Peligro: ignorancia

     No es nada fácil cumplir con igual rigor y meticulosidad la triada de presupuestos acerca de la ignorancia que nombraba el escritor y filósofo francés François de La Rochefoucauld en una de sus máximas: «tres clases hay de ignorancia: no saber lo que debiera saberse, saber mal lo que se sabe, y saber lo que no debiera saberse». De hecho, parece sumamente improbable que una misma persona sea capaz de reunir tales requisitos de una sola tacada a menos que lo haga a propósito, pero en dicho caso incumpliría de facto la segunda opción.

      Desde el año pasado, en virtud de una decisión del Papa Francisco, los terceros domingos de noviembre se celebra la Jornada Mundial por los Pobres, porque lo mismo los católicos se hacen un lío con el Día Mundial contra la Pobreza y la Exclusión Social promovido por la ONU desde 1992 y que se conmemora apenas un mes antes cada 17 de octubre. En esta última fecha de octubre, desde hacía bastantes años, varios colectivos, parroquias y organizaciones católicas que trabajan o colaboran en el ámbito de la exclusión social se unían a otros tantos de ámbito civil para organizar una concentración, leer un manifiesto donde poner en entredicho la mierda de sociedad del descarte que hemos montado y terminábamos con una eucaristía y una celebración conjunta. Hasta el año pasado, claro, que ya quedaba mal hacer actos al margen de la Diócesis, tan casta ella, y algunas de las más grandes organizaciones que apoyaban el tinglado, como Cáritas Diocesana o Manos Unidas, se descolgaron, porque el Señor Obispo, tan casto él, tenía otros planes mejores y más auténticos para tan grandiosa efemérides. El acto (igualito que este año) consistiría en celebrar una eucaristía en la Santa Iglesia Catedral un domingo por la tarde, con todo el boato posible, que para eso estábamos recordando y teniendo presentes a las personas más débiles del sistema, dejándoles a ellos, faltaría más, un espacio reservado/apartado en medio de no sé bien qué rejas principales del templo glorioso y luego terminar con un sencillo entremés al que también estarían invitadas estas personas miserables que no tienen dónde caerse muertas. Aquello de llevar a «los pobres» a la catedral me recordaba bastante a aquellos zoológicos humanos de principios del siglo XX en Europa donde se podían ver familias aborígenes dentro de un espacio cerrado con vallas, no se fueran a escapar. Es normal, porque del mismo modo que en la pérfida Europa de principios de siglo nadie había visto a un bosquimano, en la pérfida Córdoba de principios de siglo XXI hay mucha gente que no ha visto nunca a un pobre. Ni lo verá, mientras en lugar de hacer las celebraciones en las periferias (que es lo que proponía Bergoglio) porque no va a ir nadie, nos mantengamos seguros en nuestro céntrico refugio particular cual si fuera el palacio de Siddharta Gautama. Sigue leyendo

«The Chant Of Jimmie Blacksmith» (1978)

    Decía el orador abolicionista, y por supuesto negro, Frederick Douglass allá por el siglo XIX que «la felicidad del hombre blanco no se puede comprar por la miseria del hombre negro». No se puede comprar nada, menos la felicidad, a base de injusticias, porque ni un perro aguanta patadas de manera indefinida.

    De esto va el blues del chico Jimmie Blacksmith: de tratar a los aborígenes como perros desde antes de que abran sus ojos y luego juzgarlos y condenarlos por las decisiones que han tomado. Y seguramente por eso, esta terrible y necesaria cinta australiana de 1978, fue un fracaso de taquilla en el país oceánico, porque no trata de racismo, que todavía se sigue vendiendo la mar de bien («Paseando a Miss Daisy», «The Blind Side», «Green Book»), sino de discriminación e injusticia social, que todavía sigue vendiendo bastante mal, como sabe de primera mano, por ejemplo, Spike Lee desde sus inicios («Haz lo que debas») hasta el día de hoy («Infiltrado en el KKKlan»). Y seguramente, también por eso, el filme fue confiscado y clausurado en Reino Unido en virtud de un acta de obscenidad de 1959 gracias a las críticas recibidas por parte de asociaciones religiosas y de prensa en la época del tristemente célebre video nasty.

    La película «The chant of Jimmie Backsmith» está basada en la novela homónima de Thomas Keneallym (escritor más reconocido por ser el autor de «El arca de Schindler»), que a su vez toma como base la historia real del aborigen australiano Jimmie Governor, del que poco voy a decir más allá de la soberana y tremebunda explotación a la que fue sometido desde su más tierna infancia, no vaya a destripar sin querer parte de la crueldad de la historia.

    A pesar de haber sido nominado a la Palma de Oro en 1978, tan asqueado quedó Fred Schepisi, director del filme, con el recibimiento del público australiano, que cogió las maletas, marchó a Hollywood y se puso a hacer sandeces de esas que le gustan a la gente porque son tan estúpidas como entretenidas: «La casa Rusia», «Roxanne»… regresando a su país natal, afortunadamente, entre medio de tanta vaina, para rodar otra película basada en hechos reales que sería nominada a numerosos premios europeos y hollywoodienses llamada «Un grito en la oscuridad».

