Yuyutsu RD Sharma

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Yuyutsu Sharma

Cosas más importantes que el inexistente Yeti o los sherpas, quienes sin apoyo de  oxígeno artificial suben una y otra vez al Everest, podemos hallar cerca de la cordillera de los Himalayas. Se llama poesía, y en mi incultura supina, hube de esperar a que hace cinco años el festival internacional Cosmopoética invitara al más ínclito poeta del sur de Asia, el nepalí Yuyutsu Sharma, para conocer de esas beldades.

Su poemario recopilatorio Poemas de los Himalayas, en una delicada edición bilingüe, me lo embebí como el perdido en el desierto que encuentra un oasis. Extraño, por momentos obscuro, pero repleto de una sensibilidad exquisita que hace gala de sus raíces, sus poemas son pequeños fragmentos de vida: nos hablan de paisajes, animales, naturaleza en suma, donde lo cotidiano se transforma en un lugar donde se hace presente lo espiritual y lo irrepetible.
Pero lo que poderosamente llama la atención en sus versos es esa compasión budista con un particular aprecio hacia las clases más desfavorecidas y débiles de su país de origen, con especial predilección hacia las mujeres.

«La poesía en nuestra cultura tiene una larga tradición. La poesía es el ritual, el juego que tú vives o desempeñas en la vida. No son sólo palabras sino una forma de vivir. Desde tiempos inmemoriales tenemos una larga tradición. Cada momento de lo cotidiano está lleno de poesía para nosotros. Así pues, la poesía es una forma de estar en la vida. No es sólo una cosa académica», decía el propio Sharma en una brevísima entrevista concedida durante la inauguración del festival. «En Nepal tenemos terribles turbulencias políticas y en el subcontinente indio. La poesía tiene un importante rol que define la identidad de la tradición en nuestro país. En Nepal no existiríamos sin poesía».

El mundo no existiría sin poesía.
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Gioconda Belli

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Gioconda Belli, by gytrash

    Hay poetas que pueden ser considerados más esencia que maestros indiscutidos, más vida y denuncia que genios internacionales. Hay personas que merecen ser reconocidas por el mero hecho de ser -o haber sido- ejemplos vitales de obra comprometida e incluso arriesgada más allá del simple valor literario que decidamos otorgarle.
Es el caso de Gioconda Belli, poeta (lo de poetisa nunca me llamó del todo la atención) y novelista de un estilo sencillo en extremo, disonante con lo que representa a nivel de influencia en la historia de la poesía y de la literatura personajes como César Vallejo -a quien dedicamos la anterior entrada de Poemas-, o Borges, todos ellos latinoamericanos y que cofraternizaron de una u otra manera con el exilio, pero de punzante congruencia narrativa a lo largo de toda su trayectoria. Revolucionaria en vida y pluma fue miembro firme del Frente Sandinista contra de la dictadura del general Somoza y algunos de sus poemas sobre la liberación de la mujer supusieron en los años 70 una ruptura absoluta con los prejuicios y la mentalidad social y moralidad de la época y son una vanguardia del feminismo.

Existen muchas formas de genialidad, y la coherencia es una de las más hermosas.

Huelga

Quiero una huelga donde vayamos todos.
Una huelga de brazos, piernas, de cabellos,
una huelga naciendo en cada cuerpo.

Quiero una huelga
de obreros de palomas
de choferes de flores
de técnicos de niños
de médicos de mujeres.

Quiero una huelga grande,
que hasta el amor alcance.
Una huelga donde todo se detenga,
el reloj las fábricas
el plantel los colegios
el bus los hospitales
la carretera los puertos.

Una huelga de ojos, de manos y de besos.
Una huelga donde respirar no sea permitido,
una huelga donde nazca el silencio
para oír los pasos del tirano que se marcha.

Ahora vamos envueltos en consignas hermosas

Las mañanas cambiaron su signo conocido.
Ahora el agua, su tibieza, su magia soñolienta
es diferente.
Ahora oigo desde que mi piel conoce que es de día,
cantos de tiempos clandestinos
sonando audaces, altos desde la mesa de noche
y me levanto y salgo y veo «compas» atareados
lustrando sus botas o alistándose para el día
bajo el sol.
Ya no hay oscuridad, ni barricadas,
ni abuso del espejo retrovisor
para ver si me siguen.
Ahora mi aire de siempre es mas mi aire
y este olor a tierra mojada y los lago s allá
y las montañas
pareciera que han vuelto a posarse en su lugar,
a enraizarse, a sembrarse de nuevo.
Ya no huele a quemado,
y no es la muerte una conocida presencia
esperando a la vuelta de cualquier esquina.
He recuperado mis flores amarillas
y estos malinches de mayo son mas rojos
y se desparraman de gozo
reventados contra el rojinegro de las banderas.

Ahora vamos envueltos en consignas hermosas,
desafiando pobrezas,
esgrimiendo voluntades contra malos augurios
y esta sonrisa cubre el horizonte,
se grita en valles y lagunas,
lava lágrimas y se protege con nuevos fusiles.
Ya se unió la Historia al paso triunfal de los guerreros
y yo invento palabras con que cantar,
nuevas formas de amar,
vuelvo a ser,
soy otra vez,
por fin otra vez,
soy.

