«El proceso» (1925)

Kafka by Culpeo-Fox

Kafka by Culpeo-Fox

    Existen escritores poetas, escritores con vocación de filósofos, filósofos con vocación de escritor, los hay metafísicos, románticos, de un clasicismo extraordinario, raros, confusos o de contrastada dificultad… Están todos estos y aparte existe Kafka, el joven de rostro asustado y huidizo, como sacado de un cuadro gótico y al que se le ha asociado, hasta indiscriminadamente, con tantos movimientos literarios que diríase que todo existe en virtud de su obra: existencialismo, modernismo, marxismo, anarquismo, realismo mágico. Nada escapa a la sombra alargada del genio de Praga.
     La especial idiosincrasia de Franz Kafka, puede que influida de manera primigenia por la propia experiencia familiar y la tortuosa relación con su padre (de la que parece ser da cumplida cuenta en su obra póstuma “Cartas al Padre”) hacen del escritor un ser de compleja y tormentosa personalidad, disperso y oscuro y con tal exceso de ideas interiores que fue incapaz de terminar ninguna de las tres novelas que escribió: “El desaparecido”, “El proceso” y “El castillo”, si bien podríamos perdonar a esta última al comenzarla a escribir apenas un año antes de su fallecimiento por tuberculosis. No olvidemos que la más leída de sus obras, “La metamorfosis” es una novela corta y junto con su relatos y cuentos es lo único de su producción que fue publicado en vida del autor. Afortunadamente, el compositor y también escritor checo Max Brod no hizo el más mínimo caso a su amigo Franz, quien deseaba que todos los manuscritos de sus obras fueran destruidos a su muerte, y publicó póstumamente la mayor parte de la obra de Kafka. 

     “El proceso”, la obra que nos ocupa y que es la única novela de Kafka que he tenido la fortuna de leer junto con “La metamorfosis”, es sin duda una obra más compleja, madura y redonda que esta última, a pesar de no haber sido terminada, como hemos comentado con anterioridad. Literatura eminentemente filosófica y trascendente como lo demuestra de manera esencial el elaborado y elucubrado Capítulo IX que contiene la admirable disertación sobre la ley y la justicia; con temas trasversales y de exquisita resonancia dentro de la estructura meta-argumental de la novela de Kafka: la inaccesibilidad del pueblo a la inocencia o la inutilidad y futilidad de la conciencia cuando todos decidieron de antemano con los prejuicios declararte culpable… No importa la acusación ni el delito sino las percepciones y juicios de quien te rodea en base a criterios tan absurdos como llevar chaqueta o la forma de los labios. Tal vez, simplemente no hay escapatoria a la muerte si uno acaba incluso convenciéndose de que se la merece: «en la oscuridad no encontraré el camino yo solo», suelta K, el protagonista de “El proceso”.

     Sí, pudiésemos concluir que todo es un engaño, a K y a uno mismo como incrédulo lector que se pasea por el desastre sumario, pero nos devuelve a la verdad el final, terrible y demencial, con un ajusticiamiento criminal e indecente, tanto como todo el proceso, como la injusticia, como el no saber y sin embargo no saber librarte de la culpa. Alguien se asoma a la ventana antes de cumplir la sentencia, no es compasión, sino hacer constancia del hecho, del mal. 

     Duro, como una piedra. Seco, como el desierto. Así es “El proceso”, así es Kafka, un ser atormentado que no pasa de puntillas sobre nada, sobre nadie.

     Y como casi siempre unos fragmentos que os inviten a su desasosiego y a abrazar sus páginas.

