia, de una necesidad vital inextricable- es una lectura de un profundo calado social y de una ternura insondable. No hay duda de que también sea lo que la autora pretende, con una historia de marcado componente autobiográfico, en la cual la narradora principal, Scout, una niña de seis años que aún sin comprender del todo las cosas de los adultos, muestra un respeto y una admiración por su padre, el abogado Atticus Finch, tan contagiosos que no es fácil encontrar en la literatura un personaje tan honesto y coherente por encima de cualquier eventualidad.

Hablar de los valores humanos de la novela, de su oposición frontal al racismo y a los prejuicios a partir de la condena predispuesta sin derecho a réplica al negro Tom Robinson, y de la rectitud moral de Atticus a pesar de las consecuencias personales y familiares que conlleva la defensa de Tom en los tribunales, es fácil y obvio, pero no ha de perderse de óptica el trasfondo educativo y la importancia de los referentes para lograr contemplar la vida y las relaciones desde otra perspectiva. Por todo ello no son baladíes los primeros capítulos donde Harper Lee, aún a riesgo de ralentizar la lectura, disecciona el ambiente, las características de las gentes y la relación entre determinados estratos sociales en la población ficticia de Maycomb, en Alabama.

Al contrario que su amigo de infancia Truman Capote, del que se distanciara por su actitudes cuanto menos de dudoso compromiso ético tras colaborar con él en la elaboración de la novela «A sangre fría», Harper Lee (curiosamente descendiente del general Robert Lee, quien encabezara al ejército confederado durante la Guerra Civil) huyó de la fama, y tras sentirse tal vez satisfecha con su responsabilidad literaria, siguió en el ostracismo, negándose a hacer entrevistas y a aparecer en público, a pesar del éxito de su novela, que Robert Mulligan llevara a la gran pantalla de forma magistral en 1962 legándonos la interpretación contenida, sobria e inolvidable de Gregory Peck como Atticus. Con él os dejo.

https://www.youtube.com/watch?v=epDzwYiZiwA

Pauperofobia

A las PERSONAS subsaharianas que desean vivir en dignidad
Pauperofobia, por Rafa Poverello

Pauperofobia, por Rafa Poverello

Parafraseando a nuestro taimado Ministro de Interior Fernández Díaz criticar a la casta Europa de xenófoba es, no solamente injusto, sino inmoral. Que se lo digan a los aficionados al fútbol, que sólo imitan al mono desde las gradas cuando tocan el balón los negros del club contrario de turno, pero no los del suyo, y, como es natural y en un excelente ejercicio de autoprotección, exclusivamente cuando se juega en casa.

