«Madre India» (1957)

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Mehbood Khan

Tienen en la India su particular “Lo que el viento se llevó”, su drama histórico, su largometraje a color imprescindible… su perdurable obra maestra. Se trata de la monumental epopeya “Madre India”, rodada en 1957 por el polifacético Mehboob Khan.

Dos son la diferencias notable entre ambas joyas. En primer lugar que, mientras el filme de Hollywood forma parte de cualquier videoteca que se precie, la ha visto hasta quien en realidad no la ha visto, y puede hallarse en el más remoto rincón del planeta, desde centros comerciales nada cinéfilos hasta un videoclub de barrio o en cientos de web de descarga directa, la película de Bollywood es conocida por cuatro iluminados, de los cuáles la han podido disfrutar dos, y por muchos rincones recónditos del planeta en que la busques te mirarán con cara de repóquer y si hay suerte lo mismo la puedes descargar vía enlace eD2k y hasta tendrás que añadirle los subtítulos. El segundo es igual de obvio: no hace falta ser un friki empedernido para haber oído hablar de Victor Fleming, George Cukor o Sam Wood, el caso de Mehboob Khan (que cuesta hasta escribirlo sin un corta-pega) es meridianamente distinto.

Y el caso es que el bueno de Mehbood, guionista, actor, director y productor, es tan reconocido en su país natal como Gandhi (salvando las distancias nada someras) y a mediados de los años 40 del pasado siglo llegó a crear unos estudios cinematográficos con su nombre: Mehbood Studios, y la cinta que nos ocupa, “Madre India”, se convirtió tras su estreno y durante décadas en un punto de referencia indiscutible en el panorama internacional del séptimo arte.

Con claras vinculaciones con el cine comprometido y ciertamente pesimista de Douglas Sirk (“Sólo el cielo lo sabe”, 1955) y Nicholas Ray (“Johnny Guitar”, 1954), la película de Khan desentraña el tejido social a través del papel central de una mujer, en este caso, Radha, una campesina que sufre toda clase de penalidades y atropellos junto con toda su familia a manos de un codicioso terrateniente. Radha, interpretada magistralmente por la famosa actriz Nargis, otorga a su personaje de un realismo y una fuerza sublimes y poco habituales para la industria india, más centrada en el entretenimiento. Mientras contemplamos los primeros planos de la protagonista y su esfuerzo sostenido en numerosas escenas del filme se hace imposible no rememorar la planificación y el estilo épico y político de dos filmes soviéticos de los años 20: “La madre” (Pudovkin, 1926) y “Arsenal” (Dovzhenko, 1929). Sigue leyendo

«Pago justo» (2010)

made in dagenham screening by DrJimboDaHammer

made in dagenham screening by DrJimboDaHammer

Antes de que pase el mes de la conmemoración necesaria de celebrar del Día Internacional de la Mujer, y más allá del por qué de la fecha del 8 de marzo cuyos motivos dividen también a capitalistas y comunistas, se hace necesaria al menos una breve aproximación a los derechos adquiridos con justicia por el género femenino en su constante lucha por la igualdad efectiva.

A colación traemos la película escasamente conocida y ausente de grandes pretensiones «Pago justo», basada en la historia real de las 177 costureras de la fábrica Ford de Londres que en 1968 iniciaron una huelga por el trato discriminatorio en el salario.

Nigel Cole, que ya sorprendiera gratamente al personal con su original ópera prima«El jardín de la alegría» (2000) vuelve a mostrar una excelente condición a la hora de utilizar el género de la comedia para sacar punta a los dramas más comunes. En esta ocasión, partiendo sobre todo de una soberbia actuación de la actriz Sally Hawkins y sin escatimar sus terribles consecuencias, nos ofrece el machismo imperante, que no distingue de estratos sociales y culturale,s a través de los esfuerzos titánicos que un grupo de mujeres tiene que emprender a fin de ser tratadas con igual dignidad. La diferencia de salario, como sucede por desgracia en la actualidad y más concretamente en nuestro país, no se basa en la cualificación profesional real, por mucho que se haga referencia a ella, sino que una mujer, por el mero hecho de serlo, cobrará menos que un varón y ya se buscarán los subterfugios necesarios para ello.

