Pararse en el camino

Take A Rest by farhadvm

Take A Rest by farhadvm

“- Tengo dos malas noticias, la primera es que tiene cáncer. La segunda, que tiene Alzheimer.

– Menos mal, al menos no es cáncer”.

Mirando a la cámara que le vacía la mirada, el actor alemán Milan Peschel, quien interpreta el papel insufrible de un enfermo con un tumor cerebral inoperable en el filme “Stopped on track”, de un realismo casi documental, suelta ese chiste incorrecto antes de que la degeneración progresiva que espera se cebe con él y con toda su familia.
He de decir que me reí, sin llegar ni por asomo a arrepentirme después de llegar a los títulos de crédito, y recordé aquello que dicen los sicólogos y médicos con conocimiento de causa acerca de las enfermedades y sus consecuencias psicosomáticas en virtud de la propia actitud vital ante ellas. Y de idéntica manera rememoré a Mark Twain, y su nada aleatoria opinión, pues está basada en la experiencia personal, que pocas veces falla en el sentimiento profundo al que invoca: “he sufrido muchas desgracias que nunca llegaron a ocurrir”.

El caso es que el hombre con cerca de sesenta años, tez morena, nariz afilada y barba albina exquisitamente recortada se llamaba Lakhar. Cuando con una sonrisa prendida de su rostro entró en la oficina que ocupábamos mi compañero y yo se hacía evidente su origen magrebí mucho antes de que con acento que daña a la garganta despegara los labios para sellar los nuestros tras apenas un intenso cuarto de hora.
Me ahorraré las preguntas inocuas que salieron de nuestras bocas y que nada aportan al relato más allá de despistar de lo único -palabra que hasta podría atreverme a iniciarla en mayúscula- que resultará difícil de trasladar al lector: la actitud calmada, franca y hasta generosa con la que este hombre marroquí narraba la verdad de su existencia mientras, de vez en vez, sus ojos supuraban generosas lágrimas.

Lakhar nació, creció y vivió en Tetuán hasta la madurez. Tenía un buen puesto como funcionario trabajando para la Administración pública y tras contraer matrimonio fue bendecida la pareja con dos hijos, hembra y varón, en un perfecto equilibrio. A los pocos años de nacer, el hijo de ambos contrajo hepatitis C y falleció ipso facto en el hospital sin pizca de renuencia. Para evitar que metódicamente se repitiera la misma historia con su hija, también afectada de idéntica enfermedad, cuando aún era adolescente decidieron abandonar su tierra natal, su trabajo y su estabilidad, para venir a España y realizarle un trasplante de hígado. Todo salió perfecto según los deseos más espontáneos surgidos del corazón de Lakhar -persona profundamente religiosa y de principios- y la chiquilla se recuperó. Pero como la vida supone un continuo devenir de realidades que escapan al control y al equilibrio, cuando cumplió trece años le detectaron un tumor cerebral, y con la cara hinchada y los ojos casi descolgados de las cuencas murió tres días antes de alcanzar los catorce.
Pocos años después, lo que supone alcanzar el momento actual en que se hallan, no disponen del más mínimo ingreso, pues la esposa acaba de terminar de percibir la ayuda para mayores de cuarenta y cinco años y Lakhar ha solicitado el Salario Social que, en virtud de tan ostensibles necesidades, suele tardar en concederse entre seis y siete meses. Mientras tanto, la mujer también ha enfermado, del riñón, y tiene que tomar un tratamiento de por vida que, por supuesto, no paga íntegramente la (In)Seguridad (a)Social por lo que junto a otras circunstancias de fácil comprensión Lakhar ha viajado durante el verano a Marruecos a pedir dinero a sus familiares para poder mantenerse.