Todos lo sabemos, el mundo lo sabe: es que hay negratas y personas de color, aunque el color ese sea también bruno como las ciruelas. ¿O es que alguien se imagina a la guardia civil o a un grupo de skins lanzando pelotas de goma o mandobles con bates de béisbol a Seydou Keita cuando salta al césped del Mestalla o a Mahamadou Diarra cuando hace lo propio en el estadio Spyros Louis del Panathinaikos griego? Y malíes son ambos, como buena parte de los doscientos subsaharianos que intentaron saltar la valla de la frontera de Ceuta hace unas semanas. Es cierto que parezco obviar una cuestión fundamental so pena de parecer demagógicos algunos de mis argumentos , y es que los futbolistas a los que hacíamos referencia tienen sus papeles en regla. Pero, ¿por qué los tienen en regla? Curiosamente existe una excepción a la hora de otorgar el permiso de residencia a un extranjero que no haya nacido en la Unión Europea. Voalá, esa excepción se llama contrato de un club, que directamente y sin más parafernalias, concede como por encanto tal autorización negada al resto de compatriotas. Pero aún es mejor, tras el polémico caso Bosman que sentó jurisprudencia respecto al número de jugadores extracomunitarios que podían militar en un club europeo, en el año 2000 llegó el Acuerdo de Cotonou, firmado por la Unión Europea y setenta y ocho países de África, Caribe y Pacífico, y que provocó que jugadores de estas regiones no fueran contabilizados como extracomunitarios. Así, de nuevo por arte de birlibirloque, el nombrado exjugador del Real Madrid Diarra nunca ocupó una plaza de extranjero. Aunque pareciera difícil que la cosa pudiera ponerse aún más al servicio de la pérfida Europa, existen los triples saltos mortales que allanan el camino a cáusticos intereses: ¿qué es lo más rápido? Lograr el pasaporte a través de una carta de naturaleza, concedida gracias a un real decreto. Si bien, obviamente, esta vía es prácticamente inalcanzable para un trabajador normal, es una alternativa abierta a altos directivos de grandes compañías o a deportistas de élite, gracias a su prestigio o a la influencia de las federaciones a las que pertenecen. Ése fue el caso, por ejemplo, del jugador de baloncesto congoleño Serge Ibaka. Por supuesto, huelga decir que al resto de negratas subsaharianos les está impedida la entrada incluso contando con permiso de trabajo.
     A riesgo de ser considerado un cruel Cicerón partidario del efecto llamada, no puedo caer en la abstrusa argumentación del beneficio económico que estos grandes atletas suponen para este nuestro gran país y que todo ello facilita la aplicación de leyes especiales que los hagan distintos del resto de mortales en similar situación, como si habláramos de manera esta vez sí demagógica de discriminación positiva. Como bien sabemos, los clubes de fútbol no sólo están dirigidos por seres particulares, la mayor parte de ellos empresarios, sino que además han recibido ayuda estatal para diferir el pago de impuestos y se les ha perdonado, al menos por el momento, una deuda con la Hacienda Pública que asciende a 3.600 millones de euros. No entiendo muy bien en qué beneficia esto a la ciudadanía, a decir verdad. Antes al contrario, razono para mis afueras que más perjudicial resulta el fichaje de un jugador por 14 millones de euros -lo que costó en su día el traspaso de Keita del Sevilla C.F. al Barça de Guardiola, y con cuyo sueldo, todo sea dicho en especial mención para quienes opinan que estos salteadores de caminos nos quitan el curro, se podría haber contratado a mogollón de futbolistas autóctonos-, que permitir el acceso a 200 o 2.000 subsaharianos que lo único que piden, también por el momento, es un plato de comida.

En fin, que es inmoral y notoriamente injusto, catalogar a los estados de la Unión Europea de racistas, faltaría más. La pérfida Europa padece de pauperofobia, de miedo al pobre, al negrata, porque Eto’o, sin ir más lejos, siempre tendrá un lugar de privilegio en nuestros corazones blancos e impolutos.

Licencia Creative Commons Pauperofobia por Rafa Poverello se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

«Maus» (1980-1991)

Art Spiegelman (2007)

Art Spiegelman (2007)

Dejándome vencer por el éxtasis (y no me refiero a la droga de diseño, aunque bien podría ser debido a los efectos que en mí produce su lectura) rescato para los amantes de la buena literatura, porque eso son los buenos cómics, «Maus», una obra imprescindible e imperecedera y un cambio radical en lo que significó la animación para adultos a principios de los 80. Sin ninguna duda el mejor cómic contemporáneo que he tenido la suerte de leer (y no me olvido de otras buenas muestras de género como son «The Sandman», «Watchmen» o «From Hell»).

El historietista  estadounidense de origen sueco Art Spiegelman, proveniente del mundo underground y cuyos padres, unos judíos polacos, sobrevivieron al exterminio judío sucedido en el campo de Auschwitz, nos regala un golpe de realidad con una novela gráfica autobiográfica, dividida en dos partes que actualmente se publican en un solo tomo y basada en las ingratas experiencias narradas por su progenitor, protagonista absoluto de la obra.

Más allá del apartado gráfico, cuyo dibujo y estilo naif sirven de manera magistral a la narración y le confiere un maravilloso contrapunto, con unos medidos juegos de sombras de carácter expresionista y una exquisita estructura narrativa, Spiegelman demuestra un gran sentido del ritmo gráfico y para el diseño de viñetas otorgando a la historia de una durísima sensibilidad y de una metódica cohesión entre dibujo y guión. De igual modo no se puede obviar la certera decisión del autor de utilizar grupos de animales como símbolo de lo que es evidente, antes y en otras latitudes sigue siendo ahora (judíos-ratones/nazis-gatos) y que ha sido repetido con posterioridad hasta la saciedad.

«Maus» supuso un antes y un después en la novela gráfica para adultos y en la forma de enfocar el diseño y el uso del dibujo y su influencia en el cómic posterior y en escenas y estructura de determinados filmes sobre el holocausto como «La lista de Schindler» son más que evidentes. Una obra casi perfecta, que trata con finísimo enfoque y ausencia de demagogia un tema demasiado trillado para la generación presente, pero que muestra con sequedad indignante (muy al estilo de lo que lograra hacer con anterioridad y terrible normalidad Levi en su novela «Si esto es un hombre») lo que nunca debiera haber pasado y que no ha impedido sucesivos holocaustos.

