Peritonitis del alma

Discrimination by carts

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     Antonio aparenta la edad que decida uno colgarle. Como inserto en la cabeza tiene el cabello medio ribeteado de plata -lo cual quiere decir que en su otra mitad goza de un pulcro color natural- al tiempo que profusas y expresivas arrugas recorren su rostro de norte a sur y de este a oeste sin que el observador perspicaz sea capaz de definir a ciencia cierta si son causa y efecto del paso de los años o de la inmisericorde lucha diaria de quien resiste la pobreza a golpe de mérito. Su indumentaria no resalta en el más mínimo detalle; viste de obrero, de trabajador de clase baja a quien no le preocupa lo más mínimo si conjuntan mal o bien el verde y el azul o si un jersey de cuello de pico casa regular sobre una camiseta de publicidad o con calzar unas zapatillas de deporte. Se sienta como uno más a nuestro lado, con el desapercibimiento del que esconde humildemente muchas verdades que compartir, al tiempo que uno de sus compañeros de la Coordinadora de Barrios Ignorados proyecta un montaje sobre el fondo blanco de la pared y explica con generosa cadencia los objetivos y reivindicaciones de la plataforma. 

     Antonio apenas abre la boca, guarda tan silente atención a las imágenes que inundan de luz la sala que podría jurarse que no las hubiera visto ya decenas de veces. Mientras las contempla en ocasiones asiente con un leve balanceo de cabeza, en otras gira el rostro, ofrece espontánea una mueca de disgusto y parece negar con amargo dolor los gélidos datos estadísticos de los que es más consciente que ningún otro de los seres que habitamos en ese instante la habitación en virtud de su propia realidad. Antonio vive en el barrio periférico de Las Palmeras, la zona de la capital cordobesa más castigada por la exclusión social y las situaciones de marginalidad. Con su pequeña pensión intenta mantener a flote a toda su familia, aglutinada en torno a él en diversificados grados de consanguinidad y parentesco, y con su elevada visión de la solidaridad y de la justicia que le otorgaron el respeto de sus vecinos ganado a pulso gitano manteniendo el equilibrio en medio de las tempestades y domeñando su ímpetu a imagen de Aquilón, persigue la estabilidad social en una barriada de más de seis mil personas, provenientes todas de algo más de una docena de familias que han ido extendiéndose como esporas dentro de un ambiente hostil. 

     En su ensayo “La Quintaesencia del ibsenismo” el Nobel irlandés George Bernard Shaw expone con bastante criterio que existen tres tipos de personas: los realistas, que asumen dócilmente la sustantividad que les rodea, los filisteos, que se van adaptando a ella según conveniencia y voluntad, y los idealistas, cuyo fin primordial consiste en no obviar los propios sueños y luchar de manera encarnizada por cumplirlos. Antonio, que bien podría acogerse con destemplanza y excusas creíbles a los dos primeros modelos, nos demuestra en la única ocasión en la que toma la palabra que su opción vital no pasa en absoluto por la más mínima renuncia a sus ideales. Nos habla del mal del oenegísmo y su dañina presencia cargada de habitualidad cuando su fin exclusivo es la subvención por encima de la lógica o el derecho de quienes dicen defender. Cuando narra su diálogo casi revertido en monólogo con un miembro de una de la legión de asociaciones que pululan por su barrio nos cuestiona sin apenas darse cuenta de ello. Con absoluta franqueza y naturalidad.

