Matar moscas con el rabo

Devil by nicobou

Devil by nicobou

Dice el castizo refrán con enconado acierto que cuando el diablo no sabe qué hacer con el rabo mata moscas. Es lo que tiene el aburrimiento: imbuidas en él, las mentes lúcidas crean y las débiles destruyen, y ojalá el contexto general al que quisiera referirme con tal afirmación se detuviera en los márgenes de la materia o de aquello susceptible de ser apresado por métodos físicos como el invento de un genio o la violación más infortunada, pero nada más alejado de la realidad. Cuando el ser humano goza de demasiado desahogo le da por preocuparse y convertir en hecatombe sus diarias nimiedades de idéntica manera que un usurero sufre intensos dolores estomacales con la pérdida infinitesimal de una moneda de cobre mientras cuenta ávidamente sus fajos de billetes.

El caso es que Antonia, una mujer afectada de Alzheimer y de eterna sonrisa prendida en los labios, se sentía arrobada -digámoslo con exceso de celo- por simples deseos de sentarse y decidió colmar sus apetencias tomando posesión temporal de la silla del comedor que más a mano estaba y que mejor convenía a sus inmediatos propósitos. Entonces, cuando apenas llevaban sus carnes fofas disfrutando del goce unos minutos, apareció Manolita, de mente nítida a pesar de su avanzada edad, con su cabello pujado, hueco, extendido hacia atrás, el rostro enjuto y vencido de arrugas y la exigencia demagógica que suele ser característica de la clase aburguesada, no pudiente en exceso y nulamente agraciada con la capacidad de ponderación. La causa originaria de su generoso histerismo no podía resultar más estrambótica e innecesaria: le habían quitado el asiento y en las afueras de esta subjetiva realidad, el caos.

Colgar de justificaciones la actitud avasalladora y profundamente impertinente de Manolita no me supone esfuerzo, pues puedo recurrir sin pleonasmos a las manías comunes de la persona mayor, a sus particulares idiosincrasias, pero comprender idéntico comportamiento en su sobrina ya escapa a mis posibilidades. Cuando dio por hecho y por sensato que es función del personal auxiliar velar por el asiento de su tía se me abrieron las carnes en canal. Mudo me quedé, con inmensas ganas de espetarle frente a su gesto displicente la más áspera de las respuestas. Mi cerebro rodó casi sin querer a cualquier jueves nada aburrido en la oficina de Cáritas: Ángeles, con ocho comensales a la mesa sin nada que echarles al buche; Pilar, con depresión exógena y sin un euro para comprar medicamentos; Salud, con menores a cargo y el agua cortada desde antes de ayer; Rafi, casi incapacitada para tomar sanas decisiones, sin tratarse de la enfermedad mental y con el hijo recién mandado a una cárcel en León…

A Mayte, la sobrina de Manolita, posiblemente estas desgracias le parecerán una vaina, porque a su tita del alma le han quitado sin querer un puto sillón, y lo ha hecho una mujer más necesitada de comprensión que ella misma, una anciana aquejada de Alzheimer y que tan sólo deseaba sentarse. Tal vez por eso me hice un nudo tormentoso en la boca, que me partió el alma y me estranguló la lengua pegándomela al paladar, y solo razoné para mis adentros -tras soltarle insulsamente que los sillones no son de nadie- que estamos necesitados de desgracias, de pasarlo mal de verdad y de enconado sufrimiento, para lograr ser menos taimados con nuestros propios disgustos y casi agradecerlos, para no hacer lodo del agua por el simple hecho de que no se nos aparezca como cristalina… Para no matar moscas con el rabo cuando estemos aburridos.

Licencia Creative Commons Matar moscas con el rabo por Rafa Poverello se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en http://indignadossinparaguas.blogspot.com.es/2014/01/matar-moscas-con-el-rabo.html.

Milagros comunes

gift-present-christmas-xmas    Dicen con toda razón las personas decentes que no es de rigor catalogar a los semejantes como si fueran paquetes de pan de molde, pero bien es cierto de igual modo que los seres humanos somos de alguna manera nuestro carácter, con sus habilidades gozosas y aquellas libidinosas, con las virtudes que más dichoso hacen al mundo y las fallas que más nos transforman con redundante vicio casi en lastres sociales. El caso es que Carmina es egoísta, y aunque podríamos atenernos a lo que comentábamos sobre las personas decentes y recurrir al eufemismo de que tan sólo se comporta de tal forma que hace gala de ese defecto sin que ello englobe la totalidad de su ser, la purita verdad es que lo usa con tanta frecuencia que lo espontáneo es sin duda atreverse a emitir ese juicio de valor sin sentirte por ello mínimamente culpable. Por otra parte no hemos de caer en la tropelía de aislar a esta mujer de más de setenta años, delgada como una estaca, exalcohólica -con todas las aversiones sociales que ello conlleva para sí misma y para el resto de mortales- y afectada con excesiva proximidad y prolijidad por un ictus que la ha atado a una silla de ruedas, de su contexto, pasado y realidad vital que la hacen gozar de un genio de mil demonios sin un alma que condenar.