Por si no queda claro: un magnífico regalo para estas fechas.

Viñeta de Maus

Viñeta de Maus

12 de octubre (III)

 Racism by Eibography

Racism by Eibography

Irreal eterno retorno.

Luego se presentó como ese vulgar ladrón el certero golpe que me fracturó varias costillas. Alguna, ingrata, se vio obligada a incrustarse en un pulmón y al tiempo que saqueaba mi ilusionada respiración la confió a intermitentes latidos de ritmo inconstante.

Es cierto que en el momento invertebrado de la muerte, los hechos y deshechos de nuestra cotidiana vida aparecen fantasmagóricamente ante los ojos como un abisal flash fotográfico. No es un deseo consciente, ni una pretensión que sirva de excusa perfecta para dar sentido a medio siglo de esperanzas y despropósitos. Ojalá fuera así, porque a mí, ese microsegundo de imágenes atropelladas, únicamente me ha servido para reconocer sin dudar lo execrable de la muerte de la que me han hecho víctima, que no mártir. Y comencé a caer en la tentación de pensar, lo cual, en instantes extremos como el mío, siempre lleva a retorcidas preguntas de dudosa respuesta: ¿Qué es lo que odian de mi raza? E injustamente, como si fuera un niño al que le roban su más egoísta posesión, me acosó una horrible presunción. Yo no soy como otros, tengo un pasado de relativo glamour dentro de lo que podría suponerse. Me doctoré en Filosofía y he pasado los últimos 15 años de mi poco tediosa vida impartiendo clases en la Universidad a jóvenes blancos y occidentales. ¿Habría sido salvado de la hoguera por parte de mis jueces y verdugos si hubieran conocido este simple y hasta ridículo dato curricular? Touché. El único reconocimiento académico del que me he hecho merecido candidato y que ni el propio Freüd, en sus peores años se atrevería a regalarme tras mi ridícula disertación, es el doctorado honoris causa en infantilismo crónico. Póstumo. A mi tribunal popular no le importa la cultura, además es probable que osen reducirla al inane concepto no-globalizado de patria, que suele ser el último refugio de los canallas que apuntó el Dr. Johnson. ¿Qué odian de mi raza? No odian nada de mi raza. ¡Odian mi raza! Por ser más o menos inteligente que la suya, más o menos abierta que la suya, más o menos rica que la suya… En definitiva, por el mero hecho de ser diferente a la suya. Necios, sólo hay una raza en nosotros, la humana, el resto son etnias. Mis inquisidores, hijos de Caín, ¿habéis oído nombrar a Adán y a Eva? También Génesis. Ellos no fueron blancos, aunque sí humanos, y afortunadamente nadie los mató.

12 de octubre. Conquistadores de muerte, me habéis hecho descubrir un Nuevo Mundo. De querubines y de ánimas. Una vez más por medio del escarnio. Pero ahora, ni yo ni nadie, os confunde con dioses hipomorfos caídos de un cielo que acierto a descubrir más profano y abrasador que el mismo Hades. Y casi divinos, o aún de mayor valor, han sido los metales preciosos que hoy os habéis abrogado el derecho de usurpar: mis años dorados y la plata de unas bodas que ya no podré cumplir el próximo invierno. Físicamente al menos, porque pudiera suceder, conforme a la nefasta hipótesis formulada por Murphy, que esta misma noche de obscuro tono gris aciago, mientras pasee por el dantesco Paraíso del éter con un fundado desasosiego, descubra con probable y temido horror las numinosas figuras de mi mujer y de mi hija, los últimos seres que, entre sollozos secos, buscó mi cómplice mirada y logró ver aún vivos en la penumbra del parque antes del inesperado empujón definitivo que me llevó al desconocido camino del vacío y de la fe.
Empíricamente contrastado: cuando las cosas no pueden ir a peor, irán.

Pero en fin, mis criminales de cruz gamada no tuvieron ni tendrán la suerte infinita que esperaban. En este incólume lugar al que optaron enviarme, tan lejos de cualquier categoría, los ángeles y las almas no tienen color.

FIN DEL RELATO