«–¿Cómo te imaginas el final? –preguntó el sacerdote.
Al principio pensé que terminaría bien –dijo K–, ahora hay veces que hasta yo mismo lo dudo. No sé cómo terminará. ¿Lo sabes tú?
–No –dijo el sacerdote–, pero temo que terminará mal. Te consideran culpable. Tu proceso probablemente no pasará de un tribunal inferior. Tu culpa, al menos provisionalmente, se considera probada.
–Pero yo no soy culpable –dijo K–. Es un error. ¿Cómo puede ser un hombre culpable, así, sin más? Todos somos seres humanos, tanto el uno como el otro.
–Eso es cierto –dijo el sacerdote–, pero así suelen hablar los culpables.
–¿Tienes algún prejuicio contra mí? –preguntó K.
–No tengo ningún prejuicio contra ti –dijo el sacerdote.
–Te lo agradezco –dijo K–. Todos los demás que participan en mi proceso tienen un prejuicio contra mí. Ellos se lo inspiran también a los que no participan en él. Mi posición es cada vez más difícil.
–Interpretas mal los hechos –dijo el sacerdote–, la sentencia no se pronuncia de una vez, el procedimiento se va convirtiendo lentamente en sentencia.»

«Era un largo pasillo al que se abrían algunas puertas toscamente construidas que daban paso a las oficinas instaladas en el piso. Aunque en el pasillo no había ventanas por donde entrara directamente la luz, no estaba completamente a oscuras, porque algunas oficinas, en lugar de presentar un tabique que las separara del corredor, tenían enrejados de madera que llegaban hasta el techo, a través de los cuales se filtraba un poco de luz, y podía verse a unos cuantos funcionarios, que escribían sentados a una mesa o que, de pie junto al enrejado, miraban por sus intersticios a la gente que pasaba por el corredor. En el pasillo no se veía a muchas personas a causa, seguramente, de que era domingo. Todas tenían un aspecto muy decente y estaban sentadas a intervalos a lo largo de una fila de bancos de madera dispuestos a ambos lados del corredor. Había dejadez en el vestir de aquellos hombres, aunque a juzgar por su fisonomía, sus maneras, su corte de barba y otros pequeños detalles imponderables, pertenecían obviamente a las clases mas altas de la sociedad. Como en el corredor no existían perchas, habían dejado sus sombreros sobre los bancos, siguiendo posiblemente cada uno de ellos el ejemplo de los otros. Cuando los que estaban sentados cerca de la puerta vieron venir a K y al ujier, se pusieron de pie cortésmente, visto lo cual sus vecinos se creyeron obligados a imitarles, de modo que todos se levantaban a medida que pasaban los dos hombres. Pero ninguno de ellos se ponía derecho del todo, pues quedaban con las espaldas inclinadas y las rodillas dobladas dando la sensación de ser mendigos callejeros.»

«La casa de los siete tejados» (1851)

Nathaniel Hawthorne 4 by carts

Nathaniel Hawthorne 4 by carts

     Entre las metódicas manías a las que me acojo ante el goce de la lectura he de reconocer la de tener a mano varias obras y alternarlas según tiempo, estado de ánimo o simple apetencia: sin orden ni concierto suelen ser una novela, relatos, poesía o teatro, un ensayo y algún cómic. De este modo, con el fin de no perder mi sagrada costumbre comencé mi periplo por ‘La casa de los siete tejados’. Habrían pasado unas diez páginas a lo sumo (mientras discurría entre Aldecoa, el ‘Alvar Mayor’ de Trillo y Breccia y la ‘Historia del Cine’) cuando me di cuenta que el método, hubiera dicho que efectivo al ciento por ciento, se me iba de las manos. Me estaba perdiendo en ese trajín de ir y venir hacia Hawthorne y recordé que hace 20 años, mientras leía ‘La letra escarlata’, una de las obras clásicas del romanticismo más hermosamente escritas, me sucedió exactamente lo mismo. Total, que resolví acabar con los desvíos antes de retomar con pleno corazón el camino a la mansión y a los jardines de Nueva Inglaterra. Sólo entonces lo descubrí de nuevo sin fisuras: no se puede compartir a Hawthorne so pena de perderlo todo.

