«Cuentos reunidos» (2008)

Clarice LIspector by Jubran

Clarice Lispector by Jubran

La propia Lispector lo explica perfectamente en uno de los cuentos con tan sólo una frase: “mi juego es claro: digo en seguida lo que tengo que decir sin literatura. Esta relación es la antiliteratura de la cosa”. Esta idea resume la manera peculiar de entender el arte de escribir que mueve a la narradora brasileña nacida en Ucrania a principios del pasado siglo y cuyo estilo ella misma define como no-estilo. En el relato del que extrajimos el anterior texto puede también solidificarse el concepto: “escribir es. Pero el estilo no es”.

Decir que leer a Clarice Lispector es una experiencia diferente sería quedarse muy corto. Por momentos se convierte en una sensación inigualable. La prosa de la escritora es pura sensación y sensibilidad, una explosión de los sentidos que, partiendo de los detalles cotidianos más burdos o insignificantes (una borrachera, un viaje en bus, un cumpleaños, un aburrido día casero, la muerte de un perro…) y prescindiendo de cualquier preconcepto y lógica literaria tanto en narración como en la propia trama, desbroza el alma humana y su manera de percibir la realidad con una hondura y firmeza como pocas veces he logrado ver en otros autores.

Pero no nos llevemos a engaño deseando observar en estos torpes retazos una fácil delectación y digestión de los cuentos de Lispector porque la necesaria concentración a la que queda sometido el lector para no perder comba en su lectura es exactamente la misma que hace falta para escuchar desde el corazón y desde la atención más profusa la pena y el sufrir de alguien a quien amamos. Si te despistas, acabaste, pues pocas cosas hay más confusas y dispersas como seguir el discurso mental del otro. En una época en la que el vanguardismo y la experimentación habían llegado a cotas inusuales en literatura con Joyce, Faulkner o Beckett, la escritora brasileña, con una libertad creativa espeluznante e innovadora, reformula cualquier forma de modernismo y a partir de un uso exquisito -y casi de subespecie- del que fuera habitual fluir del pensamiento y monólogo interior, interpela al lector sin juicio ni manipulación, tan sólo desde el envío del concepto y de la sensación, tanto en aquellos más numerosos narrados en primera persona como en aquellos otros en los que la autora opta por presentarse como externo narrador omnisciente.

La coherencia de estilo de Clarice Lispector desde el primer hasta el último relato es apabullante, a pesar de que el experimentalismo sea bastante más marcado en la colección de cuentos titulada “¿Dónde estuviste anoche?”, y su originalidad y forma seca de narrar las verdades vitales desarma; para comprobarlo sólo bastaría leer el cáustico relato “Una amistad sincera” o las múltiples visiones que pueden desprenderse de un mismo hecho, como si de unos ojos de insecto se tratara, en la “La quinta historia”.

Y la belleza, tal vez por la sensibilidad extática y la espontánea emotividad que transmiten cada uno de los relatos, no resulta sencillo explicarla con palabras. En la colección llamada “Silencio” algunos de los cuentos son pura prosa poética de la que me es imposible no compartir algunos versos, aunque no lo sean:  
    “Es hacia mí a dónde voy. Y de mí salgo para ver. ¿Ver qué? Ver lo que existe. Después de muerta es hacia la realidad adonde voy. Mientras tanto, lo que hay es un sueño. Sueño fatídico. Pero después, después de todo es real. Y el alma libre busca un canto para acomodarse. Soy un yo que anuncia. No sé de qué estoy hablando. Estoy hablando de nada. Yo soy nada. Después de muerta me agrandaré y me esparciré, y alguien me dirá con amor mi nombre. Es hacia mi pobre nombre adonde voy. Y de allá vuelvo para llamar al nombre del ser amado y de los hijos. Ellos me responderán. Al fin tendré una respuesta. ¿Qué respuesta? La del amor”.

