«El tambor de hojalata» (1959)

Günter Grass

Se lo llevó de nuestras vidas una pulmonía en abril de este año, cuando aún gozaba de unas ganas intactas para seguir escribiendo novela, ensayo y poesía… Se llevó la muerte a Günter Grass, pero ya no pudo impedir su eterno crecimiento -al contrario que Oscar, el protagonista de El tambor de hojalata- y que se haya convertido en un gigante de las letras, uno de los autores que más lúcidamente ha sabido plasmar las inclemencias del siglo XX, de manera particular Alemania, cuyo ejemplo es la obra que nos ocupa.

Grass, Premio Nobel y Príncipe de Asturias, puede ser sin duda paradigma del hazte famoso y comenzarán a lloverte piedras. El escritor, un hombre que, quizá por haber nacido de entrada en una ciudad ‘libre’, Dánzig, sometida tan sólo a la Sociedad de Naciones hasta la ocupación nazi, demostró su compromiso socio-político con la clase obrera y ante todas las circunstancias que cercaron Alemania y a los países del Pacto de Varsovia, no pudo evitar las críticas de determinados sectores por su participación, imberbe y medio obligada, durante la II Guerra Mundial bajo las órdenes del III Reich.

Es muy probable que quien critique ciertas locuras e insensateces de adolescencia no haya leído El tambor de hojalata, una novela no ya crítica a nivel social y cultural, sino verdaderamente despiadada por momentos, y hasta cruel en su sátira.

En una entrevista, decía Grass que a nivel filosófico, más allá de su evolución

personal, “no estaba bajo la influencia de Heidegger sino de Camus. Es decir, que vivimos ahora y tenemos la posibilidad de hacer algo ahora con nuestra vida. Es El mito de Sísifo, que conocí después de la guerra. Con el transcurso de los años me di cuenta de que tenemos la posibilidad de la autodestrucción, algo que antes no existía: se decía que la Naturaleza era la que la producía las hambrunas, las sequías, algo cuya responsabilidad estaba en otra parte. Por primera vez somos responsables, tenemos la posibilidad y la capacidad de autodestruirnos y no se hace nada para eliminar del mundo ese peligro”.

Y buena parte de ese mito, de esa capacidad terrible que puede conducir a la raza humana a la desaparición, ya se hace presente en la vida de Oscar, el niño que se negó a crecer apenas cumplidos tres años, como una tremenda alegoría sobre una sociedad enferma que descompone al individuo, lo deforma, y después de cargárselo tiene la desvergüenza de convertirlo en Mesías, porque conviene, porque es lo que toca, porque mejor un mesías medio freak que ya poco tiene de inocente, que uno que intenta ser libre, aunque sea a consta de renunciar a determinadas responsabilidades. El propio Grass lo expone con una claridad manifiesta en las últimas páginas de la novela: “esto podría ser el punto de partida para un tratado acerca dela inocencia perdida; podría colocarse aquí al Oscar con tambor, en sus tres años permanentes, al lado del Oscar jorobado, sin voz, sin lágrimas y sin tambor”.

No voy a caer en el optimismo de decir que El tambor de hojalata es una lectura fácil, pero es peculiar el estilo de Grass a lo largo de la obra, y ese curioso símbolo de referirse el propio narrador a sí mismo en tercera persona, más habitualmente según avanza su vida, como si fuera de otro, como si necesitara olvidarla… Porque Oscar, tanto el divertido y jocoso como el sufriente y sometido, es, igual que la mayoría de los seres mortales, un tipo que necesita darle sentido a su historia y sobrevivir al caos, aunque en parte deba para ello idearse un padre mejor o creerse padre de quien seguramente no lo es.

¿Puede haber algo tan tristemente sardónico como poder resumir la propia existencia en un párrafo de 8 líneas? Oscar-Grass lo hace, con un miedo no superado, aunque ausente de rencor: “nací bajo bombillas, interrumpí deliberadamente el crecimiento a los tres años, recibí un tambor, rompí vidrio con la voz, olfateé vainilla, tosí en iglesias, nutrí a Lucía, observé hormigas, decidí crecer, enterré el tambor, huí a Occidente, perdí el Oriente, aprendí el oficio de marmolista, posé como modelo, volví al tambor e inspeccioné cemento, gané dinero y guardé un dedo, regalé el dedo y huí riendo, ascendí, fui detenido, condenado, internado, saldré absuelto; y hoy celebro mi trigésimo cumpleaños y me sigue asustando la Bruja Negra. – Amén”.