Cuando el hombre magrebí finaliza su historia no hay desesperación en su rostro ni en sus peticiones, tan sólo puede apreciarse en su actitud la irremediable aceptación -que no resignación- ante los hechos que ha tenido la desgracia de vivir en primera persona. Y la paz que transmite su mirada serena me obliga a renunciar a la desesperanza y al miedo; me hace pararme en el camino, replantear los dolores confusos pero ciertos de los que todos somos sujetos pasivos y recordar lo que nos atrevíamos a aseverar acerca de la actitud vital ante aquello que nos supera como seres humanos.

Al inicio de su gástrica obra El Túnel sobre el asesinato despreciable de una mujer, Ernesto Sabato nos nutre con este exquisito párrafo: “siempre he pensado que no hay memoria colectiva, lo que quizá sea una forma de defensa de la especie humana. La frase todo tiempo pasado fue mejor no significa que antes sucedieran menos cosas malas, sino que la gente las echa en el olvido”. La memoria de Lakhar es individual, y su tiempo pasado no fue mejor, pero la necesidad de lanzar angustias al descuido del tiempo e instarlas a perderse dentro de un agujero negro no es mala forma de defensa. A veces puede ser la única, para acoger ese necesario descanso en el camino, y acogiendo una inabarcable e incomprensible esperanza no quedarse estacionado al borde, como un mal actor secundario, e incluso ser capaz de contemplar con una mirada distinta que has tenido suerte, o al menos más que otros.

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Amor ágape

mother by MartaSyrko

mother by MartaSyrko

      Es bajita, de mediana edad y el pelo liso y difusamente teñido a mechas por debajo de las orejas. Mirando su rostro enquistado en la duda y su nerviosa forma de desenvolverse una vez atravesaron sus pasos la puerta resulta evidente que esta ocasión es la primera en la que ha ido a dar su cuerpo menudo con la oficina de Cáritas.
Intenta echar el cerrojo, que sin llegar a resistirse no alcanza a ponerse en el lugar triste de quien lucha en su contra y se niega a cerrarse.
– No se preocupe, pase, ya lo hago yo.
Me levanto calmo, le indico que se siente y venzo a continuación la fortaleza inicial del pestillo, a quien conozco con sobrada estima.
La mujer gira los globos oculares de izquierda a derecha, de arriba a abajo, en trasversal, como incapaz de fijar la vista en un punto necesario que le permita relajarse un segundo.
– Mire, vengo porque…
Con un gesto de la mano la intento tranquilizar dentro de lo que se hace posible y le  pregunto de la forma más inocua posible:
– Es la primera vez que viene, ¿verdad? Creo que no nos conocemos.
Y tras presentarme escueto y con una sonrisa nada forzada le pregunto el nombre.
– Es por rellenarle una ficha con los datos. Luego le explico más despacio cómo trabajamos, ¿le parece?
Con los ojos mustios me observa y antes de balbucear entrecortadas palabras se atusa el pelo y se plancha la falda con las palmas de las manos.
– Me llamo Carmen, pero no vengo para mí. Verá, me han hablado de esto de la oficina de Cáritas y tengo una hija, Elvira, que acaba de dar a luz y vive sola. El padre no ha querido saber nada de ella-hace el apunte con desdén, pero sin exceso de rigor mucho más angustiada por otra realidad-. Le han puesto unos puntos por desgarro y no ha podido venir.      La tristeza ha invadido el rostro fino y maquillado de la mujer venciendo el anterior sentir de inseguridad.
– Su hija sabe que ha venido, ¿verdad? -pregunto con arbitraria obligación.
– Claro, claro.
– ¿Y no tiene ningún ingreso en el domicilio? ¿Desempleo? ¿Ayuda? -a veces llego a sorprenderme a mí mismo por la falta de tacto, como si la interrogada supurara su angustia a través de las prestaciones y se centrara más en el problema en sí que en el dolor que le ocasiona su hija. Reculo de inmediato.
– Está preocupada. A ver qué podemos hacer.
No es satisfacción lo que me devuelve, pero su actitud ha abandonado la rigidez y me entrega una media sonrisa.
– Elvira estuvo trabajando mucho tiempo, pero lleva varios años en paro y no tienen nada. Además el pediatra le ha recomendado que le dé al niño almidón, porque no puede darle el pecho y no tiene para comprar la comida.
La mezcla infumable de lacerante sinceridad y pragmatismo se me atraganta una semana más en el gaznate y sólo acierto a despedir otro tufo. Necesario para concretar la realidad vital de la familia, pero tufo al fin y al cabo.
– Perdone, Carmen, pero ¿hasta ahora cómo han estado tirando?
Se encoge de hombros y aprieta entre sus dedos un bolso gastado que vivió tiempos mejores.
– Bueno, hasta el mes pasado yo cobraba el salario social y con eso la ayudaba, pero se me terminó y ya no tenemos nada.
Sería un flaco favor a la verdad soltar que lo que está compartiendo Carmen se halla entre lo más espeso, crítico y urgente que en ese mismo día he tenido la oportunidad -digamos aséptica- de escuchar y la desgracia de colmarme de impotencia, pero la verdad precisa es que ese dolor es el espeso, crítico y urgente para Carmen, que no conoce -ni tiene la intención de hacerlo con absoluta probabilidad- los dolores agudos de los demás, que menos le importan sin pizca de egoísmo.
Envuelto en estos pensamientos escasamente egoístas me asalta una duda que comparto con Carmen algo perplejo.
– ¿Y usted entonces de qué vive ahora? Podemos también pasarnos por su casa y ver en qué podemos ayudarla.
Carmen no ha necesitado tiempo para pensar en una respuesta sobria y llena de artificios. Con la naturalidad y la inmediatez que otorga el convencimiento de lo que es obvio transmite una declaración de amor ágape.
– A mí me da igual, me apaño. Quien lo necesita es mi hija.