Y Dios me hizo mujer

Y Dios me hizo mujer,
de pelo largo,
ojos, nariz y boca de mujer.
Con curvas
y pliegues
y suaves hondonadas
y me cavó por dentro,
me hizo un taller de seres humanos.
Tejió delicadamente mis nervios
y balanceó con cuidado
el número de mis hormonas.
Compuso mi sangre
y me inyectó con ella
para que irrigara
todo mi cuerpo;
nacieron así las ideas,
los sueños,
el instinto.
Todo lo creó suavemente
a martillazos de soplidos
y taladrazos de amor,
las mil y una cosas que me hacen mujer todos los días
por las que me levanto orgullosa
todas las mañanas
y bendigo mi sexo.

Un poder sobrehumano

    Sucedió en Somalia, donde siempre es desierto y apenas quedan orugas que se transformen en crisálidas, sólo gusanos en vientres y estómagos con liendres; donde suponemos que perdió la partida hace años la esperanza atreviéndose a envidar al destino con un cuenco de arroz y agua pútrida… Allí, sin capa púrpura, sin capucha ni antifaz, sin uniforme elástico de altaneros colores que marque músculos indómitos; allí, ausente de poderes sobrehumanos de procedencia cósmica o experimentación científica, se hizo presente la heroína, como el más corriente y vulgar de los mortales, insensible a la kriptonita y de marcado esqueleto óseo que jamás oyó hablar del adamantium.

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    Un poblado de hambruna, en mitad de la nada donde ni el gobierno propio ni las insensibles naciones ajenas encuentran la más nimia de las causas para impedir que se siembren las chozas de cadáveres. Sobrevuelan los helicópteros del ejército el cielo ridículamente azul en estado de sitio; los piratas armados reclutan obligados cadetes a su causa sobria y contundente. Acaban de transmitir por radio que hasta dentro de varios días no podrán sortear el bloqueo los aviones de ayuda internacional dejando caer, como el maná, en medio de la desnutrición y del negro clamor de hijos olvidados, víveres enclaustrados en cajas de madera. Reúnen al pueblo el sacerdote y una de las hermanas responsables de la misión, que se han negado a abandonar el fuerte, e intentan explicar lo inextricable. Es la religiosa quien toma la palabra y aferra el toro por los cuernos con la desgana de la impotencia.
– No tenemos alimentos y hasta dentro de tres o cuatro días no recibiremos ayuda externa.

    Huelga decir que decenas de angustiados murmullos se dejan sentir por la asamblea. Varios adultos alzan la voz. Madres desoladas, algunas de bebés lactantes, o con niños de temprana edad. Algunas quejas, enfados, impertinencias. Lo justo cuando se siente el ser humano menos humano que nunca y poseído por la absoluta desesperación.
Continúa la monja reventando sus entrañas en lágrimas contenidas.
– Sólo nos quedan varios sacos de caramelos. Mientras llega la ayuda haremos una fila en la que se pondrán todas las mujeres que tengan niños menores de siete años y se les entregarán dos caramelos al día para que se los den a sus hijos.
Persisten las quejas, algunas vehementes más allá de la obvia comprensión a la que se ven compelidos. Finalmente, tras ardua tarea de concienciación y asunción de la realidad por parte de todos da comienzo el reparto.
Una sola fila, mujeres famélicas, algunas, las de maternidad más próxima, aún con sus criaturas en el regazo; otras volviendo la mirada acuosa a los niños que las observan extender lacónicamente la mano y recibir el par de golosinas como si del más suculento de los banquetes se tratara. Sigue leyendo

«Teatro» (1957)

Gerhart Hauptmann, 1904, por Wilhelm Fechner

Gerhart Hauptmann, 1904, por Wilhelm Fechner

Primavera fue el punto de origen de un nuevo shock personal ante lo incomprensible que resulta a veces la historia de la literatura; ya me pasó con O’Brien. En abril del pasado año, gracias a una de las obras teatrales de un tal Hermann Sudermann, me topé con Gerhart Hauptmann, al ser nombrado en su sinopsis como iniciador de la nueva corriente dramática ‘Youngest Germany’. Investigo y entre lo más llamativo descubro que inauguró el movimiento naturalista alemán, que recibió el Premio Nobel de Literatura en 1912 y que hasta el mismísimo James Joyce lo menciona en el último capítulo de su novela «Retrato del artista adolescente». Curiosamente, a pesar de ello, de granjearse a su vez la enemistad de los críticos ortodoxos de su país por su impulso en la renovación del género dramático e incluso de ser considerado un intelectual radical (si bien sobrevivió sin demasiados sobresaltos a Weimar y Hitler), apenas puedo recabar información alguna sobre su vida más allá de cuatro párrafos mal dichos y leo perplejo que las últimas ediciones en castellano de su producción teatral son de 1958. Más anonadado aún me quedo cuando descubro que, sorpresivamente, uno de esos volúmenes de mediados del siglo pasado se encuentra en la Biblioteca Provincial y me dispongo a leerlo: “Teatro. Volumen II”. Si hiciera caso a Steinbeck (“por el grosor del polvo en los libros de una biblioteca pública puede medirse la cultura de un pueblo”) en Córdoba somos muy, pero que muy incultos. El ejemplar está prácticamente deshilvanado, con la cubierta casi suelta y no da la impresión de haber sido sometido a estudio o lectura en las últimas décadas. Como es de 1958 y todas las ediciones están extintas no puedo llevármelo a casa, paso a la sala de lectura y en dos días lo embebo. Apenas tres días antes acababa de terminar su única obra de teatro disponible vía Internet y una de las más conocidas (dentro del ostracismo en el que se halla): “Los tejedores”, que me dejó con ganas.