     Os dejo de nuevo con algunos fragmentos de la obra y enlace de descarga pinchando aquí.


«Hoy, que todo esto pertenece ya a la Historia -aunque se siga machacando activamente, sin duda, pero en frío-, poseo, en mi calidad de paciente particular de un sanatorio, la perspectiva adecuada para apreciar debidamente mi tamboreo debajo de las tribunas. Nada más lejos de mis pensamientos que el presentarme ahora, por seis o siete manifestaciones dispersadas y tres o cuatro marchas o desfiles dislocados con mi tambor, cual un luchador de la resistencia. Se habla del espíritu de la resistencia, y de los grupos de la resistencia. Y aun parece que la resistencia puede también interiorizarse, lo que trae a cuento la emigración interior. Sin hablar de tantos respetables e íntegros señores que durante la guerra, por haber descuidado en alguna ocasión el oscurecimiento de las ventanas de sus dormitorios, se vieron condenados a pagar una multa, con la correspondiente reprimenda de la defensa antiaérea, en gracia a lo cual se designaba hoy a sí mismos como luchadores de la resistencia, hombres de la resistencia».

 

     «Uno puede empezar una historia por la mitad y luego avanzar y retroceder audazmente hasta embarullarlo todo. Puede también dárselas uno de moderno, borrar las épocas y las distancias y acabar proclamando, o haciendo proclamar, que se ha resuelto por fin a última hora el problema del tiempo y del espacio. Puede también sostenerse desde el principio que hoy en día es imposible escribir una novela, para luego, y como quien dice disimuladamente, salirse con un sólido mamotreto y quedar como el último de los novelistas posibles. Se me ha asegurado asimismo que resulta bueno y conveniente empezar aseverando: Hoy en día ya no se dan héroes de novela, porque ya no hay individualistas, porque la individualidad se ha perdido, porque el hombre es un solitario y todos los hombres son igualmente solitarios, sin derecho a la soledad individual, y forman una masa solitaria, sin hombres y sin héroes. Es posible que en todo eso haya algo de verdad. Pero en cuanto a mí, Óscar, y en cuanto a mi enfermo Bruno, quiero hacerlo constar claramente: los dos somos héroes, héroes muy distintos sin duda, él detrás de la mirilla y yo delante; y cuando él abre la puerta, pese a toda la amistad y a toda la soledad, no por eso nos convertimos, ni él ni yo, en masa anónima y sin héroes».

«Conducta» (2014)

 

Ernesto Daranas en el rodaje de «Conducta»

“Si quieres un delincuente, trátale como un delincuente”. Esta máxima, esgrimida como a golpe de florete, por la dignísima maestra Carmela (una sensacional Alina Rodríguez) puede resumir a la perfección el sentido que el contestatario director y guionista cubano Ernesto Daranas quiere conceder, sin ambages ni dulzainas, a este su segundo largometraje de ficción: “Conducta”. Se nota que el tipo es licenciado en pedagogía.

Especializado en documentales, por los que ha recibido innumerables galardones internacionales, la película -que tampoco adolece de premios en numerosos festivales- no baja en absoluto de nivel y mantiene -de una manera peculiar, pero poco dada a la condescendencia- la seriedad y la denuncia social tan marcada desde siempre en buena parte del cine latinoamericano. Hay filmes que prometen y que al final acaban engañando y hasta torciendo el gesto para hacerlo lo más agradable a ojos del respetable por más chutes de realismo que digan aportar. El último ejemplo puede ser “Trash, ladrones de esperanza” (Stephen Daldry, 2014), y el paradigma la laureada y -bajo mi humilde opinión- manipuladora y sobrevalorada “Slumdog Millionaire” (Danny Boyle y Loveleen Tandan, 2008). Curiosamente ambas del Reino Unido, nada que ver con los golpes de efecto que provienen, tal vez, de quien sufre y ve desde la infancia aquello de lo que habla: “Ciudad de Dios” (Fernando Meirelles y Kátia Lund, 2002), “Tropa de élite” (José Padilha, 2007) o la más reciente “La jaula de oro” (Diego Quemada-Díez, 2013).