Puede ser obvio que a pesar de una excepcional dirección artística y una nada despreciable banda sonora, «Pago justo» no va a pasar a la historia como un filme de culto, ni Coel es el mejor Loach ni su filme «Pan y rosas», ni falta que le hace, pero sin duda, es una más que digna elección que muestra de manera clara y en ocasiones incluso nada fácil de apreciar para ojos demasiado acostumbrados a la discriminación del lenguaje, los objetivos resortes que recorren la sociedad y dejen en un segundo plano a la mujer. Hasta podemos ver en el filme a uno de los mayores defensores del papel esencial de la mujer en el plano laboral, un preclaro Bob Hoskins, afirmar ante un grupo exclusivo de señoras quién va a ser el segundo hombre en acompañarlo, de igual modo que hará el Primer Ministro Harold Wilson al referirse a una mujer como el mejor hombre de su gabinete.

Una escenita y el enlace de descarga pinchando aquí.

http://www.youtube.com/watch?v=ANbb17t4epY&w=320&h=266

«Mientras agonizo» (1930)

Portrait of Faulkner by JackRaz

Portrait of Faulkner by JackRaz

“Mi padre decía que el sentido de la vida era prepararse para estar muerto mucho tiempo”. Esta angustiosa afirmación, puesta en boca de Addie en el único e indispensable capítulo que Faulkner le concede a la matriarca del clan Bundren -protagonistas y antagonistas absolutos desde la primera a la última línea de esta obra maestra de incalculable valor literario-, resume todas las miserias que decide atravesar dicha familia en su perverso y fétido viaje en pos de la nada. Cada uno de los hijos de Addie -Cash, Jewel, Darl, Dewey, Vardaman- y aun más su patético marido Ase tienen intransferibles motivos para cargar con el ataúd de la madre y esposa a través del Sur de los Estados Unidos y agonizar a la vez que ella, aunque prácticamente todos ya se estaban pudriendo desde hacía mucho tiempo. Lo más ridículo y absurdo es que ni el más mínimo de esos motivos está movido por un leve atisbo de generosidad y respeto hacia el ser que les dio la vida; cabe pensar con escaso margen de error que incluso ese último deseo de Addie, ser enterrada en Jefferson a insufribles kilómetros de distancia de su hogar, tiene como única inspiración seguir hostigando a Ase hasta después de muerta. Pero Addie, en su extraña bondad y en su sentimiento de culpa, es con todo el miembro más amable y tierno de la familia Bundren; tal vez porque la forma más eficiente para que hablen bien de uno es estar ya descansando en la tumba.

El propio título, “As I Lay Dying”, es toda una declaración de intenciones sobre el trajinar peregrino de esta dolorida familia del sur. Como ya sucediera con «El ruido y la furia», Faulkner lo hace recurriendo a un verso de una obra clásica, esta vez a la Odisea de Homero: “mientras moría, con la espada clavada, y ella, la de cara de perro, se apartó de mí y no esperó siquiera, aunque ya bajaba al Hades, a cerrarme los ojos ni juntar mis labios con sus manos”. Sólo que en esta ocasión la Addie agonizante es Agamenón y Ase, metódicamente descrito por Faulkner como el ser con expresión de perro apaleado, su cruel esposa Clitemnestra quien, en el colmo de la indecencia, otorga a la literatura uno de sus más brillantes e inesperados finales cuando aún no ha sido soltada la pala con la que excava la tumba.

Las analogías y conexiones entre «El ruido y la furia» y «Mientras agonizo», escritas apenas con un año de espera, son tan notorias que a veces se me hace imposible no pensar en las dos obras como partes de un todo global y que no pueden ser entendidas la una sin la otra. La decadencia del sur y la autodestrucción familiar, tan presentes en toda la obra de Faulkner, cobran en ambas novelas un sentido profundo y metaliterario a través de ese estilo narrativo tan peculiar, complejo y creativo, tan doloroso y marcado por percepciones. Quizá sea un íntimo deseo personal que en nada cuadre con la voluntad del escritor norteamericano, pero se me antoja pensar que, para llegar a la cuadratura del círculo, Faulkner -tal vez influido por su propia experiencia vital- nos entrega un ápice de esperanza decidiendo que la maldad y aburguesada vida de los Compson los convierta en cenizas, mientras que en el otro polo la paciencia y el sacrificio de Addie transforme a los Bundren, una tradicional y sencilla familia del sur, en supervivientes -aunque destrozados- en medio de la tormenta. Puede ser que casi todos sean unos pobres desgraciados hijos de perra (que diría Marzal), pero comprendes tan bien aun sin justificarlos el por qué han llegado a serlo que uno apenas se atreve a ser eco del pensamiento de Addie: “pecado y amor y miedo sólo son sonidos que las personas que nunca pecaron ni amaron ni tuvieron miedo usan para eso que nunca sintieron y no pueden sentir hasta que se olviden de las palabras”. Todos tenemos algo de lo que avergonzarnos sin la necesidad de que surja alguien de la nada, tipo Cora Tull -uno de tantos figurantes que componen este retrato coral-, que nos recuerde, a fuerza de bien y de palabras mal entendidos, nuestro pecado e indignidad. Hasta ganas de tachar sus párrafos me entraban.

