Me peta compartir con niños y mayores, altos y bajos, creyentes y agnósticos, sabios e ignorantes el inmenso descubrimiento hecho por mi persona -inculta a todas luces- acerca de la numeraria del Opus Dei, la sierva de Dios Encarnita Ortega Pardo, en proceso de canonización desde tiempos inmemoriales y uno de cuyos favores (es decir hechos extraordinarios concedidos por la susodicha tras rezarle unos salmos) transcribo textualmente, no vaya a ser que algún ingrato de fe desagradecida, piense que estoy exagerando. Hay muchos, pero este se lleva la palma:
“Tenía que comprarme unos zapatos. No podía gastar mucho dinero y los quería de un modo concreto. Lo intenté varias veces sin conseguirlo. Pedí con fe a Encarnita y me llevó a una tienda que cumplía mis exigencias” (I.M.B.)
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Carta del apóstol Santiago 2, 15 |
Publicado sin el más mínimo rubor en el propio panfleto por la causa de Encarnita Ortega. Cuando al lector se le pase la risa, el pasmo o ambas cosas en su defecto, sabrá que poco más sería preciso comentar al respecto, y por tal motivo no haremos leña del árbol caído en sí, pero no dejaría de sentirme un absoluto pusilánime si, al menos, no me digno a compartir de igual modo determinadas conclusiones, porque detrás de tamaña memez entrecomillada hay una terrible y profunda ideología y forma de afrontar el mundo.
El jueves, una semana más, abrí la oficina de Cáritas con relativo entusiasmo, habida cuenta de que habría de atender a 20 familias, la mayor parte en situación de marginalidad y de exclusión social. Se agolpaban a la entrada de la cancela de hierro como pobres gentes a la espera de un plato de sopa.
Por resumir, así a bote pronto y sin entrar en detalles escabrosos. Una de las personas que acudieron a la oficina, una chica de apenas 30 años con tres hijos menores y que se puso a llorar a los dos minutos de entrar, debía varios recibos de la luz y del agua, apenas tenía para comer porque en su casa no había ingresos fijos y cuando llevaba algo de calderilla de las horas que echaba limpiando portales dos días por semana se lo rapiñaba el marido, maltratador y toxicómano, para irse solo o acompañado a por grifa, caballo o lo que bien pudiera parecerle. Por su parte, una mujer aún más joven, iba acompañada de su hijo mediano de unos cuatro años, y acurrucado entre sus brazos llevaba un bebé de 20 días, abandonados ambos por el progenitor y que habían tenido que mudarse a casa de la madre al carecer de ninguna ayuda económica y no tener dinero ni para pañales. La tercera de la tarde, se hallaba embarazada de siete meses y el padre, al igual que en la situación anterior cual si fueran hermanos siameses, por segunda vez consecutiva la dejó en estado después de regresar a casa con pena y disgusto por sus malas acciones, pidiendo repetidamente perdón, para largarse como un irracional macho alfa a los cuatro días sin aportar a la economía otra cosa que unos calzones sucios y una voz aguardentosa. Otras dos familias malvivían en dos locales sin muebles, luz ni agua corriente que se precie; ambas también sin recursos económicos.
Y digo yo, ¿tan poco sufrimiento ha pasado alguien a lo largo de su vida, tan escaso dolor ha visto reflejado en los rostros ajenos que se le ocurre pedir un favor por unos putos zapatos vete tú a saber de qué precio y que tenían que cumplir con determinadas exigencias? Que Dios me perdone, pero si es verdad que la tal Encarnita le consiguió esos puñeteros zapatos del demonio mientras hay decenas de personas que no tienen ni donde caerse muertas es que es una grandísima hija de puta.
La otra opción, que me parece más viable, es que la fe mostrada en su petición por esta señora (digo yo, cargado de prejuicios, que lo mismo la I de la inicial es de Ildefonso) es inefable, mostrenca, absurda y ajustada a unos parámetros atildados que le impiden mover un dedo en favor de la solidaridad, a menos que esta consista puramente en rezarle otros tantos salmos a la Encarnita para que Dios se apiade de los pobres, aunque no tengan zapatos que ponerse.