     Sin atisbo de exageración, leer a Hawthorne es una experiencia única e irrepetible. Es pasear descalzo sobre la fresca hierba verde en medio de un bosque de sauces mientras una suave brisa te acaricia el rostro, y no es grato disfrutar de tal paseo contestando al móvil, con una radio a todo volumen en la oreja o teniendo que sortear excrementos de canes. La prosa de Hawthorne existe para el sosiego y para la calma, su pausada cadencia crea un oasis de infinita y a veces desesperada ternura que no puede abrazarse desde el estrés y la prisa. La pena impuesta si nos dejamos intimidar por la ansiedad es la más cruel e ingrata: convencerse de la insulsez de cada mirada y cada encuentro, dejarse domeñar por el estilo abigarrado y recargado tan característico del gótico norteamericano y sentirse incapaz, desde la esclavitud del corto plazo, de paladear que ese mismo estilo descriptivo se nos muestra débil, impotente y marcado de magnánimos matices de amor y de templanza, regalando una ingravidez constante en la descripción de sentimientos que ni desea hacer suyos, ni dominarlos el propio autor (parece ser, podría ser, sería posible…). Nada sucede mientras de todo pasa. El alma humana.


     Como ya sucediera con la Hester de ‘La letra escarlata’, Hawthorne nos entrega una protagonista inolvidable, Hepzibah Pyncheon, sumida de igual forma en la condena -a veces autoimpuesta- de una sociedad moralmente decadente e insalvable, de buenos modales y pecados ocultos en la que la única forma de sobrevivir la encuentra en ocultarse, ser libre a solas como si ello fuera de algún modo posible, y aislarse en un reducto al margen de la injusticia y la impiedad, donde la fealdad de un ceño fruncido por el dolor encuentre arrestos para amar y sentir el derecho a vivir sin sentirse juzgada: la casa de los siete tejados. Pasean también por sus huertos la luminosa Phoebe, el quebradizo Clifford, el amante y amado Holgraves y el transparente anciano Venner. Todos personajes maravillosos, tiernos y conscientes de la fugacidad de la vida y de la imponente necesidad de aprender a gozar con las pequeñas cosas que se presentan cada día, esas que te descubren que no existe predestinación ni maldiciones, que el presente se construye y “Dios no hará a nadie beber sangre” a menos que uno mismo haya deseada hacerlo. Lo resume Clifford, tal vez a cada uno de sus lectores: “eres un ser fantástico y también imbécil, las ruinas de un hombre, un fracasado, como lo es casi todo el mundo (…). El destino no te reserva ninguna felicidad, a no ser que merezca este nombre un hogar tranquilo”, rodeado de la gente a la que amas y por la que te sientes amado. Sin duda, esa es la dicha, y recuerdo a su coetáneo Thoreau, en su visceral misticismo alejado del mundo. 

     Pero “¿qué calabozo es más obscuro que el propio corazón? ¿Qué carcelero es más inexorable que uno mismo?”, sienten Hepzibah y Clifford tras un minúsculo instante de libertad. Difícil es redimirse a sí mismo, expiar las culpas que te cuelgan sin ser tuyas… Afortunadamente, Hawthorne, asqueado del puritanismo, de la doblez, de la injusta moralidad lo suelta: “Dios envía un rayo de amor y piedad a cada alma en tribulación”. Me lo creo, lo vivo. Hepzibah, Clifford se merecen piedad en su tribulación y Jaffrey, el heredero y juez injusto, es un grandísimo hijo de puta.

     Para terminar comparto un fragmento de la obra donde es fácil de percibir, como ya sucediera en su más conocida novela ‘La letra escarlata’, la metódica persecución del autor contra el puritanismo imperante y la caza de brujas (según diferentes y fiables datos uno de sus antepasados actuó como juez en los procesos de su ciudad natal, Salem):


