Gloria Fuertes

Gloria Fuertes, por PIFAL

Gloria Fuertes, por PIFAL

Sí, no es un error, no. Y eso es lo triste. No, no era Gloria Fuertes la poetisa de los niños, ni aquella que parodiaban con El niño del Miño «Martes y 13». Mejor que muchos contemporáneos, hombres, más reconocidos, la querida Gloria tuvo la mala suerte de nacer en 1918, en el seno de una familia humilde, ser mujer y que le tocara las narices tener que aprender a planchar, coser y demás sandeces supuestamente propias de su sexo. Le dio por la poesía, por los cuentos, por ir en contra de todo siendo lo que esta sociedad falsaria y machista llama fea y gorda (sí, no nos rasguemos las vestiduras como si nunca hubiéramos pensado eso alguna vez escuchando su voz grave y curiosa recitando versos).

     Y le tocó la Guerra Civil, a la que muchos se adaptaron, sin la cual ella misma reconoce que quizá no hubiera llegado a escribir con la ironía y el humor dulzón que la caracterizaba. Mujer, posguerra… Escritora de segunda para amenizar a los niños, a los que ciertamente adoraba, tanto como a la justicia o a la paz, a los que dedica igualmente infinidad de poemas de los que menos gente se acuerda, a los que menos le hicieron tanto caso.

     Gloria Fuertes apenas puedo estudiar cuando era pequeña, pero cargada de pundonor y confianza en sí misma luchó por aquello que le hacía dichosa y llegó a dar clases de Literatura española en Pensylvania, gracias a una beca, no por el merecido reconocimiento a su labor personal y literaria que tuvo justo eco en Latino América, donde es venerada por infinidad de críticos y ensayistas.

     La injusticia histórica cometida con Gloria Fuertes no podía definirse mejor que en las palabras transparentes, y casi desmedidas, del ínclito Camilo José Cela: «la angélica y alta voz poética a la que los hombres y las circunstancias putearon inmisericordemente».

 
En retaguardia

Hago poco o no hago nada.
la gente se está matando
mientras yo escribo sentada.
Bien nutrida, mal amada.
Hago poco o no hago nada,
coso y curo mis balazos,
bien herida, mal amada.Me duele lo de los otros
pero no puedo hacer nada
porque el dolor de mi cuerpo
me tiene paralizada.Puede llamar a la puerta…
¡Si tuviera una llamada.
Si me dijese te quiero”…!

Compañero, camarada,
yo también sufro injusticia

por amor encarcelada.
No merezco ser líder,
lucho cómoda sentada.
Hago poco o no hago nada.Cambio vendas,
me preocupo de MI herida,
Hay mucho plomo en mis alas,
No puedo volar al monte,
– ¡ Por si llama!-
Dejadme sola en la sala.
Dejadme cumplir condena,
-Bastante tengo desgracia,
La gente se está matando
Mientras yo escribo sentada-,
Bien herida, mal amada.

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«La libertad no es tener un buen amo, 
sino no tener ninguno.»

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Hay que decir lo que hay que decir pronto,
de pronto,
visceral
del tronco;
con las menos palabras posibles
que sean posibles los imposibles.
Hay que hablar poco y decir mucho
hay que hacer mucho/ y que nos parezca poco:
Arrancar el gatillo a las armas,
por ejemplo.

Imagen pública

Gitanos by Joe Mabel

Gitanos by Joe Mabel

     Se había levantado un día agradable. Habida cuenta de las desapacibles mañanas de calor (usando un poderoso eufemismo) de mediados de agosto, tenía que agradecer que estando obligado a salir a las once del mediodía -lo que supone en estas fechas un auténtico envido al peligro en Córdoba- y además en bicicleta, corriera una magnífica brisa primaveral que haría del paseo matutino un goce para los sentidos.