     “Era un buen chaval; hablaba sobre la exclusión, de lo que nos entendía… y un día lo cogí y le pregunté:
     – Pero ¿qué sabes tú de exclusión?
     – Hombre, estamos colaborando con vosotros, en medio de vuestro barrio…
     – Ya. Te voy a hacer tres preguntas, y te pido que me respondas con sinceridad. A ver, si te fueras a comprar una casa y sabes que en Palmeras son muy económicas, ¿te vendrías aquí a vivir?
     El chaval ya empezó a mirarme raro y se encogía de hombros sin saber por dónde salir.
     – La segunda: ahora tienes una hija, y le gustan dos tíos, uno del centro y otro de aquí del barrio… ¿cuál le dirías que es preferible? 
     Entonces cambió de tema, parecía temer por dónde le iba a salir con la tercera pregunta y se dio la vuelta diciendo que tenía muchas cosas que hacer. La última pregunta era que si tuviera que contratar a alguien no iba a tener en cuenta en que sitio de Córdoba vivía.”

     Pasaron una docena de ángeles, tiempo de silencio y mordeduras de labios inferiores. “El idealismo a medias es la peritonitis del alma”* y mi abdomen acababa de ser lanceado con febril entusiasmo. Afortunadamente la cura para cicatrizar las heridas también la pone Aldrich: “no hay nada más abyecto sobre la faz de la tierra ni en todo el reino animal que un hombre que vendió sus sueños y que no puede olvidarlos”.

     Habrá que volver a comprarlos.



* The Big Knife” (La podadora), Robert Aldrich, 1955.

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Peritonitis del alma por Rafa Poverello se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.

«Awaara» (El vagabundo, 1951)

Raj Kapoor birth place by Burhan Ahmed

Raj Kapoor birth place by Burhan Ahmed

Decir que lograr ver «Awaara» supuso un esfuerzo digno de los Titanes es quedarse demasiado corto. El vacío absoluto y total ostracismo del que ha sido objeto el cine indio por parte de occidente tiene diversas visiones o facturas, pero es tan cierto como que filmes clásicos y renombrados en las diferentes antologías sobre Historia del cine como «Devdas» (1935) o «Nagarik» (1952) no es que sean cuasi imposibles de encontrar, sino que ni aparecen en las webs de cine. Tras denodados intentos dejé por imposible conseguir «Devdas» (que no ‘existe’ para algunos buscadores de red) y tras lograr descargarme «Nagarik», pero en versión original y existiendo únicamente para descarga los subtítulos en inglés (sólo sé castellano y me defiendo regular), le metí mano a Raj Kapoor, del que logré los subtítulos en el exclusivo idioma que controlo con defectos.

Esta introducción que puede resultar un tanto brasa se me hace necesaria, para explicar que existe vida en Bollywood antes y después de Satyajit Ray. Sobre todo antes, y «Awaara» es una de esas vidas, pues fue concebida tres años antes que «Pather Panchali», primera parte de la obra de Ray.

La falta de recursos y posibilidades reales a la hora de acercarte al cine indio juega majestuosamente en su contra, pues si bien es relativamente común entre el público de occidental no entender del todo la mecánica y estructura de los filmes clásicos japoneses o chinos (Ozu, Mizoguchi, Naruse…), su habitual presencia en festivales, filmotecas, críticas o páginas sobre el séptimo arte, hace que forme parte de lo que debe ser visto irremediablemente so pena de ser juzgado de inculto entre el alto standing de los amantes del celuloide. Aunque luego, una vez visto te resulte una soberana memez y ni te atrevas a soltarlo en uno de los cientos de blogs existentes al respecto. Con el cine indio no hay problema en este sentido, salvando al nombrado Satyajit Ray y su maravillosa «Trilogía de Apu» a la peña le importa un pimiento que no se sepa quien es Kapoor, Ghatak o en su casa lo conocen.

