Meritocracia

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FEAT by YUK-buitar

     Me hallaba en esa hora intermedia, ni temprana ni tardía, en la que una interrupción, por leve que fuera, podría desestabilizar mi consagrada puntualidad a la hora de dar inicio a la primera sesión del taller de promoción de familias. Faltaba un matrimonio por hacer acto de presencia y fue Manuela, la esposa, quien, con cara dispersa y forzada sonrisa de torniquete, me hizo un gesto locuaz para que saliera un momento de la sala. Se encogió de hombros mientras le quitaba el seguro a la boca.

     – Mi marido… está ahí fuera, en la esquina.

     Como si encogerse de hombros fuera tan contagioso como un bostezo copié el gesto y puse cara de no entender ni jota.

     – Nada, que no quiere entrar.

     Supongo que mi semblante parcialmente adusto fue el que le borró la sonrisa bobalicona de la cara. Abrió de nuevo la boca sin seguro de accidente, pero antes de dar pábulo a explicaciones probablemente poco convincentes me dio por recordarle uno de los criterios básicos para asistir al taller y cobrar los pertinentes cien euros al mes.

      – Tenéis que venir los dos. Ya os lo dije.

    Entonces estalló la bomba, que sonó en los labios de Manuela como una justificación imposible.

     – Es que ha visto que vienen gitanos y es que no puede con los gitanos.

    Respiré hondo, a niveles que podrían haberme hecho batir el récord de profundidad a pulmón libre, y tragándome un exabrupto, dejé que tratara de explicar lo inexplicable.

     – No sé, ya se lo he dicho, pero es que no puede ni sentarse a su lado, ni estar la misma habitación.

     Fui pragmático, en grado sumo.

    – Pues vosotros veréis las prioridades. Si le puede más el malestar que la necesidad ya sabéis que os cerramos ficha y por el momento no os volvemos a ayudar económicamente.

    Salió la mujer a la calle, a convencerlo se supone, resoplando y refunfuñando como un fuelle oxidado. Ni qué decir tiene que no regresaron. Ni ella ni mucho menos el marido. Cuando no hay explicación lo mejor es no darla.

     La única característica que diferenciaba a esta familia de aquellas otras que juzgaba era el color de su piel.

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«Pelle, el conquistador» (1987)

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Bille August, en Malmö, 1988

     Es difícil hablar con propiedad de determinadas películas. Hay películas que destilan tanta emoción que sólo pueden contemplarse. Sin duda “Pelle, el conquistador”, del danés Bille August, es una de ellas.

     Podría resumirse el significado, la profundidad de la historia en una única pregunta que proviene del propio título y quizá deberíamos hacernos no sólo al terminar de ver el filme, sino a lo largo de nuestra vida, con las personas que conocemos y que nos puede hacer conscientes de a qué personajes le damos valor. ¿Qué es conquistar?

     Cuando estrenaron la cinta de August aún era yo adolescente, de esos que disfrutan con las pelis de aventuras, de guerras infinitas y acción. No hace falta hilar muy fino para reconocer en qué piensa uno cuando lee un título como el que nos ocupa. Seguro que es de un guerrero parecido a Atila, o a Alejandro Magno, o a Julio César…

     La verdad es que Pelle es un niño, inocente y confiado cuando, procedente de Suecia, llega con su padre a la isla danesa de Bornholm, ambos esperanzados en una vida respetable con que dar cumplimiento a sus sueños. No es distinto en su bondad Lasse Karlsson -un inconmensurable Max Von Sydow-, al que ni se le pasa por la cabeza la situación de esclavitud e indignidad a la que se verán sometidos, de las que parece imposible escapar.

     Pelle demuestra una y otra vez, en mitad de la miseria y de las opciones imperfectas, que conquistar no consiste en invadir países, en someter a pueblos, en descubrir continentes. Conquistar es dejarse invadir a uno mismo, redescubrirse y lograr sobrevivir con dignidad a la pobreza más inmunda sin necesidad de reprochar ni echar nada en cara.

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¿Nos duele?

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Pain by BlackSnoopy

     “Señor, nuestro mundo gime, cargado de heridas.
     Duele la guerra provocada entre países pobres.
     Duele el hambre, la injusticia, la incultura…
     Duelen los inmigrantes, refugiados, parados y excluidos…
     todos los que tienen sus derechos pisoteados
     y no cuentan en esta loca historia nuestra”.

     Alrededor de una alargada mesa de madera, sentados cómoda e impávidamente en unas sillas de plástico, con el folleto de la celebración en la mano y escuchando -u oyendo al menos- la oración. Así estábamos, más frescos y saludables que el plato de alubias blancas con maíz y cebolla que frente a cada uno de los comensales debería de servir de única cena en aquella noche de, en repetidas ocasiones, puntual solidaridad con quien suele irse a diario al catre con un tesito o una mano delante y otra atrás.

      No suelo ir yo al médico. Igual que la mayor parte de la peña que conozco. A menos que la cosa no mejore por sus propios medios -o con algún que otro remedio natural en mi caso- prefiero aguantar las molestias, su incomodidad, antes que llevar a efecto el esfuerzo ínclito de pedir cita, perder el tiempo y luego tomarme lo que me digan sólo hasta que crea que ya ha hecho efecto, por más que digan eso de que los antibióticos hay que tomarlos en la dosis y el tiempo convenidos. Algún que otro hipocondríaco conozco, no voy a negarlo, de esos sufridores que creen tener cada una de las enfermedades existentes en el planeta y en el resto de galaxias, que a todos nos hacen mártires pues con un simple escozor acuden el especialista que se las pelan no vaya a ser el comienzo de una enfermedad venérea.

     Pero lo normal -si se me permite la boutade de emplear tan abstruso término- es esperar. Porque no duele y, como no duele, sólo supone incomodidad y molestia, no se hace necesario liarla parda ni buscar soluciones. Sigue leyendo

«Retratos de familia» (2013)

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Cartel promocional original

    “Retratos de familia”, el primer largometraje del singapurense Anthony Chen, es uno de esos filmes que solemos llamar -de manera un tanto obtusa y casi despectiva- pequeño y falto de pretensiones. Decimos también que en eso radica su grandeza. En realidad, la grandeza infinita de Ilo Ilo reside en que es tan inmenso y sencillo porque sus protagonistas son inmensos y sencillos, así como cualquiera de las familias que nos rodean y a las que amamos, sufrimos o compadecemos, con su infinita gama de defectos y virtudes, y porque la historia que narra sucede cada día a nuestro lado, nos demos o no cuenta.

    No es una necedad hablar de lo común, el cine de japón lo ha hecho de siempre como nadie, y de sus orígenes bebe Chen, mostrándonos a un padre en paro, una madre con un trabajo precario encargado precisamente de los despidos en su empresa, un niño difícil por el mero hecho de que nunca están con él y necesita atención… y una empleada de hogar, inmigrante, que cobra cuatro dólares singapurenses mal contados, con un sólo día de descanso al mes y que ni puede llamar por teléfono desde la casa de sus señores. Sigue leyendo