      Con esta positiva actitud bajé las escaleras con una sonrisa de dentífrico que regalaba a diestro y siniestro a todos los vecinos con los que me cruzaba -escaleras, descansillo, patio…- y agarrando la bicicleta me dirigí a la biblioteca, determinantemente raudo y con relativo estrés pues no me estaba sobrando el tiempo. Iba a firmar el contrato laboral de media jornada, que agradezco hasta límites inaccesibles, pero que aún tengo serias reservas de que el salario me dé para vivir. No obstante, y a mi pesar, en virtud de este último e interesante punto de inflexión respecto a mis posibilidades reales de supervivencia, dejaré de engrosar en breve las listas del paro favoreciendo dolorido a que el Gobierno pueda usarme como dato que asevere el buen resultado que están dando sus mayestáticas políticas sociales y económicas.
      Retomando el asunto anterior y cuya relación con la historia central de este relato no va más allá de intentar justificar -como suelen hacer todos los individuos de mi especie- lo que sucedería a continuación y para lo que habrá aún de servirme como excusa que antes de entrar a devolver los préstamos hallé en la puerta a un chico en proceso de inserción, al que no veía desde hacía meses y con el que estuve charlando amigablemente sin hacer el más mínimo cosa a la hora, lo que favoreció de forma generosa a que se acentuara mi nerviosismo, así como el hecho de que descubriera que las películas sacadas en verano de la biblioteca no son por un mes, sino por quince días, con la consiguiente sanción de un día por cada jornada y cada obra devuelta con retraso.
      Ya con la mente dándole vueltas a tontadas sin sentido -otra excusa, digamos- y sudando en una mañana nada calurosa rodeé los muros de la Mezquita observando la ingente cantidad de gitanas que, con el romero en la mano y cara desesperanzada, intentaban hacer el agosto -nunca mejor dicho- a costa de los turistas. Muchos de sus rostros no me eran ajenos al haberse acercado por la oficina de Cáritas, porque es sabido que de leer la buena ventura no se puede vivir a menos que seas la pitonisa Lola. Al girar con la bicicleta por el muro de piedra posterior casi arrollo una cara conocida de más y que me sonríe.
      – ¡Aaaay! ¿qué haces por aquíiii? ¿Cuándo vais a abrir la oficiiina que debo la luuuuuz?
     Era Ángeles, gitana de menos edad de la que aparenta y una de las personas con las que más me he reído tras un comentario mordaz soltado una tarde en la oficina cuando le preguntamos preocupados que cómo le iba en la Mezquita con el romero. “Estamos muuuchas, ya no nos da ni para el taxi de vueeelta”. Touché.
      Estaba acompañada por varias mujeres más con sus ramitas en la mano. Unas de pie a su lado y alguna que otra sentada como ausente sobre las piedras paralelas a los muros.
      – Hola, Ángeles, ¿qué tal? ¿Por aquí seguimos, no? Hasta la próxima semana nada; el martes por la tarde ya puedes ir, que estaré atendiendo.
      Mientras charlábamos, casi todas las gitanas que la acompañaban se batieron en retirada en busca de alguna presa fácil, excepto otra bastante más joven a la que también conocía del barrio, y que al final acabó por marcharse, y otra de mediana edad que a apenas metro y medio, permaneció sentada en los escalones de piedra. Tenía también una ramita en la mano, que descubrí que no era romero sino otra planta de hojas verdes oscuras excepto en los bordes, y un bolso colgado en el hombro derecho.
      – ¿Ya no cogéis romero?-interrogué a Ángeles, más objeto de confianza por mi parte.
      Confirmó mi sospecha dándome el nombre de la planta en cuestión y que no logro recordar. Entonces, abiertamente y en un acopio de extroversión, me dirigí a ambas comentando entre risas que alrededor de la Mezquita había más de ellas con las ramitas de vete tú a saber qué planta que turistas y que no iban a sacar ni para el taxi. Ángeles cogió la broma y comenzó a reírse casi con ahogo y negando con la cabeza.
      – ¡Qué malo que eeeres!
      La compañera me estaba mirando, sentada, con cara de dogo argentino y sin mover un músculo, con su ramita en la mano. Entonces salieron las palabras cáusticas de su boca:
      – No, si yo no soy…
    No hice en aquel momento un estudio de campo, pero sin duda mi rubor superó con creces el de la gitana que no lo era a pesar de que con su pelo recogido en un moño, su rostro moreno renegrido, su vestido veraniego de una pieza y su ramita en la mano -que evidentemente acababan de “venderle” con la buena ventura- lo parecía aún más que Ángeles.
     Sonreí forzado, me escudé en la prisa inmensa que llevaba y partí como alma que lleva el diablo sin volver la vista atrás mientras escuchaba las risas incontenidas de Ángeles, poco empática con la situación que acababa de vivir.
Cuando regresaba a casa después de firmar el contrato que tan felices nos hacía a Rajoy y a mí (por ese orden) atravesé de nuevo al lado de los muros y los portales de la Mezquita. No estaban ni Ángeles ni su compañera irreal y me dio por pensar. Si hubiera cometido el error de confundir a la buena mujer y turista de rigor con una catedrática a punto de comenzar una conferencia, con una Mexicana Nobel de la Paz, con Rosalía de Castro… ¿me hubiese regalado esa mirada de dogo argentino? Lo mismo hasta me habría hecho digno de que me diera las gracias por el cumplido. Pero en una sociedad de culto a la imagen pública “ya se sabe que a un hombre se le perdona más fácilmente el lesionar la verdadera buena educación o la moral que desconocer la más insignificante normas de etiqueta”*. 
 