    Si estáis deseando ver una película desagradable y que os va a dejar mal cuerpo, esta es vuestra más digna oportunidad; si por el contrario queréis recibir palmaditas en la espalda seguid con los premios Oscar y el amor incondicional entre blancos y negros.

La Inmaculada, los símbolos y la madre que los trajo

VIRGIN QUEEN 9, by IIEE

     Dicen que fue Séneca, allá por el siglo I, quien dijo aquello de que «nadie ama a su patria porque es grande, sino porque es suya». Mucho más tarde sería Freud, uno de los tres maestros de la sospecha según palabras de Paul Ricoeur, el que explicaba la noción de identidad como sentido de pertenencia a un determinado grupo cultural y todos los autores y autoras que han abordado los fundamentos de las necesidades humanas, desde Maslow hasta Max-Neef, han considerado el sentimiento de identidad como fuente de seguridad, de confianza y de autoestima. Toda esta parafernalia que, todo sea dicho, hay muchas maneras de entenderla y vivirla (tan fuerte sentimiento de identidad puede experimentar un euskal herritar como un cosmopolita) ha derivado en el hecho de que el ser humano se haya pasado su existencia creando símbolos de toda índole y naturaleza y que se aferre a ellos con tamaña fruición que contemplando un desfile militar, la bandera de la nación o un Cristo Pantocrátor puede llegar al orgasmo múltiple y compartido (si en el último caso de la imagen redentora lo permite la Santa Madre Iglesia, por supuesto). De este modo, en una especie curiosa de sinécdoque socio-cultural, los grupos acaban asociando la parte con el todo, el símbolo con el concepto, y quemar una foto del Rey parece que le duele más a un monárquico que si a alguien se le ocurre pegarle una patada en los huevos. Aspecto que no es baladí conocer por parte de un republicano para tener la posibilidad de hacer sentir mejor al fan de Felipe VI en una próxima ocasión recurriendo a la segunda opción que, dicho sea de paso, es bastante menos perjudicial a nivel medioambiental.

      Así llegamos a lo de la sonada exposición «Maculadas sin remedio», abierta al público en las salas de la Diputación Provincial de Córdoba hasta el 2 de junio, y las aún más sonadas protestas de PP, Ciudadanos y Vox que, al halo místico de otros colectivos que se dicen cristianos, pidieron la clausura inmediata de la misma e incluso fue denunciada ante Fiscalía por «ofender los sentimientos religiosos de la mayoría de los cordobeses». Como culmen de la proyección psicológica llegué a escuchar de boca de un fiel creyente y representante de Vox y en referencia a la obra Con flores a María, de la artista Charo Corrales, que es «repugnante la ofensa a la Virgen»; ahora resulta que sabe lo que piensa y siente la Virgen. Era de esperar que, más pronto que tarde, a otro fiel creyente le diera por rasgar de arriba a abajo el lienzo cual si del retrato de Dorian Gray se tratase, bien dispuesto a sacudir de él igualmente toda inmundicia. Por otra parte, ver con tan meridiana claridad la actitud lasciva en el cuadro (una mujer masturbándose) me lleva a imaginar los pensamientos impúdicos que deberían llevar a la confesión a tales devotos quienes, posiblemente, perciben semejante actitud en El nacimiento de Venus, de Botticelli, aunque, al ser Venus una diosa romana, es probable que dé igual lo que esté haciendo con sus partes. Sigue leyendo

La ley, el orden y la insensatez

Blind Justice, by Pavel Constantin

      «La ley jamás hizo a los hombres un ápice más justos; y, en razón de su respeto por ella, incluso los mejor dispuestos se convierten a diario en agentes de la injusticia»; lo dijo Henry David Thoreau que, como es bien sabido, no se destacó precisamente desde su juventud por untar con mantequilla a las leyes que consideró injustas. Que eran muchas y duras. Primero renunció a seguir dando clases en la escuela pública de Concord para no tener que infligir castigos físicos al alumnado; luego se tiró seis años sin pagar impuestos que mantuvieran la esclavitud y la guerra contra México; más tarde se fue a vivir dos años al bosque con lo justo hastiado de la sociedad materialista; y no contento todavía colaboró como activista en el Underground Railroad, un ferrocarril clandestino que ayudaba a liberar esclavos africanos de las plantaciones.

      Dicen por ahí quienes las imponen, que las leyes son un fabuloso instrumento para la convivencia y el respeto mutuo. De control social, pérdida de dignidad y de estulticia hablan menos, pero no hace falta hilar muy fino ni viajar en una máquina del tiempo para descubrir la cantidad de normas inmorales e injustas que han tenido que ser luchadas desde la calle o desde la conciencia individual en un primer momento para conseguir que fueran modificadas: desde el derecho al voto de las mujeres hasta la obligatoriedad del servicio militar.

      Y en estas estamos cuando en Córdoba, la semana pasada, gracias a una de esas normas escritas que hay que cumplir no se vaya a descarriar el rebañico por más ridícula y antidemocrática que pueda parecer, la Junta Electoral decidió que Ganemos en Común no podía concurrir como partido a las elecciones municipales. El motivo: un partido fantasma sin implantación ni representación política, registró el nombre de Ganemos en 2014 y es quien se va a poder presentar tanto en la capital andaluza como en Pinto y en Bilbo. Es la ley, majos, qué más da la estafa. Sigue leyendo