«Las uvas de la ira» (1939)

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John Steinbeck (1962)

     John Steinbeck es posiblemente el escritor estadounidense que más nos ha acercado la realidad del sur de su país, junto con Faulkner en el otro extremo de la balanza por divergencia de estilos y sin olvidar a las tres grandes damas cuasi desconocidas y que centraron más sus esfuerzos en el relato: O’Connor, Anne Porter y McCullers. 
     La sencillez demoledora de Steinbeck nos golpea, tanto que «Las uvas de la ira», para muchos su mejor obra, a pesar de recibir el premio Pulitzer le granjeó de inmediato la animadversión de sus compatriotas del sur de EE.UU. No en vano describe concienzudamente y sin rubores el proceso por el cual los pequeños productores agrícolas son expulsados de sus tierras por cambios en las condiciones de explotación de las mismas y obligados a emigrar a California donde el tipo de agricultura requiere mano de obra durante la cosecha.

     El final de esta obra magistral es con toda certeza uno de los más impactantes en la historia de la literatura. Tanto que John Ford, director de la película del año siguiente basada en la obra de Steinbeck, renuncia a él, tal vez, por ser excesivamente elocuente en tiempos de posguerra.

     Esta vez no hay fragmentos, os dejo con escenas del filme de Ford bajo el ritmo de una de las canciones clásicas durante la Gran Depresión: «Brother can you spare a dime?».
     La película es quizá tan sólo un palmo menos imprescindible que la novela de Steinbeck.

[youtube https://www.youtube.com/watch?v=LRjpqJozOcI]

Rodarán cabezas

                                                        “El suicidio es una solución permanente a un problema temporal”
Mark Gold (extraído de la película Detachment)

                                                                                        A la memoria de Francisco José Lema Bretón

  viernes-santo   – Lo siento, pero lo tengo que dejar.
M. lo dice con el rostro compungido de una buena persona que está sintiéndose injusta y miserable. Tiene la cabeza agachada y encogida y los ojos cristalizados y fijos en lo infinito más allá de la mesa de madera sobre la que reposa sus brazos. Está pidiendo un perdón que no debiera sentir como suyo pues le es impelido por otros más responsables que apenas lo sienten.

     Lo explica como puede, porque insufrible resulta narrar la vergüenza sin derrumbarse a un tiempo.
«Fui a la Asamblea de la Plataforma como quedamos, de enlace con Cáritas, y se estaba decidiendo la intervención a realizar por los últimos avisos y órdenes de desahucios; había varias pancartas por la sala con diferentes lemas de la campaña como el de dación en pago. De repente entraron las cámaras de televisión, hicieron un barrido por el salón enfocando a todo el mundo y se colocaron para dar cobertura a la rueda de prensa de la que no sabía nada. No te imaginas lo mal que lo pasé y los nervios, aunque ahora lo cuente casi entre risas por la situación. Como pude intenté evitar salir en imagen e incluso llegué a esconderme detrás de una de las pancartas.
»Me sentí fatal… pero tenía miedo de que me dijeran algo en el trabajo; de que me abrieran expediente o me echaran. No estoy siendo coherente, no puedo hacer esto más. Buscad a otra persona.»
     M. trabaja de simple currito en una caja de ahorros, esos antiguos Montes de Piedad potenciados en Italia por los franciscanos a mediados del siglo XV con el fin de combatir la usura. Si no resultara tan cruelmente irónico me estaría tronchando de la risa. El caso es que M., un ser lo suficientemente coherente y responsable como para sufrir por no serlo lo que quisiera, decide en un instante preciso ocultar su sentido de justicia bajo la arena como un avestruz y embuchar la cabeza dentro de una máscara por temor a represalias mientras los auténticos verdugos se pasean desvergonzados y a cara descubierta impartiendo su singular concepto con el hacha de cercenar cabezas en la mano. M. teme ser ella la próxima e indeseada Ana Bolena y resultar decapitada bajo los mismos cargos.

