Matar a un hombre

Gaza_15.07.2014

Niña herida en los bombardeos de Gaza

No existe nadie lo suficientemente estúpido como para justificar el asesinato de un semejante por motivos económicos o políticos. “Sí, el caso es que necesitaba una pelillas y se me fue la mano”, o “es que votaba a otro partido y ya me estaba tocando las pelotas”. Como visto así no tiene la más mínima lógica, el único argumento al que podría aferrarse un ser humano para acabar con la vida de otro y salir indemne de la purga sería de índole ético. Y ahí está lo chungo, convencer al público asistente de que la vida debe de considerarse un bien menos importante de proteger en relación con otros derechos. Cuando un ser de calidad moral media, no hace falta ser Gandhi, Luther King o Madre Teresa, observa en un medio de comunicación (si es que osan) algunas instantáneas de las consecuencias desastrosas de los bombardeos de Israel sobre la población infantil en la franja de Gaza hay que hilar muy fino para vender la moto al susodicho de que ese chico de nueve, diez u once años con la cara destrozada por proyectiles y metal líquido se lo merecía vete tú a saber por qué componente histórico y en virtud de la complejidad que asola el conflicto palestino-israelí desde finales de los años 40 del pasado siglo.

Uno de los motivos éticos más sólidos a los que aferrarse, generalmente falaz en virtud de la realidad por poco que se escarbe, es el de la legítima defensa; el cuál, por norma general ha de presuponer o una inmediatez que impide reaccionar de otro modo, o que el daño que se vaya a producir sea equiparable o al menos nunca mayor que el que se ha sufrido. Estos dos supuestos últimos de identidad viperina -más allá de que partan del hecho más o menos discutible de que la vida de otro es de inferior valor a la mía- se sustentan a su vez en dos teorías ancestrales y vetustas nunca demostradas en función de su utilidad: la Ley del Talión o la doctrina de la Guerra Justa, como si estas dos palabras no supusieran en sí mismas una neta contraditio in terminis.

En este sentido la realidad estadística sí que es sólida de cojones: en dos semanas de «enfrentamientos» (disculpad las comillas) dos israelíes muertos frente a 250 palestinos. Ni legítima defensa, ni Ley del Talión, ni Guerra Justa… ni partes nobles. Sólo resta entonces aquello a lo que, a pesar de que no pueda sustentarse ni sobre pilares de mármol, invoca el cruel con la connivencia y el silencio soez de las democracias occidentales:

«Detrás de cada terrorista hay decenas de hombres y mujeres sin los cuales no podría atentar. Ahora todos son combatientes enemigos, y su sangre caerá sobre sus cabezas. Incluso las madres de los mártires, que los envían al infierno con flores y besos. Nada sería más justo que siguieran sus pasos. Deberían desaparecer junto a sus hogares, donde han criado a estas serpientes. De lo contrario, criarán más pequeñas serpientes».

Lo dijo la diputada del Parlamento Israelí Ayelet Shaked, y aquí no pasa nada, porque es obvio y una verdad de Perogrullo que la vida de las serpientes vale mucho menos que la de los seres humanos, al fin y al cabo es lo que el régimen nazi opinaba de los judíos, que no podían ser considerados seres humanos; o lo que argüían los dueños de las plantaciones de algodón respecto a los esclavos negros, que eran menos dignos que las mascotas; o la comunidad Afrikáner frente a la mayoría de color durante la segregación racial del Apartheid.

Podríamos reconsiderar cualquier otra opción viable por muy ilógica que pudiera resultar, o incluso recurrir con éxtasis a la firmeza indócil de los motivos ideológicos, pero prefiero invocar a Jean-Luc Godard que en uno de sus últimos filmes, rememorando al teólogo Castellion, suelta una verdad que quizá necesite menos demostración empírica que el tema de las serpientes: “matar a un hombre para defender una idea no es defender una idea, es matar a un hombre”*.

Y aún no he hablado de la injusticia política y territorial de Israel con el pueblo palestino. Sería demasiado largo, así que dejo esa imagen que vale más que mil palabras.

palestina

* «Nuestra música» (Jean-Luc Godard, 2004) 

 

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«Hearts and Minds» (1974)

Peter Davis

Peter Davis

Apenas habían pasado tres y cuatro años respectivamente desde el final de la invasión de Vietnam cuando Cimino y Coppola ofrecieron al público su particular visión del conflicto con dos de las mejores cintas bélicas -sin serlo de manera clásica en forma ninguna de ambas- de la historia del séptimo arte. Nos referimos, obviamente, a “El cazador” (1978) y a “Apocalypse Now” (1979). Sendas cintas exploraban de manera radical, y a partir sobre todo de un soberbio Christopher Walken y unos minutos para la gloria del último e inconmensurable Brando, las miserias y consecuencias de la guerra en el individuo, así como la bajada a los infiernos de quien ha contemplado demasiado de cerca la tragedia. No es baladí que la obra de Coppola se base en la magistral y oscura novela de Conrad “El corazón de las tinieblas”.