En las situaciones límite se conoce nuestra verdadera naturaleza, afirman rotundos los abogados defensores del mal intrínseco que reside en el ser humano como en un hogar inviable de asaltar. El amor siempre es posible, y no es necesario que lo repitan a coro y lo convenien cientos de personas desde las azoteas. Lo que sucede y se realiza, aunque sea en una solitaria ocasión, ya es factible.

 

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Basada en una obra en http://indignadossinparaguas.blogspot.com.es/2013/09/amor-agape.html.

«Estación central» (1958)

Youssef Chahine en el Cairo, 1986

Youssef Chahine en el Cairo, 1986

     Existen muchas maneras de hacer cine, y en la década de los 50 convergían diferentes géneros y movimientos en el séptimo arte, muchos de ellos marcados profundamente por el cambio radical de enfoque que supuso la irrupción en el mercado estadounidense de la película italiana de 1948 “El amor”, del director neorrealista Roberto Rossellini. Ciertas asociaciones se querellaron contra uno de los dos episodios del filme, “El milagro”, por tocar temas religiosos de una forma políticamente incorrecta y las autoridades judiciales de EE.UU. decidieron establecer idénticos criterios de libertad creativa en el cine que en cualquier otra disciplina artística. Gracias a esta legislación (que en realidad y grosso modo sigue permitiendo que las películas distribuidas al otro lado del charco sean masacradas por la censura y su particular sistema de calificación) directores de la talla de Elia Kazan, Otto Preminger, Nicholas Ray o Douglas Sirk pudieron rodar filmes impensables en el plano argumental y de calidad indiscutible como “La ley del silencio”, “El hombre del brazo de oro” o las díscolas “Johnny Guitar” y “Sólo el cielo lo sabe”.

     Por esas mismas fechas en Europa, Bresson, Bergman o Fellini demostraban que había vida más allá del cine comercial y en África, como ya demostrara el cine indio, a Youssef Chahine no le hicieron falta criterios externos ni Nihil Obstat para realizar de igual forma un estilo diferente y capaz de aliar de manera impoluta cada una de las tendencias que pululaban por aquel entonces: desde el drama clásico del nombrado Sirk, pasando por el cine social y seco; todo sin renunciar a la pulcritud a la hora de rodar y montar, creando unos juegos de luces y sombras y algunas secuencias muy cercanas al vanguardismo.

