Dice el saber popular aquello tan veraz de que las excusas son como el culo, todo el mundo tiene uno. El caso es que por mucho que intentes disimularlo bajo unos hermosos pantalones no impide que la peña aprecie con notoria transparencia lo que hay en el fondo. Luego están los motivos, que haberlos haylos, y la denominada ética de situación consigue taxativamente que algunos seres de planteamientos laxos o escala de valores distraída pretendan convertir en ellos sus excusas, mas si dentro del fango subsisten los planteamientos éticos de ciertos individuos habrá que buscar excusas mejores que aquellas que consisten de facto en priorizarse a uno mismo por encima de los demás.
Parece ser que se presentó en su pobre domicilio con dos carpetas llenas de papelajos. Rosario, que no sabe ni leer ni escribir tan sólo quería ahorrarse algo de dinero en la factura del gas y de la luz como es de suponer. Viviendo en un alquiler social de la barriada de Moreras y entrando en su saloncito no hay que haber estudiado ingeniería industrial para saber que la mujer, maltratada por un marido alcohólico gracias cuyas patadas en la barriga sufrió algún que otro aborto, no tiene de sobra. El tipo repeinado a gomina, traje de chaqueta tipo los hombres grises de Momo y estilográfica en la mano derecha como una mágnum dispuesta a cometer el más ruin de los asesinatos, colocó los contratos encima de la mesa.
“Firme, verá que bien”. Imagino que le lanzaría de manera pueril y ladina sin esperar a que llegará el hijo de la señora para comprobar ciertos datos.
Y Rosario, que no piensa mal de nadie a pesar de los motivos que tendría para ello, cogería la estilográfica y preguntando “¿Dónde? ¿Aquí?” marcaría una rúbrica por la que ahora debe más de dos mil quinientos euros y ya le han cortado el gas y esperando está que hagan lo propio con la luz.
Lo más probable es que el tipo de traje gris, satisfecho y orgulloso ante el deber cumplido, guardara los papeles firmados en su carpeta y tan sólo fuera capaz de pensar en que había conseguido una comisión, y la vida está como para no dar gracias a Dios por tamaña bendición.
El alterego se llama Diego, varón de cuarenta y cinco abriles bastante mal llevados, vecino también de Moreras y con mujer, hija, yerno y nieta a cargo, que si bien no viven en el domicilio es como si lo hicieran en cada hora viperina de la comida. Ningún ingreso más allá de las chapuzas matutinas o vespertinas que lo tienen a mal traer de acá para allá buscando un mísero euro que echarse al bolsillo raído de sus pantalones de obrero. Por un conocido había recurrido a él la mujer que lo observa, con un nene en brazos, arreglar el termo de la cocina por unos diez euros, creo recordar. Cuando ha terminado la mujer suspira, se dirige al marido y se echa mano al bolsillo.
“Y ahora a buscar más dinero para dar de comer a éste”. Suelta con desasosegante naturalidad mientras mece a la criatura que sostiene.
Diego, cargado de motivos, se negó a cobrarle un céntimo, dejándose llevar por lo que consideró correcto más allá de otra ambición, y se marchó a su casa, tal vez ni satisfecho ni orgulloso, pensando en su esposa, la hija, el yerno y la nieta no mayor que el de la mujer cuyo domicilio acababa de abandonar.
«Existe Auschwitz, por lo tanto no puede existir Dios», comentaba Primo Levi, un ser marcado por la tragedia, en una entrevista a un periodista italiano. El también judío y escritor Sally Perel lo decía de manera muy similar: «no soy religioso porque Dios y Auschwitz son incompatibles». Entonces me viene a la mente Maximilian Kolbe, un fraile franciscano de cuarenta y siete que portaba el número 16.670 en el campo de exterminio polaco donde pasó dos años. Cuando en 1941 el coronel de las SS Karl Fritzsch eligió a diez presos para ser ajusticiados en represalia por un fugado, Kolbe escuchó de boca de uno de los elegidos: «Pobre esposa mía; pobres hijos míos». Se adelantó y pidió ocupar su lugar:
«Soy un sacerdote católico polaco, estoy ya viejo. Querría ocupar el puesto de ese hombre que tiene esposa e hijos».
Como tras pasar tres semanas en ayuno forzoso hasta la muerte en una celda subterránea, donde llegaron a comerse sus propios excrementos, aún sobrevivía junto a otros tres condenados, Kolbe y sus tres compañeros fueron asesinados por los nazis administrándoles una inyección de fenol.
No estamos en Auschwitz, que también serviría de meridiana excusa muy cercana al motivo, y obviando la opción -accesible a todos- de Kolbe, en la mayoría de nuestras decisiones no está en juego la vida, ni la propia ni la de los seres queridos; o al menos si han de estarlo sería en idéntica medida a la de aquellos que son afectados por nuestras excusas pírricas. Me quedo con Diego y sus motivos.
Motivos versus excusas por Rafa Poverello se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.