La Cabalgata de los huevos

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Capitalgata, por Rafa Poverello

    Cuando era un mico me quedaba embobado viendo las carrozas de la Cabalgata de Reyes de mi pueblo. La mayor parte de ellas inmensos trastos medio góticos arrastrados por tractores de ruedas gigantescas cuyo ruido mecánico aturdía los oídos de las familias que se agolpaban a derecha e izquierda, colmadas de ilusión, tratando de adueñarse de los escasos caramelos que lanzaban a la multitud como lluvia de colores figurantes disfrazados de dibujos infantiles, ángeles, pajes y sagradas familias.

    Las carrozas que discurrían por las calles del pueblo a paso de tortuga estaban montadas con mucho esfuerzo y subvención municipal por colegios, parroquias y alguna que otra asociación de vecinos. Se sentía uno parte de todo aquello porque siempre existía algún miembro de tu familia, de cualquier generación o grado de consanguinidad, que había participado en su construcción, aunque sólo fuera pintando de marrón el lomo de un camello de corcho de metro y medio de alto. No me alcanza la mente a recordar si salían o no Drag-Queen animando el cotarro –que entonces no se llamaban así, claro–, niñas vestidas de Reinas Magas o si los trajes de sus majestades eran un exquisito ejemplo de normalidad. Ante estos dos últimos puntos mis dudas son realmente soberbias, habida cuenta de que el mago por excelencia de entonces y que nenes y nenas teníamos en la cabeza era el Merlín de Disney, tocado con un gorro de cono y embutido en un cáustico uniforme azul al que, encima, le endosábamos estrelllitas doradas, y que más de un Belén estaba formado por dos niñas: una que hacía de Virgen y otra de San José. Y a nadie le importaba un carajo, la verdad.

    Como lo de que la política emponzoña todo lo que toca viene de lejos, el asunto empezó a torcerse un poco cuando al Consistorio no se le ocurrió otra cosa que conceder un tercer premio a unos colegas –amigos de los de siempre– quienes, haciendo un uso peculiar del dinero de la subvención, montaron una carroza con una de las actividades tradicionales: una matanza. A saber, cuatro palos mal puestos sobre un entarimado y los mendas hinchándose los carrillos a base de morcillas, chorizos y vino de pitarra. Todo de la zona, eso sí. Sigue leyendo

Mis exigencias 2018

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Force of the people, by Pavel Constantin

     No, no soy terrorista ni he secuestrado a nadie para pedir un rescate, pero es que estoy ya un poco harto de buenos deseos y de peticiones. Los primeros porque son como las palabras que se lleva el viento, poco dignos de esfuerzo y de confianza, y las segundas porque parece que siempre tienen que venir después de un perdone usted que lo moleste.

     Tampoco voy a exigirme nada a mí, por más que pueda sonar feo eso de poner condiciones a los demás y no meterse uno en el saco; lo que sucede es que en este saco ya está uno metido de entrada y lo que hace falta es que nos metamos todos y todas, de manera especial quienes lo cerraron a cal y canto con una cantidad de peña ingente dentro que está a punto de asfixiarse como no abramos pronto, aunque sea haciendo una milimétrica entrada de aire con un alfiler de punta roma.

      Además, dichas exigencias son meridiana y notoriamente más fáciles de cumplir que aquellas típicas proposiciones no de ley de inicio de año resumidas en ir tres días por semana al gimnasio, empezar con la dieta, dejar de fumar o completar esa colección de la que siempre acabas comprando a la postre sólo el primer fascículo. Y bueno, son tareas más fáciles porque no dependen sólo de la buena voluntad y mejor fe, de la que solemos andar escasos los homo consumens, sino porque siendo tan dados a pensar en el dinero como el único dios verdadero que cantaba Sabina, hay pasta de sobra para cumplirlas. Sigue leyendo

Dos orejas

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Sculpture by Couleur

     Hay ocasiones, del todo indescriptibles y que únicamente pueden ser comprendidas en su totalidad si son vividas en primera persona, en las que todos aquellos detalles que siempre ha visto uno como inutilidades semana tras semana cobran sentido.

 

     En una cultura capitalista marcada por el utilitarismo, en la que parece que lo único que resta es acogerse a la máxima de vales tanto como me puedas aportar económicamente o donde las necesidades sólo lo son si van impresas en un cheque al portador lleno de ceros a la derecha, redescubrir que siguen existiendo infinidad de aspectos que sólo son cuestión de actitud, que están al alcance de todo el mundo y que hacen, humanamente, el mismo bien que un billete de 500 euros te pone en tu sitio y consigue que te enfrentes a tus propias sandeces, que suelen estar muy preocupadas por lo accesorio, aunque parezca no serlo.

     Victoria tiene treinta y pocos años. Llevaba poco más de un año sin acercarse a la oficina de Cáritas. No lo necesitaba, porque la cosa iba de lujo (por más que su concepto de lujo ande bastante alejado de lo que suele entender la clase media). Pero a su marido le habían detectado cáncer de uréter hace varios meses, mientras estaba trabajando de encofrador. Tuvieron que operarlo de urgencia y en medio del desastre se le acabó el contrato y ahora sólo está cobrando una ayuda ínfima de la Seguridad Social hasta que el equipo médico valore si puede seguir trabajando (lo más probable, aunque no sea probable que lo haga) o le conceden la incapacidad. La paga es de poco más de 200 euros, tienen dos hijos menores y en breve, tras terminar las sesiones de quimioterapia, tendrá que entrar de nuevo en quirófano por unas complicaciones tras la primera operación. Ni que decir tiene que deben varios recibos de luz y de agua y que apenas tienen para alimentación. Sigue leyendo

Elogio de la debilidad*

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«Blame the system not the victim», by Peter

     Justo a mediados de los 60, el sociólogo William Ryan vio publicada su obra «Blaming the Victim» (Culpar a la víctima, en su traducción al castellano). La teoría expuesta es de lo más sencilla y se basa en la actitud de considerar responsables casi exclusivas de su propia situación a las víctimas de abusos y de violencias descargando de tales actos a terceras partes implicadas. No fue en 1965 la primera vez que la sociología, la antropología o la sicología hacían referencia a este concepto, pero podríamos decir que se llegó a la concreción del término. Normal el éxito que tuvo el libro de marras y que la cuña llegue hasta nuestros días, porque si equivocarse es humano, lo es más echarle la culpa a otro.

     Aunque una de las situaciones en las que se aprecia con meridiana claridad la culpabilización de la víctima se da en los casos de violación -como está sucediendo desvergonzada y cruelmente en toda la parafernalia mediática que rodea al juicio a la manada– no es difícil descubrir determinados patrones que son comunes y generalizados dentro de una sociedad enferma hasta el éxtasis.

  • Las mujeres son culpables porque visten como putas

  • Los pobres viven como viven porque son unos vagos que están acostumbrados a pedir

  • Los niños suspenden porque no se esfuerzan

  • A los inmigrantes se les machaca en la frontera porque vienen a quitarnos el trabajo

  • Los abuelos de las preferentes es que tenían que haber leído bien la letra chica

  • La peña que quería votar el primero de octubre y recibió una tunda de palos es que estaba participando en un referéndum ilegal

  • El nene o la nena que sufre bullying es que es un manteca

  • Y el galgo acaba colgado de un árbol porque ya no sirve para cazar.

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