     “Estación central” es un ejemplo claro de ese estilo de hacer cine. Aunque las máximas cotas de denuncia social y política llegarán a finales de los 60 con su filme “La tierra”, Chahine, partiendo de una historia enmarcada en el drama e incluso en lo trágico, el amor de un lisiado hacia una vendedora de bebidas, pero sin renunciar a toques irónicos y humorísticos, incide y desbroza como con un bisturí la sociedad egipcia del momento mostrando sin ningún reparo sus miserias: el machismo, la situación general de la mujer, las reclamaciones laborales de los porteadores… y especialmente la incomprensión general ante determinadas realidades de miseria y exclusión que, en violencia sinérgica, llevan a cada uno de los personajes que componen este retrato coral, a un final en parte desolador. No es baladí que el protagonista en el que convergen todas las historias sea una persona con discapacidad, algo poco habitual en este género, y que ocasionalmente ya hiciera Tod Browning en “Freaks”, pero desde una perspectiva muy distinta. 

     Imposible resulta no ver la cantidad de recursos que emplea Chahine en la realización de esta minuciosa cinta, con algunas escenas, como la del baile de la chica en el metro que mucho recuerda a algunas secuencias de “La strada” o “Las noches de Cabiria”, que exploran lo más sesudo del cine europeo, y otras con una sensualidad (marcada determinantemente en alguna ocasión con la mirada fija a la cámara de la protagonista) inviable en otras industrias. Magistral en este sentido de aglutinación de conceptos la escena del pajar, donde sin aparecer en pantalla ninguna escena de sexo y a través de un soberbio montaje de fotogramas se percibe con claridad meridiana los sentimientos que están fluyendo por la mente del tullido Qinawi, interpretado con exquisita perfección por el propio Chahine. 

     Pero no nos dejemos llevar por la amalgama de géneros que podemos disfrutar en “Estación central”, porque en el fondo, como en cualquier drama que se precie, de lo que nos habla Chahine es del amor y sobre todo de su locura, de la necesaria y de la que habríamos de prescindir para que más allá de la miseria y del lodo todo acabe en un profundo beso y no haya éste de ser compartido únicamente por personajes secundarios casi ajenos a la trama.

[youtube https://www.youtube.com/watch?v=2Zkk5ghy728]

Primero de agosto

chauen: cat in the sky by AndySilva

chauen: cat in the sky by AndySilva

     Primero de agosto. 

     Acompasados como dos cadetes en su jura de bandera, el sol y yo nos quitamos las legañas matutinas tras el reciente desperezo. El astro rey lo logra a fuerza de un mecánico y monótono empuje que comienza a regalar su abrazo de luz tras los edificios ocres que se levantan tristes frente a mi balcón. Mi táctica es igualmente metódica y eficaz: me despeja una taza de leche tibia con cacao. De pie, al lado de los cristales innecesariamente traslúcidos de los ventanales, sostengo el tazón en la mano mientras escucho -o a veces tan sólo acierto a oír con la mente dispersa- las noticias de la mañana a través de los altavoces que propagan su inoportuna subjetividad colgados en la pared del fondo de la sala. La señal emitida desde la pantalla del ordenador, entrecortada y mancillada por satélite, parece negarse a ser cómplice de la crónica del día.

     Irisan las luces del alba los rostros y prendas de la familia a la que tangencialmente observo desde la ventana cargar varias maletas en el auto. Con el dorso de la mano se limpia el padre el sudor, excesivo para tan tempranas horas del día, y la mujer, con una sonrisa licuada por los reflejos del sol refractados sobre el techo del coche, urge a los dos niños de corta edad que corretean a su alrededor para que ocupen sus asientos y se pongan el cinturón. Un cling repentino me anuncia que las rebanadas de pan acaban de saltar bronceadas del tostador y al tiempo que las coloco sobre un plato de burda imitación a loza tras refregarlas con ajo y untarlas generosamente con aceite y tomate recuerdo…

     Primero de Agosto. 