» Una fuente de agua mansa y deliciosa—raro tesoro en aquella diminuta península donde se establecieron por vez primera los puritanos— indujo a Matthew Maule a construir una cabaña de troncos de árbol, en aquel paraje demasiado alejado de lo que a la sazón constituiría el centro de la aldea aquella.
Con el crecimiento del caserío, al cabo de unos treinta o cuarenta años, el lugar ocupado por la cabaña despertó la codicia de un prominente y poderoso personaje que reclamó la propiedad de este terreno y otro adyacente, basándose en la concesión otorgada por los legisladores provinciales.
El coronel Pyncheon—así se llamaba el reclamante— se caracterizaba por una energía férrea, a juzgar por lo que de su recuerdo se conserva. 
Matthew Maule, por otra parte, aunque humilde, era terco en la defensa de lo que consideraba su derecho; y, durante varios años, logró conservar el acre o dos de tierra que, con el sudor de su frente, arrancara a la selva virgen, para convertirla en su hogar y huerto. 
No se conserva ningún testimonio escrito de este pleito; sólo sabemos de él, por la tradición. Sería, por lo tanto, muy audaz y probablemente injusto, aventurar una opinión acerca de sus méritos. De todas formas, se dudó de los derechos del coronel Pyncheon y hubo quien afirmó que fueron indebidamente exagerados con el propósito de que alcanzaran al pequeño terreno de Matthew Maule.
Refuerza esta sospecha el hecho de que este pleito entre dos litigantes desiguales—entablado en una época en que se daba a la influencia personal mayor importancia que en la actualidad— quedó sin decidir hasta el día en que murió el ocupante del terreno en litigio.
Las características de su muerte afectan al espíritu de nuestro tiempo de forma muy distinta de como lo hicieron hace siglo y medio.
Fue una muerte que cubrió de horror el nombre del humilde habitante de la cabaña y que hizo aparecer casi como un acto religioso el pasar el arado sobre el pequeño terreno en que se asentaba su vivienda y borrar para siempre su lugar y su recuerdo de entre los hombres.
El viejo Matthew Maule, en una palabra, fue ejecutado por el delito de brujería. Fue uno de los mártires que nos demuestran, entre otras cosas, que las clases influyentes y los dirigentes de los pueblos están expuestos a todos los errores característicos de la plebe mas enloquecida.
Clérigos, jueces, estadistas—los hombres más sabios, prudentes, serenos y santos de la época— formaron círculo en torno al patíbulo para aplaudir aquel acto sangriento y para confesar ulteriormente que se habían engañado miserablemente.
Si algún aspecto de su conducta merece menos censura que el resto es la singular falta de discriminación con que persiguieron no solamente a los pobres y a los ancianos, como en anteriores matanzas judiciales, sino a gentes de todos los rangos, a sus iguales, hasta a sus hermanos y a sus esposas. En aquella época de espantoso desorden, nada tiene de particular que un hombre de tan poca importancia como Matthew Maule siguiera la senda del martirio, sin que nadie se fijase en él, entre la multitud de sus compañeros de sufrimiento. Mas, posteriormente, cuando se hubo calmado la locura de aquella época odiosa, se recordó con cuanto empeño el coronel Pyncheon se había unido al coro general que reclamaba que se limpiara el país de brujos y brujas; y hasta se murmuró que había algo de envidia en el celo con que reclamaba la condena de Matthew Maule. «

 

 

Peritonitis del alma

Discrimination by carts

Discrimination by carts

     Antonio aparenta la edad que decida uno colgarle. Como inserto en la cabeza tiene el cabello medio ribeteado de plata -lo cual quiere decir que en su otra mitad goza de un pulcro color natural- al tiempo que profusas y expresivas arrugas recorren su rostro de norte a sur y de este a oeste sin que el observador perspicaz sea capaz de definir a ciencia cierta si son causa y efecto del paso de los años o de la inmisericorde lucha diaria de quien resiste la pobreza a golpe de mérito. Su indumentaria no resalta en el más mínimo detalle; viste de obrero, de trabajador de clase baja a quien no le preocupa lo más mínimo si conjuntan mal o bien el verde y el azul o si un jersey de cuello de pico casa regular sobre una camiseta de publicidad o con calzar unas zapatillas de deporte. Se sienta como uno más a nuestro lado, con el desapercibimiento del que esconde humildemente muchas verdades que compartir, al tiempo que uno de sus compañeros de la Coordinadora de Barrios Ignorados proyecta un montaje sobre el fondo blanco de la pared y explica con generosa cadencia los objetivos y reivindicaciones de la plataforma. 