“Todo sonido terminará en el silencio, pero el silencio no muere jamás”, nos recordaba Silverberg en el fascinante y retorcido buceo introspectivo que supone su novela “Muero por dentro”. Después del silencio queda Lispector.

«Vivir» (1994)

Zhang Yimou by monsteroftheid

Zhang Yimou by monsteroftheid

¡Qué tiempos aquellos en los que se me ponía la piel de gallina cuando me decidía a ver la última obra de Zhang Yimou! Esto no puede acabar bien, me decía.

Perdido como se hallaba ahora el director en laberínticos asuntos más al estilo occidental -salvaremos sin duda la delicada creación «Amor bajo el espino blanco» aun sin llegar al nivel de minuciosidad de antaño-, cuánto me agradó a destiempo y fuera de estreno contemplar uno de sus clásicos. Y empleo clásico en el sentido más esencial de la palabra, porque Yimou, al igual que a mediados del pasado siglo hicieron los autores japoneses Ozu, Mizoguchi o el primer Naruse, le da de nuevo significado a lo que es y simboliza el clasicismo cinematográfico, ese que nada tiene que ver con el exceso interpretativo o de planificación del Hollywood de los años dorados.

Yimou, como ya hiciera en «Sorgo Rojo», «Ju Dou» y de manera clara en «La linterna roja», bebe de las fuentes argumentales de Ozu en lo referente a mujeres fuertes y de alguna manera independientes (más mérito tiene el director japonés que ya se dedicaba a dar cera a principio de los años 30 del siglo pasado) y rueda verdaderas tragedias bajo una lluvia torrencial crítica hacia el régimen chino al que tantos quebraderos de cabeza le ha dado, y que le acerca más a los filmes despiadados y desesperanzadores de Mizoguchi, también a nivel narrativo con similitudes evidentes en su crudeza a sus inolvidables Naniwa u O’Haru. El sufrimiento no provoca llanto, sino indignación e impotencia, que es bastante peor.

No puedo dejar de nombrar, o me sentiré culpable el resto de mis días, la maravillosa película «Malu Tianshi» (1937, Yuan Muzhi), a mi corto entender una de las mejores películas chinas de la historia, sino la mejor (al menos de las que he visto), y que sin duda ha sido referente en la filmografía de Yimou y del resto de realizadores orientales.

Vuelve a tus orígenes Zhang, a no obviar el símbolo de quemar títeres al igual que siempre intentaron destruir tus obras; pero éstas eran demasiado inmensas.