     Conducir por la carretera que a lo largo de más de cien kilómetros se adentra en la cordillera del Rif entre las ciudades de Ceuta y Chauen es un intento de suicidio en toda regla. La lóbrega oscuridad apenas permitía pincelar en lo alto los bordes maquetados de los altivos macizos y, aliada metódicamente con la estrechez casi agónica de la calzada y con una velocidad excesiva para las vesicantes condiciones de una vía que diríase diseñada por un asesino en serie, aceleraba el pulso de los cuatro turistas que, con amplios deseos de sobrevivir a la odisea, nos dirigíamos a la perla azul del Rif. 

     A pesar de las horas intempestivas para usurpar la tranquilidad de un hogar, Mohammed, propietario de un hotel en Chauen y amigo incidental de uno de mis compañeros de viaje, nos recibe con una sonrisa satisfecha. Se hace paradigma, carne y sangre de la diyâfa islámica que para el musulmán va más allá de la simple y ya difícil hospitalidad transformándose en un verdadero sentido de amor al extraño. Casi le ofende nuestra gratitud ante aquello que ve con la naturalidad del servicio desinteresado y la delectación de un deber cumplido. 

     Desde las primeras horas del día siguiente Mohammed nos guía ufano, como Virgilio a Dante ante las puertas del Paraíso, en nuestro trajinar por las calles y fachadas refulgentes de la Medina, encaladas de añil y de inevitable evocación andalusí. En la plaza de Uta al-Hammam -reformada sorpresivamente con fondos europeos destinados a proyectos de desarrollo- varios hombres, sentados en la terraza de un bar y ataviados con sencillas chilabas, conversan con moderado sosiego acompañados por rallados vasos de té verde con menta. A la izquierda, imponente y rasgando las nubes, se alza el minarete de la Mezquita casi anexa a los muros rojizos de la Kasbah
     Por una de las calles aledañas a la plaza, nos conduce Mohammed a una tienda de mosaicos. Nuestro particular Cicerone y el dueño del comercio intercambian saludos. “As-Salaam-Alaikum”. “Wa-Alaikum-Salaam”. De los muros del local, como lienzos puntillistas apresados por engarces férreos, cuelgan indeterminados mosaicos de variada tonalidad y desorbitante precio destinados de manera particular -en palabras concretas del propietario- a adornar los patios, galerías y azoteas de edificios construidos al otro lado de los catorce kilómetros de Estrecho. Nos acompaña entonces al taller, a través de una puerta sin dintel que parece fabricada por un ciego a golpe de maza; cruzamos un patio de terrizo escasamente adornado y con una autocomplacencia ignorante y falaz nos muestra a los artesanos que apoyando un cincel sobre los azulejos y golpeándolo cuidadosamente con un martillo los desmiembran en diminutas teselas pegándolas a continuación con íntima delicadeza y ordenado cuidado. Se encuentran arrodillados, con el rostro cobrizo volcado en el trabajo y en el polvo letal que desprende cada golpe de martillo, pero ninguno osa levantar siquiera la cabeza un segundo. 
     La mayoría de los obreros no pasa de los siete años. 

     …

     La familia del auto se ha marchado. Un primero de agosto. Con sus niños inocentes y ajenos. Felices todos de poder gozar de sus merecidas vacaciones. Como lo fueron las mías en Marruecos. Como impensables lo son para los artesanos de Chauen que obstruyen sus pulmones creando piezas exclusivas que serán para disfrute epicúreo de otros. 

     Misma fecha. Primero de agosto. Infantes con divergentes dedicaciones; ni insignificantes ni ignotas para servirnos de consuelo indefectible. Adultos de opciones y decisiones espurias; ni irreductibles ni inmutables. No, no es el dueño del taller de quien hablo. Únicamente al menos. Eso es lo que desearíamos. Que fuera él.

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Primero de agosto por Rafa Poverello se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.