‘¡Qué injusto desapercibimiento!’, pensé tras leer “Los tejedores”; ‘me quedé muy corto’, asevero después de terminar “Henschel, el carretero” y “Rosa Bernd” (sobre dicha condena a la ignorancia cabe resaltar que la breve y alegórica obra sobre la cuestión judía que cierra el presente volumen: “Las tinieblas”, subtitulada ‘Requiem’, es como si no existiera al margen de esta inclusión y no puedo averiguar ni el año en que fue escrita o publicada).

Influido de manera notoria por el teatro social y realista del noruego Henrik Ibsen y los personajes románticos de Dickens (desde una perspectiva más clásica) e incluso Maupassant (en una línea más dolorida y visceral), Gerhart Hauptmann crea un estilo depurado y propio, que avanza desde el naturalismo y compromiso social más marxista y revolucionario presente en “Los tejedores” -posiblemente una de las primeras obras donde el héroe es la clase obrera y su ideología como grupo social y político junto con su anterior “Antes de amanecer”-, hasta llegar a una recreación de personajes tan morales o inmorales como el mejor Ibsen y que también son objetos y víctimas de sus propios excesos y debilidades como seres humanos. A veces su naturalismo llega a un punto tan desgarrador y descarnado que el testigo que te queda por recoger es asumir que en variopintas ocasiones las buenas personas poco pueden hacer ante el marcaje y empuje de las malvadas.

En este punto llega posiblemente lo más impactante de Hauptmann. Donde Ibsen entrega un halo de esperanza (olvidemos el ‘El pato silvestre’, aunque la redención a veces es más necesaria que la esperanza) el alemán te sigue dando en la boca: sus obras son pura tragedia en el sentido más doloroso y cruel de la palabra. La muerte del inocente y la injusticia no resarcida están tan presentes en todas sus obras que cuando terminas, con el impacto, casi te dan ganas de quemar el puñetero libro. Salvaré “Los tejedores”, por el simbolismo que tal vez encarne en este caso el asesinato de uno de los personajes, sacrificado por el autor en virtud de tanta fe y tan poca lucha, aunque su final siga siendo trágico y ridículo. Y otra cosa, Hauptmann no es Ibsen, no te asomará ni la más leve sonrisa.

‘No estéis pesarosos de que nadie os conozca; trabajad para haceros dignos de ser conocidos’, que dijo Confucio. No sé lo que se lo curró Hauptmann, pero sin duda es muy digno de ser reconocido.

Para terminar comparto un fragmento del drama «Los tejedores».

Pfeifer — Están lucidos nuestros tejedores: merma en cada pieza entregada. ¡Ah! En mis tiempos no hubiera aceptado eso el amo. Pero entonces no sucedía lo que hoy, había que saber el oficio. Ahora, a la vista está… Reimann, diez groschen.

Reimann — Sin embargo, hay derecho a una libra de merma.

Pfeifer — No tengo tiempo. Está arreglado. ¿Qué es lo que trae usted?

Heiber — (Deposita su pieza de tela. Mientras Pfeifer la examina, Heiber se acerca a él y le dice a media voz, pero con emoción). Perdone usted, señor Pfeifer; pero si fue­ra un efecto de su bondad, si quisiera usted hacerme el favor, me haría usted un gran servicio de no descontar­me esta vez el adelanto.

Pfeifer -— (Midiendo la tela y examinándola, responde con un tono de burla). ¡Está bien elegido el momento para pedir­me eso! ¡ Si al menos me trajese usted labor un poco limpia!

Heiber— (Continuando en el mismo tono). La semana próxima podré arreglarlo todo. Pero esta semana he tenido que hacer dos días de jornada gratuita… Y además tengo a mi hija enferma.

Pfeifer—(Dando a pesar la pieza). Le digo que lo que me entrega aquí es trabajo echado a perder. (Examinando una nueva pieza). ¡Y esto! ¡Demasiado ancho por un lado, de­masiado estrecho por otro! Y además, estos hilos de la tra­ma, mezclados unos con otros, o bien flojos. ¡ Y ni siquiera sesenta hilos por pulgada! ¿Dónde está lo demás? ¿Qué ha hecho usted de ello? ¿Qué hace usted de lo que se le da? (Heiber contiene sus lágrimas y permanece consternado, sin atreverse ya a decir nada).

Baecker—(En voz baja, a Baumert). ¡Qué animal tan in­mundo! Querría tal vez que comprásemos el hilo nosotros mismos.