 
https://www.youtube.com/watch?v=BG5k3MLIeTM

Amor ágape

mother by MartaSyrko

mother by MartaSyrko

      Es bajita, de mediana edad y el pelo liso y difusamente teñido a mechas por debajo de las orejas. Mirando su rostro enquistado en la duda y su nerviosa forma de desenvolverse una vez atravesaron sus pasos la puerta resulta evidente que esta ocasión es la primera en la que ha ido a dar su cuerpo menudo con la oficina de Cáritas.
Intenta echar el cerrojo, que sin llegar a resistirse no alcanza a ponerse en el lugar triste de quien lucha en su contra y se niega a cerrarse.
– No se preocupe, pase, ya lo hago yo.
Me levanto calmo, le indico que se siente y venzo a continuación la fortaleza inicial del pestillo, a quien conozco con sobrada estima.
La mujer gira los globos oculares de izquierda a derecha, de arriba a abajo, en trasversal, como incapaz de fijar la vista en un punto necesario que le permita relajarse un segundo.
– Mire, vengo porque…
Con un gesto de la mano la intento tranquilizar dentro de lo que se hace posible y le  pregunto de la forma más inocua posible:
– Es la primera vez que viene, ¿verdad? Creo que no nos conocemos.
Y tras presentarme escueto y con una sonrisa nada forzada le pregunto el nombre.
– Es por rellenarle una ficha con los datos. Luego le explico más despacio cómo trabajamos, ¿le parece?
Con los ojos mustios me observa y antes de balbucear entrecortadas palabras se atusa el pelo y se plancha la falda con las palmas de las manos.
– Me llamo Carmen, pero no vengo para mí. Verá, me han hablado de esto de la oficina de Cáritas y tengo una hija, Elvira, que acaba de dar a luz y vive sola. El padre no ha querido saber nada de ella-hace el apunte con desdén, pero sin exceso de rigor mucho más angustiada por otra realidad-. Le han puesto unos puntos por desgarro y no ha podido venir.      La tristeza ha invadido el rostro fino y maquillado de la mujer venciendo el anterior sentir de inseguridad.
– Su hija sabe que ha venido, ¿verdad? -pregunto con arbitraria obligación.
– Claro, claro.
– ¿Y no tiene ningún ingreso en el domicilio? ¿Desempleo? ¿Ayuda? -a veces llego a sorprenderme a mí mismo por la falta de tacto, como si la interrogada supurara su angustia a través de las prestaciones y se centrara más en el problema en sí que en el dolor que le ocasiona su hija. Reculo de inmediato.
– Está preocupada. A ver qué podemos hacer.
No es satisfacción lo que me devuelve, pero su actitud ha abandonado la rigidez y me entrega una media sonrisa.
– Elvira estuvo trabajando mucho tiempo, pero lleva varios años en paro y no tienen nada. Además el pediatra le ha recomendado que le dé al niño almidón, porque no puede darle el pecho y no tiene para comprar la comida.
La mezcla infumable de lacerante sinceridad y pragmatismo se me atraganta una semana más en el gaznate y sólo acierto a despedir otro tufo. Necesario para concretar la realidad vital de la familia, pero tufo al fin y al cabo.
– Perdone, Carmen, pero ¿hasta ahora cómo han estado tirando?
Se encoge de hombros y aprieta entre sus dedos un bolso gastado que vivió tiempos mejores.
– Bueno, hasta el mes pasado yo cobraba el salario social y con eso la ayudaba, pero se me terminó y ya no tenemos nada.
Sería un flaco favor a la verdad soltar que lo que está compartiendo Carmen se halla entre lo más espeso, crítico y urgente que en ese mismo día he tenido la oportunidad -digamos aséptica- de escuchar y la desgracia de colmarme de impotencia, pero la verdad precisa es que ese dolor es el espeso, crítico y urgente para Carmen, que no conoce -ni tiene la intención de hacerlo con absoluta probabilidad- los dolores agudos de los demás, que menos le importan sin pizca de egoísmo.
Envuelto en estos pensamientos escasamente egoístas me asalta una duda que comparto con Carmen algo perplejo.
– ¿Y usted entonces de qué vive ahora? Podemos también pasarnos por su casa y ver en qué podemos ayudarla.
Carmen no ha necesitado tiempo para pensar en una respuesta sobria y llena de artificios. Con la naturalidad y la inmediatez que otorga el convencimiento de lo que es obvio transmite una declaración de amor ágape.
– A mí me da igual, me apaño. Quien lo necesita es mi hija.

En las situaciones límite se conoce nuestra verdadera naturaleza, afirman rotundos los abogados defensores del mal intrínseco que reside en el ser humano como en un hogar inviable de asaltar. El amor siempre es posible, y no es necesario que lo repitan a coro y lo convenien cientos de personas desde las azoteas. Lo que sucede y se realiza, aunque sea en una solitaria ocasión, ya es factible.

 

Licencia Creative Commons
Amor ágape por Rafa Poverello se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
Basada en una obra en http://indignadossinparaguas.blogspot.com.es/2013/09/amor-agape.html.