Con todo, «Mientras agonizo» me ha resultado más dúctil dentro de la peculiar idiosincrasia de su autor, digamos. Posiblemente porque el flujo de pensamiento característico en los personajes de Faulkner es menos marcado y sobre todo porque Vardaman, el menor de los Bundren, no es Benji Compson a pesar de sus evidentes similitudes expresivas y de estructura mental y esto hace que la narración avance con más naturalidad y se haga más asequible (el primer capítulo de «El ruido y la furia», escrito desde el punto de vista de Benji, discapacitado mental, es de una complejidad casi excesiva). De manera antagónica el personaje más extraño y hasta complejo de entender en «Mientras agonizo» puede que sea Darl, el hermano inteligente y reflexivo del que resulta infranqueable acertar si es narrador de sí mismo o del propio Faulkner: describe situaciones con una sutileza extraordinaria cuando es probable que ni estuviera presente y en el último capítulo del que es voz la narración sobre sí mismo la realiza en tercera persona. Su tour de force con Jewel a lo largo de toda la novela: hermano malo-predilecto versus hermano bueno-obviado, algo que la madre se siente incapaz de evitar a pesar de la supuesta injusticia del hecho, nos transmite con extrema lucidez lo débil de la condición humana y la inoportunidad de cualquier juicio. ¿Qué pretende Darl? ¿destruir el cadáver dañando a su hermano o, desde la única cordura del seno familiar, poner fin a lo absurdo y falso del viaje? Addie opta por Jewel, su particular Dios, con esa ilógica confianza que es blasfemia para los oídos abstrusos de su vecina Cora: “Él es mi cruz y será mi salvación. Me salvará de las aguas y del fuego. Incluso cuando haya soltado mi último suspiro, me salvará”.

Yo sé que opto por los Brunden, con sus incoherencias, mentiras y egoísmos, pues me reconozco a lo largo de mi vida en cada uno de ellos. He sido cruz y salvación, hermano bueno y malo, esposo sacrificado e infiel… pero tan sólo si el mago Faulkner hubiera sido capaz de trasladar a papel mi fluir de pensamiento se me reconocería en la sincera indignidad que merezco.

Para terminar algunos fragmentos de esta obra del inimitable Faulkner:

    «Recordaba que mi padre solía decir que la razón para vivir era prepararse para estar muerto durante mucho tiempo. Y cuanto tenía que verlos día tras día, cada cual con sus pensamientos egoístas y secretos, cada cual con su sangre distinta a la de los demás y a la mía, y pensaba que al parecer era mi único modo de prepararme para estar muerta, odiaba a mi padre por haberme engendrado. Solía estar deseando que cometieran alguna falta, para así poder zurrarles. Cuando la vara caía, podía sentirla en mi propia carne; cuando les levantaba cardenales y verdugones, era mi sangre la que corría, y a cada golpe de vara pensaba: ¡Ahora vais a saber quién soy! Ahora soy alguien en vuestras vidas secretas y egoístas, soy quien ha marcado para siempre vuestra sangre con la mía».

    «Era como si mientras el engaño sucedía en silencio y monótonamente, todos nosotros hubiéramos aceptado ser engañados, favoreciéndolo con nuestra inconsciencia o puede que cobardía, pues toda la gente es cobarde y prefiere de un modo natural cometer una traición, ya que ésta tiene un aspecto cómodo».

    «Mi madre es un pez».