Quizá, la cinta de Quemada-Díez sea técnicamente más impecable que la de Daranas, al que tampoco se le pueden poner desde luego muchas faltas, pero los entrañables personajes creados por el director nacido en La Habana, tan creíbles como la propia historia en la que los hace subsistir, transmiten una indiscreta emoción de la que resulta difícil abstraerse y aun sobreponerse.

    Dentro de la densa amalgama de ideas que recorren “Conducta” (prostitución, presos políticos, educación, inmigración, infancia…), el fundamento obvio que inspira cada fotograma -excelentemente representado por las palomas- es el concepto de la libertad, al que más allá de excusas/motivos a los que decidamos aferrarnos estamos unidos indisolublemente por el mero hecho de ser individuos capaces de decidir. Pueden existir condicionantes, variables, ambientes… pero a la postre es el propio ser humano, con el bagaje de toda su historia personal, quien opta por adaptarse (a la pobreza, a la exclusión, a la norma…) o por abrazar otras posibilidades, que suponen igual dosis esfuerzo como de apertura a algo mejor.

Es lo que cree Carmela, por lo que lucha contra todo fundamento legal si este es notoriamente injusto: ¿qué vale más la ley que prohíbe colocar la estampita de un santo en la clase o lo que significa a nivel vital para un alumno poner la estampita? La ley se hizo para el hombre, y no el hombre para la ley. Es lo que vive Carmela, hasta sus últimas consecuencias, que no hay que plegarse a lo mayoritario para evitar el conflicto. Y cuando hay argumentos sólidos para la resistencia, el enemigo queda retratado con los suyos propios que expone.

Hay un punto culminante en cualquier obra que distingue de manera radical aquellas llevadas por la buena intención (lo comercial) de aquellas otras que se sienten incapaces de renunciar a la crítica: en una película ese momento de inflexión suele acontecer en los últimos cinco o diez minutos y la convierten -aparte de otros aspectos, claro- en “Slumdog Millionaire” o en “Ciudad de Dios”. Daranas lo sabe y prefiere no dar palmaditas en la espalda a pesar de dar más o menos pábulo a la esperanza.

Para descargar la película completa pincha aquí.

«Muero por dentro» (1972)

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Robert Silverberg

Hay tipos de esos injustamente desconocidos y casi condenados al ostracismo para la mayor parte de los mortales. Tipos que supieron adaptarse para lo bueno y para lo malo, que crearon cuentos bazofia (según sus propias palabras, justo después de recibir el Premio Hugo en 1956) para ganarse la vida usando el simple don de la ubicuidad de sus obras, pero que fueron capaces de crear novelas inmortales durante casi una década, novelas de una clarividencia que las conducen al camino inigualable de sortear géneros a pesar de que, al igual que le sucediera a su contemporáneo Ray Bradbury, se le encuadre de manera habitual y poco ortodoxa en la ciencia ficción.

Si buscáis a ese tipo se llama Robert Silverberg, y si queréis esa obra de dimensiones cósmicas que puede servir de paradigma es “Muero por dentro”, un exquisito tratado filosófico sobre la esencia del ser humano y que fue creado de manera ejemplar a partir de la simple y manida idea de la telepatía.

Que el pobre David Selig, protagonista terrible de “Muero por dentro”, tenga el poder de leer la mente es un aspecto obviamente transversal, pero en cierta medida trivial. De lo que trata la novela de Silverberg y que el autor plasma de manera inequívoca y omnímoda desde el mismo título es de la relación entre los seres humanos, la incomunicación y la forma de entenderse a sí mismos. No es difícil hallar paralelismos entre este libro y “El increíble hombre menguante”; ambos tratan de dos personas diferentes al resto, una por su capacidad para leer el pensamiento y otra porque poco a poco va reduciendo de tamaño hasta desaparecer, y esas realidades condicionan su visión del mundo y de sí mismos. Incluso en los finales de sendas obras se hace referencia explícita a Dios y al Cosmos como la nada que somos y la necesidad de aprender a relacionarse desde lo que somos. No ha de ser casualidad pues que, en “Muero por dentro”, cada vez que Selig usa el maldito don con las personas que ama las acaba perdiendo. Siempre e indefectiblemente.