Por todo ello, terminar de ver «Awaara» te deja una sensación muy muy extraña y como dice una vez y otra Raj, el vagabundo protagonista del filme, no somos nosotros, ‘es su apariencia’. Mi mente no está para nada acostumbrada al estilo narrativo propio del cine indio. ¿Y eso es malo? Pues creo que no, es cuestión de aprender, y lo hice pronto, porque la peli de marras dura tres horas, ni más ni menos, y su historia es tan hermosa que lo que en principio estaba programado para una sesión dividida se convirtió en un ‘¿cómo voy a dejarlo ahora?’. Del tirón, oiga, con todos los defectos que puedo haberle visto y que reflexionados varias horas después no lo son, sino formas distintas de hacer y entender el cine. ¿Extraños números musicales? Pues mira, sí, pero sólo para nosotros, infames mortales de este lado del Atlántico, tan acostumbrados a los bailecitos y coreografías tipo Broadway con los que otra peña de mentalidad distinta se queda petrificada. ¿Qué puede resultar moralizante? Sin duda menos que Capra y de él pocos se quejan. Su componente social, aun con una curiosa mescolanza con el cine romántico del Hollywood de los 40, está a la altura del neorrealismo imperante por ese entonces en Europa cuando es bastante improbable que Kapoor conociera esta nueva tendencia en el cine, pues «Ladrón de bicicletas» no fue proyectada en India hasta este mismo año. Sería casi una ofensa poner a Kapoor a la altura de Satyajit Ray, pero los méritos que se llevó el reconocido director indio, que incluso obtuvo un Óscar honorífico por su obra, no serían los mismos sin el neorrealismo iniciado de extraña forma en su país natal a través de «Awaara». Para hacerse una idea clara de la importancia socio-política de esta obra de Kapoor se hace imprescindible decir que su fama en la Unión Soviética y China se extendió como la pólvora.

Total que, abierto de miras y si no se hace uno esclavo de lo culturalmente establecido, «Awaara» es una intemporal historia de amor, un intenso drama con toques de comedia y una ingente crítica social y especialmente un filme que te hace pensar sobre el destino al que en repetidas ocasiones se nos conduce para luego hacernos únicos culpables y responsables de ello, como chivos expiatorios de una sociedad injusta y trápala que nunca quiere ser llevada al banquillo. Un placer extraño, que como todo placer extraño merece ser degustado con calma y templanza.

Del castigo y la redención

     A mis herman@s de APDH-A, con ternura
 Verona by webandi

Verona by webandi

      Repiquetearon como a ritmo de claqué los cascos de la montura sobre los húmedos adoquines del suelo aledaño a los muros de la quibla de la Mezquita. Las ruedas anchas y desbordadas del carruaje chirriaron con levedad bajo el peso de una pareja de turistas de rostro amable, formas orondas e inadecuadas prendas de vestir en virtud de una primavera atípica y mal encarada, que se hallaban apoltronados en los asientos del sentido de la marcha y sonreían contemplando el alminar y los arcos exteriores de herradura cámara en mano.  El cochero, tocado con sombrero cordobés y desvencijado dentro de un chaleco escaso, hizo restallar el látigo sobre el lomo de la cabalgadura mientras con la mano libre y un pañuelo perlado de sudor se secaba compulsivamente la frente acuosa.
Martín, aferrado a la mano segura de su madre, los observó pasar frente a él con los ojos abiertos y el gesto reflexivo. En un movimiento apenas perceptible hizo girar el globo ocular hacia ella sin apenas mover un solo músculo.
– Mamá, ¿por qué le está dando con el látigo?
María miró a su hijo de cinco años y medio con cara de respuestas imposibles y nada satisfactorias. En ese preciso instante agradecí con copiosa generosidad no tener descendencia y aún no logro recordar las difusas palabras que María acertó a balbucear con el propósito de que Martín no odiara de por vida el agresivo actuar del cochero. Le faltó a la pequeña criatura desprenderse de las ataduras cariñosas de la mujer que le dio la vida, llorar de manera ahogada y correr hacia el caballo para abrazarlo como hiciera Nietzsche en el frío acerado de las calles de Turín.
     Dudas tengo de que Martín, a tan temprana edad, disponga siquiera de parcos conocimientos sobre Rousseau, Plauto y la humana condición, por lo que intuyo con la mayor celeridad que el chico simplemente se vio incapaz de entender el castigo al que era sometida la bestia de carga, por la que sintió una compasión espontánea que no le produjo ni por asomo el dueño que empleaba con ella la fusta. Siendo yo poco dado a polaridades extremas tipo buen salvaje u “homo homini lupus” convengo pues que si Martín no entendió tal condicionamiento operante es porque su aprendizaje camina por derroteros bastante menos abrasivos que los del conductismo de Pávlov y Skinner, y ni se le ocurrió pensar en el castigo como una solución válida a aquellos comportamientos poco… adecuados.