De otros corazones hablamos, pues cuando aún los campos de arroz vietnamitas mostraban fuego de bombas y napalm, allá por 1974, Columbia Pictures se decide a producir “Hearts and Minds” y a deshacerse finalmente de ella ante las presiones de emblemáticos círculos de poder que hicieron lo imposible por paralizar su distribución (lo lograron durante un año, tras el cual consiguió el Oscar al mejor largometraje documental en 1975). El título del filme proviene de una cita de presidente Johnson: «la victoria final dependerá de los corazones y las mentes de las personas que realmente viven allí». Obviamente pudieron más esos corazones y esas mentes que el supuesto ejército mejor equipado del mundo.

Lo que supone de introspección en las dos cintas de finales de los 70 a las que hacíamos referencia al inicio de este texto y que en parte retomaría Oliver Stone con la menos redonda “Platoon” (1986) haciendo llagas en el imaginario e ideario estadounidense mostrando realidades como la del fragging entre los marines, es en “Hearts and Minds”, del escritor y productor Peter Davis, absoluta catarsis. No sufre solo el individuo, no es solo la futilidad de la guerra por sus consecuencias, Vietnam supone una herida sistémica que en virtud de la connivencia, la mentira interesada y la farándula convierte en caos e insensibilidad todo lo que toca. Nada se deja atrás en su relato portentoso y despiadado de los desastres globales que arrastra un conflicto bélico, y que muestra en movimiento algunas de las más famosas instantáneas que, como en un reality show, conseguirían el premio Pulitzer: la niña desnuda, llorosa, con la ropa quemada por el napalm, la ejecución de un oficial del Viet Cong con un tiro en la sien… Y lo hace en variadas ocasiones desbrozando con precisión quirúrgica a quienes hablan del conflicto y de la muerte sin rozarla ni con la punta de los dedos o con la esperanza de que justificando cualquier pérdida pueda hacerse la vida más razonable y llevadera. Particularmente sintomáticos de este pensamiento único y falto de lógica es el discurso de Nixon acerca de los bombardeos con los B-52, acogido con calurosos aplausos del auditorio, mientras Davis intercala las terribles escenas reales de dichos bombardeos con decenas de niños muertos; los maravillosos ideales de los padres del soldado Emerson, caído en combate; la alegría insensata de los soldados en pos de la gloria al compás de fondo de la clásica canción nacionalista “Over there”, de Cohan, que comienza con la frase Johnny, get your gun en la que se basó Dalton Trumbo para mostrar de manera irrepetible el sin sentido de la guerra con su “Johnny cogió su fusil”; y aún más las cáusticas y demoledoras palabras de Westmoreland afirmando como quien lo hubiera estudiado en West Point que “los orientales no les dan el mismo valor a la vida que los occidentales, para ellos tiene menos valor”, a la vez que el director, nuevamente, en un ejercicio de derrumbe argumental muestra las imágenes de un desgarrador funeral vietnamita.

Una y otra vez el filme parece querer mostrar con inusitada claridad y obviedad: “estos son nuestros valores” para martirizar a la audiencia preguntando “¿hemos aprendido algo?”. Mientras aparecen los títulos de crédito finales un desfile militar se torna inflexible. Hay niños. Muchos. O cambiamos nosotros o esto no hay quien lo cambie.

Delincuentes y Mesías

"Give us Barabbas!", from The Bible and its Story Taught by One Thousand Picture Lessons, 1910

«Give us Barabbas!», from The Bible and its Story Taught by One Thousand Picture Lessons, 1910

   Resulta obvio. Que en estas fechas de crucifixiones y aperturas de sepulcros surja. Es fácil descifrar que la democracia de flauta y chirigota de la que algunos hacen gala como si de una Sancta Sanctorum se tratase poco tiene que envidiar al lavatorio de manos del cobarde Pilatos en su aferramiento incondicional a cualquier amoralidad con tal de preservar el poder.