Lo que nos sobra

Cain slaying Abel by Peter Paul Rubens

Cain slaying Abel by Peter Paul Rubens

     “¡Cumpleaños feliiiiiiz, cumpleaños feliiiiiiz, te deseamos todoooooos…!” Acababan de apagar las luces de la salita y mentiría si me atreviera a asegurar quien fue la persona del grupo que apareció atravesando la puerta y portando en sus brazos alineados en forma de ele una doble tarta de chocolate similar a dos inmensos senos negros achatados y unidos por mitad del tronco como dos hermanos siameses. Sendas velas llameantes aparecían clavadas, respectivamente, en medio de cada una de las partes, y un coro tan disonante como las propias voces que entonaban la canción de felicitación me invitaron calurosamente a soplar sobre ellas suponiendo la petición evidente de un deseo.

     No resulta menos agradable la sensación de alegría ante la celebración de tu cumpleaños rodeado de personas que te importan por el mero hecho de que no exista sorpresa posible cuando tal evento se convierte en método y costumbre el lunes más próximo a la efemérides. No es creíble hacerse el memo, aunque la sonrisa de anuncio de dentífrico siga siendo espontánea y lúcida como si de un olvido momentáneo se tratase. Prontas y aleatorias comenzaron a disponerse al retortero sobre la mesa alargada las frugales viandas extraídas de las bolsas con determinante fruición. Patatas chips, frutos secos, aceitunas de bote -con el sentido más peyorativo en que el término pueda emplearse-, algunas lonchas de embutido y cuñas de queso regadas con fino de Moriles como manjares exquisitos dignos de los reyes de Persia y varias bolsitas de regañás y colines con las que acompañar los jugos gástricos en tan carentes horas de la noche.



     Entre risas y amables sinergias mi mente se perdió despabilada e importuna y como en un flash fotográfico retuvo el tiempo unas horas antes, a las afueras del atrio de la parroquia. De pie y renqueante, temblándole las piernas huesudas sobre el bochornoso acerado gris se encontraba Rafi. Su rostro enjuto y sus ojuelos faltos de luz miraban de manera trastabillada a T, una de las compañeras de Cáritas, sin mostrar apenas gestos, con las manos desplomadas a lo largo del tronco y le hablaba casi en susurros con un tono de voz monocorde y asmático. 
     – Hoy es mi cumpleaños. Cincuenta y dos -escuché que le decía a T con una media sonrisa colgada de los labios-. Ay… aay…
     Rafi se tambalea entonces como zancadilleada por un ser invisible, apoya el brazo esquelético en el banco oscuro que reposa calma pétrea a la izquierda de la salida del atrio del templo y con pleurítico ademán y blanquecina turbación se inclina y se sienta acompasadamente sobre el poyo.
     – ¿Qué te pasa, Rafi? -preguntó T cargada de compasión al tiempo que la sujetaba para evitar su desplome.
     – Ay… perdona, es que llevo tres días sin comer. 

     Retorno al presente inmediato, a las frugales viandas que ya no lo son tanto y reniego del deseo que me atreví a solicitar como si de una estancia se tratase. Y agradezco gozar cada hálito que expulso. Y pido perdón por las veces en las que no lo agradezco como si hubiera vidas que merecieran más que otras la gracia y la dicha que ostentan.
     Decía el viejo proverbio hindú aquello de que “todo lo que no se da, se pierde”. Como la comida que se nos pudre en la nevera o en la que, tal vez, tras soberanos esfuerzos logramos percibir un ligero olor que no nos da buena espina. Como el vil metal empleado en sortijas, en excesos que nos resultan tan nimios como una cerveza o una tableta de chocolate, en necesidades inexistentes llamadas con más corrección caprichos en otros meridianos. Como la queja y el llanto sobre nada en concreto…

     Repleto de mezquindad y cainismo y necesitado de arcana absolución aun podría asumir como cierta la bastarda imposibilidad del compartir sin medida, mas al menos que se avenga la honestidad y ose no engañarme a mí mismo con idéntica ausencia de medida: no hay justificación humana que nos conduzca a negar al otro lo que nos sobra. ¡Y es tanto!

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