     Antonio apenas abre la boca, guarda tan silente atención a las imágenes que inundan de luz la sala que podría jurarse que no las hubiera visto ya decenas de veces. Mientras las contempla en ocasiones asiente con un leve balanceo de cabeza, en otras gira el rostro, ofrece espontánea una mueca de disgusto y parece negar con amargo dolor los gélidos datos estadísticos de los que es más consciente que ningún otro de los seres que habitamos en ese instante la habitación en virtud de su propia realidad. Antonio vive en el barrio periférico de Las Palmeras, la zona de la capital cordobesa más castigada por la exclusión social y las situaciones de marginalidad. Con su pequeña pensión intenta mantener a flote a toda su familia, aglutinada en torno a él en diversificados grados de consanguinidad y parentesco, y con su elevada visión de la solidaridad y de la justicia que le otorgaron el respeto de sus vecinos ganado a pulso gitano manteniendo el equilibrio en medio de las tempestades y domeñando su ímpetu a imagen de Aquilón, persigue la estabilidad social en una barriada de más de seis mil personas, provenientes todas de algo más de una docena de familias que han ido extendiéndose como esporas dentro de un ambiente hostil. 

     En su ensayo “La Quintaesencia del ibsenismo” el Nobel irlandés George Bernard Shaw expone con bastante criterio que existen tres tipos de personas: los realistas, que asumen dócilmente la sustantividad que les rodea, los filisteos, que se van adaptando a ella según conveniencia y voluntad, y los idealistas, cuyo fin primordial consiste en no obviar los propios sueños y luchar de manera encarnizada por cumplirlos. Antonio, que bien podría acogerse con destemplanza y excusas creíbles a los dos primeros modelos, nos demuestra en la única ocasión en la que toma la palabra que su opción vital no pasa en absoluto por la más mínima renuncia a sus ideales. Nos habla del mal del oenegísmo y su dañina presencia cargada de habitualidad cuando su fin exclusivo es la subvención por encima de la lógica o el derecho de quienes dicen defender. Cuando narra su diálogo casi revertido en monólogo con un miembro de una de la legión de asociaciones que pululan por su barrio nos cuestiona sin apenas darse cuenta de ello. Con absoluta franqueza y naturalidad.

     “Era un buen chaval; hablaba sobre la exclusión, de lo que nos entendía… y un día lo cogí y le pregunté:
     – Pero ¿qué sabes tú de exclusión?
     – Hombre, estamos colaborando con vosotros, en medio de vuestro barrio…
     – Ya. Te voy a hacer tres preguntas, y te pido que me respondas con sinceridad. A ver, si te fueras a comprar una casa y sabes que en Palmeras son muy económicas, ¿te vendrías aquí a vivir?
     El chaval ya empezó a mirarme raro y se encogía de hombros sin saber por dónde salir.
     – La segunda: ahora tienes una hija, y le gustan dos tíos, uno del centro y otro de aquí del barrio… ¿cuál le dirías que es preferible? 
     Entonces cambió de tema, parecía temer por dónde le iba a salir con la tercera pregunta y se dio la vuelta diciendo que tenía muchas cosas que hacer. La última pregunta era que si tuviera que contratar a alguien no iba a tener en cuenta en que sitio de Córdoba vivía.”

     Pasaron una docena de ángeles, tiempo de silencio y mordeduras de labios inferiores. “El idealismo a medias es la peritonitis del alma”* y mi abdomen acababa de ser lanceado con febril entusiasmo. Afortunadamente la cura para cicatrizar las heridas también la pone Aldrich: “no hay nada más abyecto sobre la faz de la tierra ni en todo el reino animal que un hombre que vendió sus sueños y que no puede olvidarlos”.

     Habrá que volver a comprarlos.



* The Big Knife” (La podadora), Robert Aldrich, 1955.

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Peritonitis del alma por Rafa Poverello se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.

