Hay ocasiones, del todo indescriptibles y que únicamente pueden ser comprendidas en su totalidad si son vividas en primera persona, en las que todos aquellos detalles que siempre ha visto uno como inutilidades semana tras semana cobran sentido.
En una cultura capitalista marcada por el utilitarismo, en la que parece que lo único que resta es acogerse a la máxima de vales tanto como me puedas aportar económicamente o donde las necesidades sólo lo son si van impresas en un cheque al portador lleno de ceros a la derecha, redescubrir que siguen existiendo infinidad de aspectos que sólo son cuestión de actitud, que están al alcance de todo el mundo y que hacen, humanamente, el mismo bien que un billete de 500 euros te pone en tu sitio y consigue que te enfrentes a tus propias sandeces, que suelen estar muy preocupadas por lo accesorio, aunque parezca no serlo.
Victoria tiene treinta y pocos años. Llevaba poco más de un año sin acercarse a la oficina de Cáritas. No lo necesitaba, porque la cosa iba de lujo (por más que su concepto de lujo ande bastante alejado de lo que suele entender la clase media). Pero a su marido le habían detectado cáncer de uréter hace varios meses, mientras estaba trabajando de encofrador. Tuvieron que operarlo de urgencia y en medio del desastre se le acabó el contrato y ahora sólo está cobrando una ayuda ínfima de la Seguridad Social hasta que el equipo médico valore si puede seguir trabajando (lo más probable, aunque no sea probable que lo haga) o le conceden la incapacidad. La paga es de poco más de 200 euros, tienen dos hijos menores y en breve, tras terminar las sesiones de quimioterapia, tendrá que entrar de nuevo en quirófano por unas complicaciones tras la primera operación. Ni que decir tiene que deben varios recibos de luz y de agua y que apenas tienen para alimentación. Sigue leyendo