El caso es que Carmina se halla al fondo de la sala, con su cara de aguantar pocas gaitas, su mano derecha lacia volcada con la palma seca y muerta hacia arriba sobre uno de los extremos del asiento del carrito, y observando con creciente entusiasmo al numeroso grupo de escolares que, como una plaga de hormigas, se extienden a lo largo de un comedor demasiado pequeño agolpado de ancianos. Se preparan para un teatro. Navideño, solidario, como han de ser en estas fechas entrañables y ladinas en ocasiones en las que apenas dos o tres familiares han decidido acompañar a los residentes y cuya ausencia repara el cariño otorgado por los niños que charlan con afectados de Alzheimer o demencias haciendo viable cualquier conversación por más incongruente que pudiera resultar. Carmina asoma el pescuezo, por encima de tanta cabeza que dificulta su visión nada rapaz y cuando los infantes comienzan a ocupar la escena y a compartir alegres gestos y deseos una lágrima salada, alegre y vanamente protegida se escurre impertinente por una de sus mejillas. Mira alrededor con una mirada que acaba de renunciar a lo avieso, con los ojos enrojecidos y sonríe, falta de desasosiego y de ansiedad.

La obra, los cantos y la danza terminan y los escolares, henchidos de un gozo apreciable sin letanías, vuelven a mezclarse con los ancianos de rostro alegre que reclaman atención con los brazos y las almas abiertos. Los niños los abrazan, algunos se emocionan tal vez recordando a sus abuelos, les reparten postales realizadas por ellos en clase de manualidades y a Pepe, un hombre sin familia en la que apoyarse, viudo inmerecido en dos ocasiones y que también se encuentra empotrado en una silla de ruedas, le encasquetan sobre la cabeza una pulcra corona enguatada de rey mago al tiempo que brillan y se empañan sus pupilas oscuras. Carmina sigue al fondo, rodeada de pequeños seres que casi ocultan su raquítico cuerpo y hermosa sonrisa. Cuando se retiran la anciana sujeta cuatro o cinco Christmas entre sus dedos minúsculos; la compañera se acerca a ella, le pregunta por la felicidad que luce y la invita a compartir alguna de las felicitaciones con aquellos compañeros que no han podido bajar al salón y asistir a la representación. Pero Carmina se resiste, como era de esperar, aferrando cada esquina de postal igual que una posesa y no existe Dios en el mundo capaz de hacerla desistir de su egoísta empeño.

Pasan varios minutos tras la escena que acabo de contemplar y entonces me acerco a ella, compartiendo gozo y respetando su renuencia, y en un milagro de los de verdad y no de esos de andar sobre el mar, me mira con una firmeza oportuna e inhabitual y me ofrece las postales, para que elija las que más me convengan y las suba al comedor de la planta de arriba.

Sí, será una memez, como todos los milagros comunes, los que suceden sin intervención taumatúrgica más allá de la fuerza del amor en cualquiera de sus tipologías. Y creo, y confío en el ser humano, y en que no existe carácter gélido entre el común de los mortales que no derrita un corazón aguerrido.

FELIZ NAVIDAD a todos, de manera especial a quienes derriten el odio, o al menos tienen suficiente pábilo para no renunciar a la esperanza.

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Mala salud

The Old Man and the Sea by onez82

The Old Man and the Sea by onez82

     Sentado en la terraza del bar Las Delicias me hallaba, rompiendo una de mis sagradas opciones vitales contra el consumismo pertinaz en virtud de una onomástica y de un aniversario de boda. Sobre un terrizo tan pragmático como nada práctico martilleaba incómodo con lacónicos interrogantes e inusitadas propuestas al amable camarero que se acercaba a la mesa, libretita y bolígrafo en ristre, preguntando “¿qué van a tomar los señores?”. “¿El aderezo de este plato lleva huevo o leche?”; “¿podría traer las patatas solas y aparte el ketchup en lugar de salsa brava?”. En las mesas colocaron sendas bandejas adornadas de lonchas de tomate con el poco serio nombre de tomates al cachondeo y condimentadas con una salsa tipo alioli que aseguraban cumplía todos los requisitos previos y a mi lado sirvieron la vasta ración de fraudulentas patatas a la brava cuya desmesura consiguió casi de facto quitarme el apetito. Diversos platos de carne y pescado ajenos a mi paladar fueron completando las mesas mientras por mi parte intentaba acomodarme a tan común exceso sin lograrlo del todo.