     Es cuanto menos curioso lo solidarios y presupuestamente aguerridos que se nos muestran a la ciudadanía los medios de comunicación ante esta recurrente realidad, su dolorida y arrebatada conciencia con la suerte infeliz de los desahuciados; 517 al día en los tres primeros trimestres de 2012. Es ciertamente curiosa su indecente corrección política, pues, si los datos de la víctima aparecen sin rubor en la primera página de cualquier noticiero de provincias, inviable resulta encontrar un solo diario que ose nombrar las entidades bancarias responsables de la tragedia: BBK-CajaSur y Caja de Badajoz según todos los indicios disponibles. Ocultar la identidad del verdugo, proteger su indecorosa intimidad es lo propio y oportuno en las dictaduras. Sintomáticamente lo hizo, sin buscar muy lejos en las hemerotecas, la censura del régimen franquista con el filme de Stanley Kramer “El juicio de Nuremberg” (1961), cuyo título pasó a convertirse en nuestras salas por arte de birlibirloque en “¿Vencedores o vencidos?”, cual si los oficiales nazis hubieran sido unas almas cándidas renuentes a la más nimia responsabilidad penal y criminal.

    “Dos cosas me llenan de horror: el verdugo que hay en mí y el hacha que hay sobre mi cabeza”. Lo dijo Stig Dagerman, el anarquista sueco que también acabó por suicidarse quizá harto de no perder la esperanza. La dualidad del ser humano es una verdad insoluble aunque asumible, pero M.* no es un verdugo, en absoluto, tan sólo teme el hacha que pende sobre su cabeza, esa misma que hizo rodar la de Francisco José Lema.

* El redoble de pena de muerte sobre las víctimas propicias me obliga a un guiño kafkiano -nada apetecible, pero respetuoso- a K., el protagonista de «El proceso» y «El castillo», y otorgar sólo una inicial a quien mereciera llevar su nombre con absoluta dignidad.

Fotografía Viernes santo, por cortesía de Victor Nuño

«El salario del miedo» (1953)

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     H. G. Clouzot es considerado con todo merecimiento el mago del suspense francés. Sin duda es uno de los pocos directores que sin ser un innovador revolucionario al estilo de Hitchcock resiste sin rubor la comparación con el genial realizador inglés.

«El salario del miedo», su filme más conocido junto con «Las diabólicas» es un ejemplo de ello. Partiendo de una situación de necesidad extrema en la que viven unos parados y que condiciona su decisión igualmente extrema -lo que convierte inevitablemente a esta obra en una clara denuncia social-, Clouzot nos ofrece un excelente retrato de personajes, con sus debilidades, sus angustias y desesperación a través de un recorrido terrible y angustioso que en cualquier momento puede revertir en tragedia.

¿Hasta dónde está dispuesto a ceder un ser humano en virtud de la necesidad?

La partenogénesis de la clase obrera

     Según las Leyes de Mendel, padre de la genética moderna, la transmisión por herencia de características de los organismos padres a sus hijos depende de unas reglas elementales que superan -o mejor, compaginan- la teoría evolutiva de las especies y contemplan algunas nuevas variables extraídas de la investigación pormenorizada y de una concienzuda experimentación. Resumiendo lo irresumible, y sin pretender obviar con ello el extraño concepto de partenogénesis o reproducción casi espontánea, podríamos decir en base a uno de sus principios que existen genes/rasgos dominantes que son heredados con independencia de otros factores; de ahí que una pareja caucásica, pongamos por caso, pueda engendrar un bebé de raza negra por ascendencia y no por cuernos. Sin duda una excusa perfecta para mujeres con antepasados del África Subsahariana.
Estas leyes, supuestamente aplicables en su mayor parte a todos los seres vivos, dan un salto involutivo en los pobres de nacimiento, como una especie de darwinismo social pangenético sin vuelta atrás. La supervivencia en un territorio hostil en el que adaptarse o ser molido a palos. Incluso dentro del caso poco habitual de que, por un capricho del destino, surja un factor que rompa esta cadena trófica hereditaria -un boleto multimillonario premiado, por ejemplo- parece no existir conocimiento humano que acierte a manejar su inesperada cadencia y el obsceno ciclo de eterno retorno suele aparecer de regreso a las puertas, vestido de miseria y con terrible prontitud. Consuela el hecho de que esta pangénesis pobre hacia el  origen es asumida de común sin apenas dificultad en un breve espacio de tiempo; hasta “un horror acumulado termina por ser una costumbre”*, sólo es cuestión de adaptarse. La sociedad está tan acostumbrada a este proceso catártico que hemos llegado al extremo esperpéntico de considerar ciencia-ficción la idea del político honrado o a pensar que quien pide facturas con IVA es un absoluto gilipollas. De aquí a dos días daremos por supuesto que tener curro no es un derecho sino un privilegio y que lo habitual, la costumbre, es que te exploten, con lo que dejaremos de pensar que nos están explotando. Los de arriba ya se están frotando las patitas.