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«Trastorno» (1966)

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A poster of Thomas Bernhard, por Williamdallwitz

Algo suavecito, como un bolero, quería yo. Para no pasar ni un mal rato ni perderme en escabrosos laberintos de letras y estilos. Una novela de transición después de un par de obras de esas que te sientan mal por argumento, por muy bien escritas que estén.

Alguno que otro ya se estará tronchando de la risa, claro, porque esta introducción aclaratoria y necesaria tipo catarsis es de un libro de Thomas Bernhard que, encima, se llama Trastorno. Pero el caso es que me atraía la sinopsis, y el haber oído eso de que el austríaco es uno de los mayores escritores en lengua alemana (y más) de todo el siglo XX. Pues eso, como no tenía el Nobel ni nada me lancé a la piscina con la inconsciencia de un bebé de pecho sin ponerme a leer antes ni una coma del estilo del autor. Cosa harto extraña en mi caso.

La obra dispone de dos capítulos de desigual longitud. El primero me sorprende por su pulcritud, perfectamente escrito, con unas características peculiares en los diálogos y enfoque de personajes, donde el protagonista de la historia no es el que la narra en primera persona y en el que, a partir de las enfermedades físicas de diferentes actores que trata un médico rural, Bernhard comienza a desentrañar con contundencia las dolencias que arrastra la sociedad que le rodea: muerte, desesperación, asesinatos, suicidio, individualismo… Todo ello sin renunciar un segundo a un marcado componente filosófico y metafísico y una exquisita sensibilidad en medio del caos que, incluso en nada veladas referencias del mismo autor, recuerda irremediablemente a Kafka. Tanto El castillo como La metamorfosis… y la inseguridad vital de El proceso aparecen en buena medida dentro de las páginas de toda la novela.

Y entonces llega la segunda parte, que comienzo a leer con verdadero interés y expectativas, en cuyo inicio se relata la llegada del doctor y de su hijo -que es en realidad el narrador de toda la obra- al castillo de Hochgobernitz para visitar al Príncipe Saurau, un tipo tan loco como genial, quien supuestamente está en tratamiento. En un principio el método parece discurrir de manera similar al de la primera parte, a base sobre todo de monólogos, esta vez en boca exclusiva del príncipe, sin apenas intervención de los otros dos personajes presentes y renunciando de forma expresa a cualquier apunte meramente descriptivo de situaciones o lugares más allá de dentro o fuera de las murallas. Pero de repente, en apenas unos párrafos, y debido especialmente a esa manía mía lectora de buscar el siguiente punto y aparte para colocar el separador al dar por terminada la lectura del momento, veo que el siguiente se halla cuatro o cinco páginas atrás. Voy echando pues un ojo al asunto, ya que la densidad y estilo de Bernhard además son exigentes en grado sumo y el discurso del soberano más que un monólogo semeja un soliloquio de mezcolanzas inverosímiles, palabras y frases en cursiva, diálogos de otros personajes conocidos a los que hace alusión Saurau, quien a su vez está hablando a través de los recuerdos de la primera persona del hijo del doctor, idas y vueltas a la misma idea… y todo ello, de nuevo, con un agobiante componente filosófico, trascendental y de mala baba hacia las convenciones sociales y los políticamente correcto… Decía que echo un ojo entonces y descubro que desde la página 152 hasta la 216 no hay ni un puñetero punto y aparte, lo que no quiere decir a la postre que el príncipe no cambie de discurso, de idea, de enfoque, de con quién o con qué meterse en medio de sus trastornos e incoherencias perfectamente hilvanadas… hasta se atreve a terminar la novela con unos puntos suspensivos que dan buena razón de que no hay fin a la debacle, a la desazón, al trastorno social. Sigue leyendo