      Evidentemente yo no me sentí perdonado.

* “Ivanhoe”, Walter Scott

Carlos Marzal

Carlos Marzal by GrendelSagrav

Carlos Marzal by GrendelSagrav

En la década de los 80 y los 90 del pasado siglo, en una España atacada por «otra» crisis de la cual, nos decían temerosos tal que ahora, no se podría salir, un grupo de poetas decide romper el molde, acercarse (cuasi invadir diríamos) al lector y, a través de un estilo directo, natural y exento de artificios, hacerle partícipe de lo que siente, de lo que vive, de lo que espera… Fue llamada por algunos poesía de la experiencia, cuyo mayor representante es Luis García Montero -al que dedicaremos inevitablemente otra entrada en una futura ocasión- y grupo al que pertenece Carlos Marzal. ¿Y sabéis algo? Toda esta ínclita información puede hallarse en los libros, tecleando en cualquier buscador de Internet, poniendo el más mínimo y nimio de los intereses. Pero es poesía de la experiencia, y en esos libros, en esa búsqueda de internauta convencido, tras ese mínimo interés sólo descubrirás la verdad común del poema de los Polvos de talco o apreciarás la belleza final de Dicho en silencio y escuchado, si te decides a leerlos, pues «tuyos, de nadie más, son los sigilos, para tanto silencio enamorado». 

     Comparto eso de que si otro lo ha dicho ya mejor que tú, para qué vas a cagarla, y rememoro «El indomable Will Hunting«, a raíz de esto del Absoluto global de la experiencia. Sentados en el banco de un parque, el psicólogo William observa el tranquilo trajinar de los cisnes sobre el lago y tras esperar a que el chirriante Damon se burle de su historia personal decide darle, humildemente, en toda la boca, con esa experiencia incalculable de la que tod@s, de manera especial quienes sintamos ser torpemente inteligentes, deberíamos aprender: 
     – Si te pregunto algo sobre arte me responderás con datos sobre todos los libros que se han escrito, Miguel Ángel, lo sabes todo, vida y obra, aspiraciones políticas, su amistad con el Papa, su orientación sexual, lo que haga falta… Pero tú no puedes decirme cómo huele la Capilla Sixtina, nunca has estado allí y has contemplado ese hermoso techo (…) Si te pregunto por la guerra probablemente citarás algo de Shakespeare: “De nuevo en la brecha, amigos míos” Pero no has estado en ninguna, nunca has sostenido a tu mejor amigo entre tus brazos esperando tu ayuda mientras exhala su último suspiro. Si te pregunto por el amor, me citarás un soneto, pero nunca has mirado a una mujer y te has sentido vulnerable, ni te has visto reflejado en sus ojos. No has pensado que Dios ha puesto un ángel en la tierra para ti, para que te rescate de los pozos del infierno, ni qué se siente al ser su ángel y darle tu amor y darlo para siempre y pasar por todo, por el cáncer. No sabes lo que es dormir en un hospital durante 2 meses cogiendo su mano porque los médicos vieron en tus ojos el que término horario de visitas no iba contigo. No sabes lo que se significa perder a alguien, porque sólo lo sabrás cuando ames a alguien más que a ti mismo. Dudo que te hayas atrevido a amar de ese modo.

     Si habéis llegado hasta aquí, sabréis que para mí, Marzal, por fortuna no es impertinente, y ha debido de sostener más de una tristeza entre sus brazos. Él mismo lo decía no hace tanto en una entrevista por la publicación de su libro de aforismos bajo el maravilloso título de La arquitectura del aire:  “Cuando era más joven, como suele suceder a todos los jóvenes que son inmortales, te permites el lujo del catastrofismo y de la negatividad, y cuando uno va cumpliendo años y le pasan más cosas y se da cuenta de lo frágil y fugaz que es todo, uno tiende a desarrollar como defensa el vitalismo. Me gusta mucho la realidad, no la que nos circunda, pero sí el hecho de pertenecer a ella. Me he vuelto más vitalista y cantor de lo que era”.