«Awaara» (El vagabundo, 1951)

Raj Kapoor birth place by Burhan Ahmed

Raj Kapoor birth place by Burhan Ahmed

Decir que lograr ver «Awaara» supuso un esfuerzo digno de los Titanes es quedarse demasiado corto. El vacío absoluto y total ostracismo del que ha sido objeto el cine indio por parte de occidente tiene diversas visiones o facturas, pero es tan cierto como que filmes clásicos y renombrados en las diferentes antologías sobre Historia del cine como «Devdas» (1935) o «Nagarik» (1952) no es que sean cuasi imposibles de encontrar, sino que ni aparecen en las webs de cine. Tras denodados intentos dejé por imposible conseguir «Devdas» (que no ‘existe’ para algunos buscadores de red) y tras lograr descargarme «Nagarik», pero en versión original y existiendo únicamente para descarga los subtítulos en inglés (sólo sé castellano y me defiendo regular), le metí mano a Raj Kapoor, del que logré los subtítulos en el exclusivo idioma que controlo con defectos.

Esta introducción que puede resultar un tanto brasa se me hace necesaria, para explicar que existe vida en Bollywood antes y después de Satyajit Ray. Sobre todo antes, y «Awaara» es una de esas vidas, pues fue concebida tres años antes que «Pather Panchali», primera parte de la obra de Ray.

La falta de recursos y posibilidades reales a la hora de acercarte al cine indio juega majestuosamente en su contra, pues si bien es relativamente común entre el público de occidental no entender del todo la mecánica y estructura de los filmes clásicos japoneses o chinos (Ozu, Mizoguchi, Naruse…), su habitual presencia en festivales, filmotecas, críticas o páginas sobre el séptimo arte, hace que forme parte de lo que debe ser visto irremediablemente so pena de ser juzgado de inculto entre el alto standing de los amantes del celuloide. Aunque luego, una vez visto te resulte una soberana memez y ni te atrevas a soltarlo en uno de los cientos de blogs existentes al respecto. Con el cine indio no hay problema en este sentido, salvando al nombrado Satyajit Ray y su maravillosa «Trilogía de Apu» a la peña le importa un pimiento que no se sepa quien es Kapoor, Ghatak o en su casa lo conocen.

Por todo ello, terminar de ver «Awaara» te deja una sensación muy muy extraña y como dice una vez y otra Raj, el vagabundo protagonista del filme, no somos nosotros, ‘es su apariencia’. Mi mente no está para nada acostumbrada al estilo narrativo propio del cine indio. ¿Y eso es malo? Pues creo que no, es cuestión de aprender, y lo hice pronto, porque la peli de marras dura tres horas, ni más ni menos, y su historia es tan hermosa que lo que en principio estaba programado para una sesión dividida se convirtió en un ‘¿cómo voy a dejarlo ahora?’. Del tirón, oiga, con todos los defectos que puedo haberle visto y que reflexionados varias horas después no lo son, sino formas distintas de hacer y entender el cine. ¿Extraños números musicales? Pues mira, sí, pero sólo para nosotros, infames mortales de este lado del Atlántico, tan acostumbrados a los bailecitos y coreografías tipo Broadway con los que otra peña de mentalidad distinta se queda petrificada. ¿Qué puede resultar moralizante? Sin duda menos que Capra y de él pocos se quejan. Su componente social, aun con una curiosa mescolanza con el cine romántico del Hollywood de los 40, está a la altura del neorrealismo imperante por ese entonces en Europa cuando es bastante improbable que Kapoor conociera esta nueva tendencia en el cine, pues «Ladrón de bicicletas» no fue proyectada en India hasta este mismo año. Sería casi una ofensa poner a Kapoor a la altura de Satyajit Ray, pero los méritos que se llevó el reconocido director indio, que incluso obtuvo un Óscar honorífico por su obra, no serían los mismos sin el neorrealismo iniciado de extraña forma en su país natal a través de «Awaara». Para hacerse una idea clara de la importancia socio-política de esta obra de Kapoor se hace imprescindible decir que su fama en la Unión Soviética y China se extendió como la pólvora.

Total que, abierto de miras y si no se hace uno esclavo de lo culturalmente establecido, «Awaara» es una intemporal historia de amor, un intenso drama con toques de comedia y una ingente crítica social y especialmente un filme que te hace pensar sobre el destino al que en repetidas ocasiones se nos conduce para luego hacernos únicos culpables y responsables de ello, como chivos expiatorios de una sociedad injusta y trápala que nunca quiere ser llevada al banquillo. Un placer extraño, que como todo placer extraño merece ser degustado con calma y templanza.