«La casa de los siete tejados» (1851)

Nathaniel Hawthorne 4 by carts

Nathaniel Hawthorne 4 by carts

     Entre las metódicas manías a las que me acojo ante el goce de la lectura he de reconocer la de tener a mano varias obras y alternarlas según tiempo, estado de ánimo o simple apetencia: sin orden ni concierto suelen ser una novela, relatos, poesía o teatro, un ensayo y algún cómic. De este modo, con el fin de no perder mi sagrada costumbre comencé mi periplo por ‘La casa de los siete tejados’. Habrían pasado unas diez páginas a lo sumo (mientras discurría entre Aldecoa, el ‘Alvar Mayor’ de Trillo y Breccia y la ‘Historia del Cine’) cuando me di cuenta que el método, hubiera dicho que efectivo al ciento por ciento, se me iba de las manos. Me estaba perdiendo en ese trajín de ir y venir hacia Hawthorne y recordé que hace 20 años, mientras leía ‘La letra escarlata’, una de las obras clásicas del romanticismo más hermosamente escritas, me sucedió exactamente lo mismo. Total, que resolví acabar con los desvíos antes de retomar con pleno corazón el camino a la mansión y a los jardines de Nueva Inglaterra. Sólo entonces lo descubrí de nuevo sin fisuras: no se puede compartir a Hawthorne so pena de perderlo todo.

     Sin atisbo de exageración, leer a Hawthorne es una experiencia única e irrepetible. Es pasear descalzo sobre la fresca hierba verde en medio de un bosque de sauces mientras una suave brisa te acaricia el rostro, y no es grato disfrutar de tal paseo contestando al móvil, con una radio a todo volumen en la oreja o teniendo que sortear excrementos de canes. La prosa de Hawthorne existe para el sosiego y para la calma, su pausada cadencia crea un oasis de infinita y a veces desesperada ternura que no puede abrazarse desde el estrés y la prisa. La pena impuesta si nos dejamos intimidar por la ansiedad es la más cruel e ingrata: convencerse de la insulsez de cada mirada y cada encuentro, dejarse domeñar por el estilo abigarrado y recargado tan característico del gótico norteamericano y sentirse incapaz, desde la esclavitud del corto plazo, de paladear que ese mismo estilo descriptivo se nos muestra débil, impotente y marcado de magnánimos matices de amor y de templanza, regalando una ingravidez constante en la descripción de sentimientos que ni desea hacer suyos, ni dominarlos el propio autor (parece ser, podría ser, sería posible…). Nada sucede mientras de todo pasa. El alma humana.


     Como ya sucediera con la Hester de ‘La letra escarlata’, Hawthorne nos entrega una protagonista inolvidable, Hepzibah Pyncheon, sumida de igual forma en la condena -a veces autoimpuesta- de una sociedad moralmente decadente e insalvable, de buenos modales y pecados ocultos en la que la única forma de sobrevivir la encuentra en ocultarse, ser libre a solas como si ello fuera de algún modo posible, y aislarse en un reducto al margen de la injusticia y la impiedad, donde la fealdad de un ceño fruncido por el dolor encuentre arrestos para amar y sentir el derecho a vivir sin sentirse juzgada: la casa de los siete tejados. Pasean también por sus huertos la luminosa Phoebe, el quebradizo Clifford, el amante y amado Holgraves y el transparente anciano Venner. Todos personajes maravillosos, tiernos y conscientes de la fugacidad de la vida y de la imponente necesidad de aprender a gozar con las pequeñas cosas que se presentan cada día, esas que te descubren que no existe predestinación ni maldiciones, que el presente se construye y “Dios no hará a nadie beber sangre” a menos que uno mismo haya deseada hacerlo. Lo resume Clifford, tal vez a cada uno de sus lectores: “eres un ser fantástico y también imbécil, las ruinas de un hombre, un fracasado, como lo es casi todo el mundo (…). El destino no te reserva ninguna felicidad, a no ser que merezca este nombre un hogar tranquilo”, rodeado de la gente a la que amas y por la que te sientes amado. Sin duda, esa es la dicha, y recuerdo a su coetáneo Thoreau, en su visceral misticismo alejado del mundo. 