     La enorme preocupación del personal de servicio del bar ante mis cuitas llegó incluso a parecerme anormal por muy aprehendida que tuvieran la premisa, como si se tratase de un juramento hipocrático, de que el cliente siempre lleva la razón aunque no la lleve. Cuando cortésmente dejaron sobre la mesa varias cartas de postres y me dio por pedir un sorbete de limón la extrañeza se transmutó en denodado objetivismo al escuchar las palabras inquietas que el camarero pronunció tras consultar en cocina: “usted no puede tomar ni huevo ni leche, ¿verdad? Me dicen que el sorbete puede estar contaminado”. Reprimí una estentórea carcajada que me subía como flujo por la garganta y comprendí la evidente confusión: el atento camarero y toda la cohorte de servicio habían dado por supuesto que era alérgico, para mi favor y poder ser sujeto de clemencia, y no vegetariano. 

     Fue en ese preciso instante de disfrute orgiástico e injustas sobras cuando se acercó el anciano. Lo más desalentador que pude pensar al observar su rostro contrito es que tenía el aspecto de una persona corriente. Ni alto ni bajo, ni guapo ni feo, ni pobre ni burgués que definiría paradójicamente Chesterton. Cualquier abuelo podría ser. Encorvado sobre sí mismo, más necesitado que lleno de vergüenza y paradigma tal vez de la verdad enunciada por el viejo de Hemingway de que “un hombre puede ser destruido, pero no derrotado»*, cargaba un carro de la compra repleto presumiblemente de cabezas de ajos de las que sostenía una bolsita en su mano izquierda. “Por favor, quieren comprarme ajos”. Se me demudó el semblante, me mordisquee con los dientes el labio superior y, mientras el anciano arrostraba sus ajados pasos por cada una de aquellas mesas rebosantes de personas corrientes como él y tan quejumbrosas de la crisis, mi cabeza comenzó a balancearse monótonamente como la de aquellos perritos que se colocaban sobre la bandeja del maletero del auto. “¿Cómo es posible esto?”. Mi pregunta era retórica, sin más expectativas que mi propia conciencia, pero la respuesta lacónica de Feli, que se hallaba sentada frente a mí engullendo una copa de helado de indeterminado sabor, me dejó más frío que el postre que aferraba entre sus dedos morenos: “a ver, pues sus hijos estarán todos en el paro y aquí está intentando sacar la casa adelante”. Punto. Será la fuerza de la costumbre.

     El anciano tendría al menos setenta años.

     “No es signo de buena salud el estar bien adaptado a una sociedad profundamente enferma”, decía el sabio hindú Jiddu Krishnamurti. Cuando nos resulta de idéntica plausibilidad y rutina tanto el rebosar de comida como un vagabundeo famélico; cuando más atención merece un vegetariano voluntario reconvertido sin propio deseo en alérgico que un anciano colmado de escaseces; cuando a pesar del bochorno que evapora la esperanza insistimos en abstraernos contemplando el goteo transitorio de una clepsidra es que destrozamos la brújula que indicaba el norte… Es que estamos muy enfermos.


     * “El viejo y el mar”, Ernest Hemingway, 1952

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Constantino Cavafis

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Kavafis by raschiabarile

     De antemano, vuestras disculpas, ante lo que no es ni pretende ser una reseña, pues se me hace del todo inviable, sino puro sentimiento, lo único a lo que decido acogerme con vuestra venia. Espero lograr explicarme… con lo que ello implique.

     Dijiste: “Iré a otra tierra, iré a otro mar…” Primer verso de la Antología de Cavafis. Noche del 26 de marzo, tumbado en la cama poco antes de que Morfeo me acogiera en sus brazos.
“… que, junto a ese retorno,
pueda también devolvernos nuestra pequeña alcoba”. Dos últimos versos. 9 de abril, sentado en incómoda e innatural postura delante de la pantalla encendida de mi ordenador. Exultante, nervioso y emocionado como ese niño que era hace muchos años poco antes de pasar la última página de cualquier aventura de Mortadelo y Filemón. Placeres de momentos efímeros, pero de infinitos eternos. 

     No os ofendáis, mi sentida intención no es igualar a Cavafis con Ibáñez, y mucho menos comparar sus sensibles poemas con las sencillas viñetas de los agentes de la T.I.A. Mi intención es mi emoción. Tal cual, porque a partir de superar las gruesas dificultades iniciales de tantos versos dedicados a la antigüedad griega, a emperadores romanos y de sobrevivir a las necesarias notas explicativas para no perderme en el caos, sucumbí, me mecí en las olas del mar de Cavafis, que jamás surcó ninguno, y me hizo atravesar tierras ignotas, en las que nunca estuve. Y vibré, como en la vida me ha sucedido en la poesía, cuyos libros eran habitualmente “condenados” a ocupar únicamente el ingrato y breve espacio entre la vigilia y el sueño, entre el sueño y el desvelo matutino… Pero no pude hacerlo así. Cuando me ganó el corazón, Cavafis in aeternum.

