Me hallaba en esa hora intermedia, ni temprana ni tardía, en la que una interrupción, por leve que fuera, podría desestabilizar mi consagrada puntualidad a la hora de dar inicio a la primera sesión del taller de promoción de familias. Faltaba un matrimonio por hacer acto de presencia y fue Manuela, la esposa, quien, con cara dispersa y forzada sonrisa de torniquete, me hizo un gesto locuaz para que saliera un momento de la sala. Se encogió de hombros mientras le quitaba el seguro a la boca.
– Mi marido… está ahí fuera, en la esquina.
Como si encogerse de hombros fuera tan contagioso como un bostezo copié el gesto y puse cara de no entender ni jota.
– Nada, que no quiere entrar.
Supongo que mi semblante parcialmente adusto fue el que le borró la sonrisa bobalicona de la cara. Abrió de nuevo la boca sin seguro de accidente, pero antes de dar pábulo a explicaciones probablemente poco convincentes me dio por recordarle uno de los criterios básicos para asistir al taller y cobrar los pertinentes cien euros al mes.
– Tenéis que venir los dos. Ya os lo dije.
Entonces estalló la bomba, que sonó en los labios de Manuela como una justificación imposible.
– Es que ha visto que vienen gitanos y es que no puede con los gitanos.
Respiré hondo, a niveles que podrían haberme hecho batir el récord de profundidad a pulmón libre, y tragándome un exabrupto, dejé que tratara de explicar lo inexplicable.
– No sé, ya se lo he dicho, pero es que no puede ni sentarse a su lado, ni estar la misma habitación.
Fui pragmático, en grado sumo.
– Pues vosotros veréis las prioridades. Si le puede más el malestar que la necesidad ya sabéis que os cerramos ficha y por el momento no os volvemos a ayudar económicamente.
Salió la mujer a la calle, a convencerlo se supone, resoplando y refunfuñando como un fuelle oxidado. Ni qué decir tiene que no regresaron. Ni ella ni mucho menos el marido. Cuando no hay explicación lo mejor es no darla.
La única característica que diferenciaba a esta familia de aquellas otras que juzgaba era el color de su piel.