     Retornar a la nada acumulada de la que se gozó a lo largo de la vida no supone pues un firme obstáculo; recordando una anécdota del sacerdote Adolfo Chércoles se puede decir que cuando se va la luz, el que no tiene ni se entera de que se ha ido: hasta tres generaciones de la misma familia han ido pasando metódicamente por Cáritas sin el menor rubor. El ‘shock’ insalvable es la partenogénesis de la clase obrera, un giro inesperado que no te otorgaron de herencia y te deja por tanto sin margen de maniobra. Es quedarse sin trabajo y sin ayudas sociales, tener una familia que mantener y a su vez sentir el más ingrato de los vértigos con sólo pensar que no queda más recurso que limosnear. Son los pobres vergonzantes del medievo, los que nunca encontrarás a las puertas de la Mezquita con una ramita de romero para echarte la buena ventura, ni arqueados de rodillas en la calle Gondomar sobre una estera de cartón sujetando una caja con monedas de cobre. Están ocultos, se mueren de pena. Y de vergüenza.

Conozco a Maricarmen desde que tenía dieciséis generosos años cargados de futuro. Aparte de habitar compromisos comunes le daba clases de guitarra e intentaba convencerla de que con tres acordes mayores y uno menor se podían tocar el 90% de las canciones. Un encanto de niña, procedente de una familia normal y trabajadora en un barrio difícil. Se casó hace algunos años, felizmente, con un hombre currante al que amaba; aunando esfuerzos se instalaron en un pisito de alquiler bajo y al poco tiempo llegó la descendencia, una niña que ahora tendrá dos años. Le perdí la pista… hasta hace un mes.

Apareció abriendo la puerta de la oficina de Cáritas detrás de una medio sonrisa; me buscó con la mirada sabiendo que no tardaría en encontrarme. Sonreí tan abiertamente que la contagié de inmediato como si fuera un bostezo. “¡¡Qué alegría verte!!”, pensé de forma espontánea, pero me contuve a tiempo: no me alegraba lo más mínimo de verla en este espacio y lugar. Lo que se me hizo irresistible de contener fue levantarme con los brazos abiertos y abrazarla como un oso. La punta del iceberg. Gruesas lágrimas comenzaron a surcar incontenibles sus blancas mejillas y lo dijo ella con una voz ahogada casi estertórea: “Lo que me alegro de verte”.

Desde hace varios meses en la casa de Maricarmen no entra ningún ingreso. No alcanzan a pagar el alquiler y apenas logran malvivir gracias a la ayuda insensata de su madre, una viuda que echa horas cómo y cuándo le dejan. No sabe qué hacer, ni dónde acudir, le duelen hasta las pestañas de sufrir la impotencia y la desesperación y ni siquiera sabe estirar la mano con la palma hacia arriba asumiendo que ya nada depende de sí misma y de su esfuerzo personal. Es una pobre vergonzante sin capacidad de reacción pues nunca se ha visto en la desesperante tesitura de no tener nada a lo que aferrarse.

La partenogénesis de la clase obrera no se presenta con romero ni con cajas de monedas de cobre, su único recurso disponible son las lágrimas y la esperanza de un contagio solidario. Tanto como un bostezo.

* “Soy leyenda”, Richard Matheson, 1954
Fotografía «Paciencia», por cortesía de Víctor Nuño