     Cavafis, al igual que Kant o tantos otros genios, no abandonó ni por un segundo su ciudad natal, y habremos de suponer que en eso radica lo hermoso y necesario de su pensamiento: que no habita en su mente lugar para nada más que la experiencia de lo vivido, que fue mucho y doloroso (partiendo de su declaradísima homosexualidad). Pura e inigualable contradicción: sobriedad emotiva, anhelo y desprecio de tiempos pasados (tan mejores y tan peores), certeza mortal de incertidumbre, erótica sensualidad, y especialmente esa reposada ironía, que lo es tanto que necesita ser explicada para ser comprendida. Y todo en cada verso, en cada letra… Cavafis era de una meticulosidad que asustaba; diez años podía tardar en modificar y transformar hasta conseguir estar a gusto y satisfecho con un poema. Bendita locura, alabada paranoia, como Hitchcock, Chaplin o Kubrick en el cine, que permiten alcanzar cotas de perfección y hermosura imposibles de abordar con absurdas palabras.

     La vida de Cavafis fue tu alma, surque o no cualquier mar, porque lo imposible del todo es huir de uno mismo. Y hacedle caso, en su amor al desencanto francés de Baudelaire:

     “No confiéis tan sólo en lo que veis.
     La mirada de los poetas es más aguda.
     Para ellos la naturaleza es un jardín familiar.

     En un oscuro paraíso los demás hombres 
     siguen a tientas un camino arduo.
     Y la única luz que, a veces, como chispa
     efímera ilumina su paso
     en la noche es la breve sensación
     de una magnética, casual vecindad,
     corta nostalgia, escalofrío de un instante,
     sueño del amanecer, alegría
     inocente que súbita fluye
     en el corazón y súbita huye.”


     Haced caso al poeta y, por compasión, leed a Cavafis.


Itaca

Cuando emprendas tu viaje a Itaca
pide que el camino sea largo,
lleno de aventuras, lleno de experiencias.
No temas a los Lestrigones ni a los Cíclopes,
ni al colérico Poseidón,
seres tales jamás hallarás en tu camino,
si tu pensar es elevado, si selecta
es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo.
Ni a los Lestrigones ni a los Cíclopes
ni al salvaje Poseidón encontrarás,
si no lo llevas dentro de tu alma,
si no los yergue tu alma ante tí.

Pide que el camino sea largo.
Que sean muchas las mañanas de verano
en que llegues -¡con qué placer y alegría!-
a puertos antes nunca vistos.
Detente en los emporios de Fenicia
y hazte con hermosas mercancías,
nácar y coral, ámbar y ébano
y toda suerte de perfumes voluptuosos,
cuantos más abundantes perfumes voluptuosos puedas.
Ve a muchas ciudades egipcias
a aprender de sus sabios.

Ten siempre a Itaca en tu pensamiento.
Tu llegada allí es tu destino.
Mas no apresures nunca el viaje.
mejor que dure muchos años
y atracar, viejo ya, en la isla,
enriquecido de cuanto ganaste en el camino
sin aguardar a que Itaca te enriquezca.

Itaca te brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene ya nada que darte.

Aunque la halles pobre, Itaca no te ha engañado.
Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia,
entenderás ya qué significan las Itacas.


El viejo

En una esquina del café sonoro de murmullos confusos
un anciano sentado se inclina sobre la mesa,
leyendo un periódico, sin compañía.

Y en el ocaso de su miserable senectud 
piensa cuán poco gozó en los años)
cuando tuvo la fuerza y el verbo y la belleza.

Sabe que está muy viejo, y lo siente, y lo ve.

Y, sin embargo, le parece que la juventud 
fue ayer. ¡Corto intervalo, corto! 

Y piensa en qué forma lo embaucó la prudencia,
cómo de ella se fió y qué locura
cuando la engañadora le decía: «Mañana. 
Tienes todo tu tiempo».

Se acuerda de los impulsos que detuvo y cuántas
delicias sacrificó. Ocasiones perdidas
que burla ahora su prudencia insensata. 

…A fuerza de rumiar pensamientos y recuerdos
el vértigo lo invade. Y se duerme 
inclinado sobre la mesa del café.


Murallas

Sin consideración, sin piedad, sin recato
grandes y altas murallas en torno mío construyeron.
Y ahora estoy aquí y me desespero.
Otra cosa no pienso: mi espíritu devora este destino;
porque afuera muchas cosas tenia yo que hacer.
Ah cuando los muros construían cómo no estuve atento.
Pero nunca escuché ruido ni rumor de constructores.
Imperceptiblemente fuera del mundo me encerraron.