     Pero “¿qué calabozo es más obscuro que el propio corazón? ¿Qué carcelero es más inexorable que uno mismo?”, sienten Hepzibah y Clifford tras un minúsculo instante de libertad. Difícil es redimirse a sí mismo, expiar las culpas que te cuelgan sin ser tuyas… Afortunadamente, Hawthorne, asqueado del puritanismo, de la doblez, de la injusta moralidad lo suelta: “Dios envía un rayo de amor y piedad a cada alma en tribulación”. Me lo creo, lo vivo. Hepzibah, Clifford se merecen piedad en su tribulación y Jaffrey, el heredero y juez injusto, es un grandísimo hijo de puta.

     Para terminar comparto un fragmento de la obra donde es fácil de percibir, como ya sucediera en su más conocida novela ‘La letra escarlata’, la metódica persecución del autor contra el puritanismo imperante y la caza de brujas (según diferentes y fiables datos uno de sus antepasados actuó como juez en los procesos de su ciudad natal, Salem):


» Una fuente de agua mansa y deliciosa—raro tesoro en aquella diminuta península donde se establecieron por vez primera los puritanos— indujo a Matthew Maule a construir una cabaña de troncos de árbol, en aquel paraje demasiado alejado de lo que a la sazón constituiría el centro de la aldea aquella.
Con el crecimiento del caserío, al cabo de unos treinta o cuarenta años, el lugar ocupado por la cabaña despertó la codicia de un prominente y poderoso personaje que reclamó la propiedad de este terreno y otro adyacente, basándose en la concesión otorgada por los legisladores provinciales.
El coronel Pyncheon—así se llamaba el reclamante— se caracterizaba por una energía férrea, a juzgar por lo que de su recuerdo se conserva. 
Matthew Maule, por otra parte, aunque humilde, era terco en la defensa de lo que consideraba su derecho; y, durante varios años, logró conservar el acre o dos de tierra que, con el sudor de su frente, arrancara a la selva virgen, para convertirla en su hogar y huerto. 
No se conserva ningún testimonio escrito de este pleito; sólo sabemos de él, por la tradición. Sería, por lo tanto, muy audaz y probablemente injusto, aventurar una opinión acerca de sus méritos. De todas formas, se dudó de los derechos del coronel Pyncheon y hubo quien afirmó que fueron indebidamente exagerados con el propósito de que alcanzaran al pequeño terreno de Matthew Maule.
Refuerza esta sospecha el hecho de que este pleito entre dos litigantes desiguales—entablado en una época en que se daba a la influencia personal mayor importancia que en la actualidad— quedó sin decidir hasta el día en que murió el ocupante del terreno en litigio.
Las características de su muerte afectan al espíritu de nuestro tiempo de forma muy distinta de como lo hicieron hace siglo y medio.
Fue una muerte que cubrió de horror el nombre del humilde habitante de la cabaña y que hizo aparecer casi como un acto religioso el pasar el arado sobre el pequeño terreno en que se asentaba su vivienda y borrar para siempre su lugar y su recuerdo de entre los hombres.
El viejo Matthew Maule, en una palabra, fue ejecutado por el delito de brujería. Fue uno de los mártires que nos demuestran, entre otras cosas, que las clases influyentes y los dirigentes de los pueblos están expuestos a todos los errores característicos de la plebe mas enloquecida.
Clérigos, jueces, estadistas—los hombres más sabios, prudentes, serenos y santos de la época— formaron círculo en torno al patíbulo para aplaudir aquel acto sangriento y para confesar ulteriormente que se habían engañado miserablemente.
Si algún aspecto de su conducta merece menos censura que el resto es la singular falta de discriminación con que persiguieron no solamente a los pobres y a los ancianos, como en anteriores matanzas judiciales, sino a gentes de todos los rangos, a sus iguales, hasta a sus hermanos y a sus esposas. En aquella época de espantoso desorden, nada tiene de particular que un hombre de tan poca importancia como Matthew Maule siguiera la senda del martirio, sin que nadie se fijase en él, entre la multitud de sus compañeros de sufrimiento. Mas, posteriormente, cuando se hubo calmado la locura de aquella época odiosa, se recordó con cuanto empeño el coronel Pyncheon se había unido al coro general que reclamaba que se limpiara el país de brujos y brujas; y hasta se murmuró que había algo de envidia en el celo con que reclamaba la condena de Matthew Maule. «