     No es nada fácil la sencillez y la supuesta natural pulsión que parecen transmitir al lector los versos de Marzal. Dos de los aforismos contenidos en su última obra se hacen eco de la exigencia de la naturalidad:  “mis improvisaciones requieren de larga meditación” y “cuando muevo una coma, muevo todo lo que he hecho en el día”. La inspiración existe, pero tiene que encontrarte trabajando, decía Picasso, el genio malagueño. A Marzal le pilla trabajando.


Metal pesado

Igual que sucedía, siendo niños,
con las mágicas gotas de mercurio,
que se multiplicaban imposibles
en una perturbada geometría,
al romperse el termómetro, y daban a la fiebre
una pátina más de irrealidad,
el clima incomprensible de los relojes blandos.
Algo de ese fenómeno concierne a nuestra alma.
En un sentido estricto, cada cual
es obra de un sinfín de multiplicaciones,
de errores de la especie, de conquistas
contra la oscuridad. Un individuo
es en su anonimato una obra de arte,
un atávico mapa del tesoro
tatuado en la piel de las genealogías
y que lleva hasta él mismo a sangre y fuego.
No hay nada que no hayamos recibido
ni nada que no demos en herencia
Existe una razón para sentir orgullo
en mitad de esta fiebre que no acaba.
Somos custodios de un metal pesado,

lujosas gotas de mercurio amante.


Servidumbre de paso

En nuestra sumisión nos consumamos,
en nuestra servidumbre nos crecemos,
vivimos a compás, 
en la angostura de un andar errátil
que nos da la amplitud,
al comprender 
la bella anomalía de este viaje.

Nómadas en esencia,
muchedumbre 
que cruza en extravío
del uno al otro lado de nosotros,
polizones
en la nave del mundo,
huéspedes
al amparo de nadie,
en deuda con la vida, que está en deuda
con el secreto amor que profesamos
a todo trance siempre hacia la vida.
Apátridas por fuerza en nuestro espíritu.

A la buena de un dios en descalabro,
clandestino de mí,
pobre de qué.
señor de dónde,
en un inacabable deambular,
al arte por el arte
de estar vivo.

Un vaso de agua fresca al transeúnte,
un pedazo de pan al vagabundo,
un puñado de sal al peregrino,
que voy en trashumancia,
que voy de merodeo,

voy de paso.


El pozo salvaje

Por más que aburras esa melodía
monótona y brumosa de la vida diaria,
y que te amansa;
por más lobo sin dientes que te creas;
por más sabiduría y experiencia y paz de espíritu;
por más orden con que hayas decorado las paredes,
por más edad que la edad te haya dado,
por muchas otras vidas que los libros te alcancen,
y añade lo que quieras a esta lista,
hay un pozo salvaje al fondo de ti mismo,
un lugar que es tan tuyo como tu propia muerte.
Es de piedra y de noche, y de fuego y de lágrimas.
En sus aguas dudosas
reposa desde siempre lo que no está dormido,
un remoto lugar donde se fraguan
las abominaciones y los sueños,
la traición y los crímenes.
Es el pozo de lo que eres capaz
y en él duermen reptiles, y un fulgor
y una profunda espera.
En tu rostro también, y tú eres ese pozo.

Ya sé que lo sabías. Por lo tanto,

Acepta, brinda y bebe.

Primero de agosto

chauen: cat in the sky by AndySilva

chauen: cat in the sky by AndySilva

     Primero de agosto. 

     Acompasados como dos cadetes en su jura de bandera, el sol y yo nos quitamos las legañas matutinas tras el reciente desperezo. El astro rey lo logra a fuerza de un mecánico y monótono empuje que comienza a regalar su abrazo de luz tras los edificios ocres que se levantan tristes frente a mi balcón. Mi táctica es igualmente metódica y eficaz: me despeja una taza de leche tibia con cacao. De pie, al lado de los cristales innecesariamente traslúcidos de los ventanales, sostengo el tazón en la mano mientras escucho -o a veces tan sólo acierto a oír con la mente dispersa- las noticias de la mañana a través de los altavoces que propagan su inoportuna subjetividad colgados en la pared del fondo de la sala. La señal emitida desde la pantalla del ordenador, entrecortada y mancillada por satélite, parece negarse a ser cómplice de la crónica del día.