El caso es que a raíz del castigo y de la redención pienso en la célebre frase de Dostoievski: “el grado de civilización en una sociedad se juzga visitando sus cárceles”, y tras conocer en los últimos veinte años a variopintas personas que, por muy diversos y hasta injustos motivos, han terminado dando con sus huesos en prisión, y después de haber pateado voluntariamente sus pasillos y salas durante un año, no me queda otra opción que admitir que el pensar en el trullo como lugar de reinserción es igual que ver en Herodes el Grande y su ahistórica matanza de inocentes a un precursor de los sistemas para el control de la natalidad.

Las personas con su libertad confiscada son estigmas del fracaso de una sociedad que los aleja como apestados de los centros neurálgicos de la ciudad, del mismo modo que en la antigüedad se obligaba a los leprosos, ocultos en cuevas tan ácidas como mazmorras, a llevar una campanilla y hacerla sonar al paso de personas de dignidad más locuaz. Temer lo desconocido, lo diferente, aislarlo y maniatarlo, conducirlo sin remisión al caos y a la imposibilidad de devolverle el derecho. Cuando la reinserción social no es prioridad el fracaso personal se convierte en inmediata consecuencia.
A nadie importa que desde hace casi un año no dispongan las cárceles de Andalucía del Servicio gratuito de Orientación y Asistencia Jurídica Penitenciaria (SOAJP) -total ya están condenados, peor no va a ser-, o que la Consejería de Salud y Bienestar Social suspendiera desde principios de año el plan de asistencia sanitaria a los presos por impago del Gobierno, o que los internos con trastornos mentales -que suponen cerca del 40% de la población reclusa- hayan dejado de recibir atención psiquiátrica… Los ricos, los que se hayan entre rejas por desfalcos, por prevaricación -alguno hay que no recibió el indulto- no notarán las rebajas, y de los pobres no se escucha la queja. Tampoco percibirán los epulones ni en sus peores sueños que para poder ver a un familiar o compartir un ‘vis a vis’ en la prisión de Córdoba tan sólo disponen de un autobús de línea pública a la ida y otro a la vuelta; mientras, los lázaros, sin auto propio ni dinero que lo alquile, han de llevarse la fiambrera, el ánimo y una insufrible paciencia cargados en la mochila. Sólo acusan los recortes las Rosarios, Teresas, Victorias; mujeres que han de recibir de igual manera el castigo impuesto a sus hijos o maridos en virtud del diablo sabrá qué normativa vigente.

Habrá que someter al látigo, lanzarlo a las brasas, licenciar al castigo y considerarlo la más peligrosa arma de destrucción masiva cuando se ejercita de manera global y metódica, para que existan en un futuro inmediato muchos más Martines que Rosarios, Teresas y Victorias. Para abrir las prisiones injustas.

«Mary & Max» (2009)

Adam Elliot

Adam Elliot

En la semana en la que se ha celebrado el Día Internacional del Síndrome de Asperger se hace necesario rescatar la reciente joya cinematográfica de Adam Elliot, Mary & Max, quien debutaba como director de largometrajes sorprendiendo a propios y extraños a pesar de contar en su haber con un Oscar. 

Imposible describir con palabras los sentimientos que afloran mientras se visiona este excelente filme de animación stop-motion. Una maravillosa historia donde convergen el amor, la amistad y la necesidad de sentirnos queridos a pesar de la soledad a través de la vida de dos personas casi opuestas, pero que no se hallan en el mundo. 

Necesaria.