Rafi no llega a los sesenta, vive en uno de los bloques intermedios entre la dignidad y la indecencia. Digamos que aún conservan casi todos los pisos las puertas y los tramos de escaleras intactos los peldaños. Mucho es aunque parezca inane comentarlo. El caso es que en su domicilio, a excepción de una televisión con pantalla de plasma del tamaño de la Gran Muralla China y de la que pagaron únicamente la primera entrada en el Carrefour y nadie ha acudido a la puerta de su casa a solicitarle ordenadamente el resto, lo único que tienen de sobra es gente: aparte de la susodicha, completan el aforo el marido, tres hijos, la nuera y los dos nenes menores de ésta. Un cuadro que parece más agónico que aquél de los años setenta con la jauría de perros manducándose a un ciervo. De paga la Renta Activa de Inserción del cabeza de familia (o de turco, según se mire). Poco más de cuatrocientos veinte euros que se le terminan el mes que viene. De sobra para cortarse las venas.
Cuando me abre la puerta en un principio anda despistada. Con cara de que le voy a vender algo. No me reconoce y yo a ella sí. Le digo entonces que vengo de la parroquia, de Cáritas, y se relaja tanto que casi se cae de boca contra la solería. Hablando lo justo más creo alegrarle la mañana comentándole que le van a renovar tres meses más la tarjeta del Economato Social. A saber, por sólo una pequeña aportación del 40% y con todos los productos a precio de coste podrá durante ese periodo comprar alimentación, lotes de limpieza, pañales… No habría que mencionar que lo agradece, que afirma ausente de ostentación que le hace mucha falta, pero el caso es que con una premura inesperada y agónica rompe a llorar. Descompasadamente y con holgura.
– Perdona, es que hoy tengo un mal día. Llevo ya tiempo en tratamiento por depresión… La situación es mu’ mala y mi hijo acaba de salir de prisión y es otro más sin trabajo y con boca que alimentar. Veinte años tiene.
Le toco la mano, que apoya lánguida y frágil sobre el pomo de la puerta.
– ¿No va a cobrar la paga por haber estado preso?
– Hasta dentro de dos meses más o menos no, porque tiene que solicitarla y no le pagan los atrasos ni nada.
No pregunto, claro, pues el motivo de estar preso me importa una mierda, sólo, para escucharla y que intente desahogarse le digo si el chaval tiene algo pendiente, si ha estado mucho tiempo en el talego…
– No, ha estado un año a pulso, por ir a por chatarra pa’ sacar algo de dinero.
– ¿Saltó a algún sitio, no?
– Sí, en una nave o algo, y los trincaron.
La propiedad privada, por supuesto, derecho inalienable y absoluto en un estado democrático. Dónde va a parar.
Sí, este es el delincuente, la lacra social merecedora de ínclito castigo y a la que crucificamos entre malhechores con un letrerito sobre la testa propalando a los cuatro vientos sus faltas no vayan a borrarse con el paso del tiempo. Quien la hace la paga, sin remisión.

Los Mesías son políticos y se llaman caso Treball por desviación de dinero, Gómez Arrabal por prevaricación urbanística, Mª Dolores Mateos por malversación de fondos públicos; militares tipo el comandante y jefe médico del Yak-42 por identificación falsa de cadáveres; empresarios de similar factura al de hace dos días, el banquero Francisco Segundo Vaquero, por apropiación indebida de más de 30.000€ de las cuentas de sus clientes; o los cuatro Mossos d’Esquadra condenados por torturas… A estos se los indulta, como a Barrabás, que era un bandido. No hay ni que abrirles la losa del sepulcro porque se les resucita antes mismo de haber muerto. Una gozada. Porque no son lacras sociales, ni delincuentes, ni peligros para el sistema (su sistema).

Hasta los evangelistas fueron más justos. Soltar a Barrabás viene a simbolizar de forma subrepticia pero firme que existe una verdad inviable de salvar: el libre siempre será el justo, y esa conciencia vital es igual que la trate de corromper el sistema, los falsos y los que inventan mesianismos a su imagen y semejanza. Barrabás significa literalmente en arameo Hijo (Bar-) del Padre (-Abbá). Aunque os empeñéis en dar libertad al bandido, demostrando vuestro desaforado desprecio por los más débiles, a través de esa misma opción carente de argumentos la conciencia colectiva excusa al pobre, al indefenso, al que habría de ser más sujeto de perdón.