     Irisan las luces del alba los rostros y prendas de la familia a la que tangencialmente observo desde la ventana cargar varias maletas en el auto. Con el dorso de la mano se limpia el padre el sudor, excesivo para tan tempranas horas del día, y la mujer, con una sonrisa licuada por los reflejos del sol refractados sobre el techo del coche, urge a los dos niños de corta edad que corretean a su alrededor para que ocupen sus asientos y se pongan el cinturón. Un cling repentino me anuncia que las rebanadas de pan acaban de saltar bronceadas del tostador y al tiempo que las coloco sobre un plato de burda imitación a loza tras refregarlas con ajo y untarlas generosamente con aceite y tomate recuerdo…

     Primero de Agosto. 

     Conducir por la carretera que a lo largo de más de cien kilómetros se adentra en la cordillera del Rif entre las ciudades de Ceuta y Chauen es un intento de suicidio en toda regla. La lóbrega oscuridad apenas permitía pincelar en lo alto los bordes maquetados de los altivos macizos y, aliada metódicamente con la estrechez casi agónica de la calzada y con una velocidad excesiva para las vesicantes condiciones de una vía que diríase diseñada por un asesino en serie, aceleraba el pulso de los cuatro turistas que, con amplios deseos de sobrevivir a la odisea, nos dirigíamos a la perla azul del Rif. 

     A pesar de las horas intempestivas para usurpar la tranquilidad de un hogar, Mohammed, propietario de un hotel en Chauen y amigo incidental de uno de mis compañeros de viaje, nos recibe con una sonrisa satisfecha. Se hace paradigma, carne y sangre de la diyâfa islámica que para el musulmán va más allá de la simple y ya difícil hospitalidad transformándose en un verdadero sentido de amor al extraño. Casi le ofende nuestra gratitud ante aquello que ve con la naturalidad del servicio desinteresado y la delectación de un deber cumplido. 

     Desde las primeras horas del día siguiente Mohammed nos guía ufano, como Virgilio a Dante ante las puertas del Paraíso, en nuestro trajinar por las calles y fachadas refulgentes de la Medina, encaladas de añil y de inevitable evocación andalusí. En la plaza de Uta al-Hammam -reformada sorpresivamente con fondos europeos destinados a proyectos de desarrollo- varios hombres, sentados en la terraza de un bar y ataviados con sencillas chilabas, conversan con moderado sosiego acompañados por rallados vasos de té verde con menta. A la izquierda, imponente y rasgando las nubes, se alza el minarete de la Mezquita casi anexa a los muros rojizos de la Kasbah
     Por una de las calles aledañas a la plaza, nos conduce Mohammed a una tienda de mosaicos. Nuestro particular Cicerone y el dueño del comercio intercambian saludos. “As-Salaam-Alaikum”. “Wa-Alaikum-Salaam”. De los muros del local, como lienzos puntillistas apresados por engarces férreos, cuelgan indeterminados mosaicos de variada tonalidad y desorbitante precio destinados de manera particular -en palabras concretas del propietario- a adornar los patios, galerías y azoteas de edificios construidos al otro lado de los catorce kilómetros de Estrecho. Nos acompaña entonces al taller, a través de una puerta sin dintel que parece fabricada por un ciego a golpe de maza; cruzamos un patio de terrizo escasamente adornado y con una autocomplacencia ignorante y falaz nos muestra a los artesanos que apoyando un cincel sobre los azulejos y golpeándolo cuidadosamente con un martillo los desmiembran en diminutas teselas pegándolas a continuación con íntima delicadeza y ordenado cuidado. Se encuentran arrodillados, con el rostro cobrizo volcado en el trabajo y en el polvo letal que desprende cada golpe de martillo, pero ninguno osa levantar siquiera la cabeza un segundo. 
     La mayoría de los obreros no pasa de los siete años. 

     …

     La familia del auto se ha marchado. Un primero de agosto. Con sus niños inocentes y ajenos. Felices todos de poder gozar de sus merecidas vacaciones. Como lo fueron las mías en Marruecos. Como impensables lo son para los artesanos de Chauen que obstruyen sus pulmones creando piezas exclusivas que serán para disfrute epicúreo de otros. 

     Misma fecha. Primero de agosto. Infantes con divergentes dedicaciones; ni insignificantes ni ignotas para servirnos de consuelo indefectible. Adultos de opciones y decisiones espurias; ni irreductibles ni inmutables. No, no es el dueño del taller de quien hablo. Únicamente al menos. Eso es lo que desearíamos. Que fuera él.

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