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Pauperofobia

A las PERSONAS subsaharianas que desean vivir en dignidad
Pauperofobia, por Rafa Poverello

Pauperofobia, por Rafa Poverello

Parafraseando a nuestro taimado Ministro de Interior Fernández Díaz criticar a la casta Europa de xenófoba es, no solamente injusto, sino inmoral. Que se lo digan a los aficionados al fútbol, que sólo imitan al mono desde las gradas cuando tocan el balón los negros del club contrario de turno, pero no los del suyo, y, como es natural y en un excelente ejercicio de autoprotección, exclusivamente cuando se juega en casa.

Todos lo sabemos, el mundo lo sabe: es que hay negratas y personas de color, aunque el color ese sea también bruno como las ciruelas. ¿O es que alguien se imagina a la guardia civil o a un grupo de skins lanzando pelotas de goma o mandobles con bates de béisbol a Seydou Keita cuando salta al césped del Mestalla o a Mahamadou Diarra cuando hace lo propio en el estadio Spyros Louis del Panathinaikos griego? Y malíes son ambos, como buena parte de los doscientos subsaharianos que intentaron saltar la valla de la frontera de Ceuta hace unas semanas. Es cierto que parezco obviar una cuestión fundamental so pena de parecer demagógicos algunos de mis argumentos , y es que los futbolistas a los que hacíamos referencia tienen sus papeles en regla. Pero, ¿por qué los tienen en regla? Curiosamente existe una excepción a la hora de otorgar el permiso de residencia a un extranjero que no haya nacido en la Unión Europea. Voalá, esa excepción se llama contrato de un club, que directamente y sin más parafernalias, concede como por encanto tal autorización negada al resto de compatriotas. Pero aún es mejor, tras el polémico caso Bosman que sentó jurisprudencia respecto al número de jugadores extracomunitarios que podían militar en un club europeo, en el año 2000 llegó el Acuerdo de Cotonou, firmado por la Unión Europea y setenta y ocho países de África, Caribe y Pacífico, y que provocó que jugadores de estas regiones no fueran contabilizados como extracomunitarios. Así, de nuevo por arte de birlibirloque, el nombrado exjugador del Real Madrid Diarra nunca ocupó una plaza de extranjero. Aunque pareciera difícil que la cosa pudiera ponerse aún más al servicio de la pérfida Europa, existen los triples saltos mortales que allanan el camino a cáusticos intereses: ¿qué es lo más rápido? Lograr el pasaporte a través de una carta de naturaleza, concedida gracias a un real decreto. Si bien, obviamente, esta vía es prácticamente inalcanzable para un trabajador normal, es una alternativa abierta a altos directivos de grandes compañías o a deportistas de élite, gracias a su prestigio o a la influencia de las federaciones a las que pertenecen. Ése fue el caso, por ejemplo, del jugador de baloncesto congoleño Serge Ibaka. Por supuesto, huelga decir que al resto de negratas subsaharianos les está impedida la entrada incluso contando con permiso de trabajo.
     A riesgo de ser considerado un cruel Cicerón partidario del efecto llamada, no puedo caer en la abstrusa argumentación del beneficio económico que estos grandes atletas suponen para este nuestro gran país y que todo ello facilita la aplicación de leyes especiales que los hagan distintos del resto de mortales en similar situación, como si habláramos de manera esta vez sí demagógica de discriminación positiva. Como bien sabemos, los clubes de fútbol no sólo están dirigidos por seres particulares, la mayor parte de ellos empresarios, sino que además han recibido ayuda estatal para diferir el pago de impuestos y se les ha perdonado, al menos por el momento, una deuda con la Hacienda Pública que asciende a 3.600 millones de euros. No entiendo muy bien en qué beneficia esto a la ciudadanía, a decir verdad. Antes al contrario, razono para mis afueras que más perjudicial resulta el fichaje de un jugador por 14 millones de euros -lo que costó en su día el traspaso de Keita del Sevilla C.F. al Barça de Guardiola, y con cuyo sueldo, todo sea dicho en especial mención para quienes opinan que estos salteadores de caminos nos quitan el curro, se podría haber contratado a mogollón de futbolistas autóctonos-, que permitir el acceso a 200 o 2.000 subsaharianos que lo único que piden, también por el momento, es un plato de comida.

En fin, que es inmoral y notoriamente injusto, catalogar a los estados de la Unión Europea de racistas, faltaría más. La pérfida Europa padece de pauperofobia, de miedo al pobre, al negrata, porque Eto’o, sin ir más lejos, siempre tendrá un lugar de privilegio en nuestros corazones blancos e impolutos.

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