Carlos Marzal

Carlos Marzal by GrendelSagrav

Carlos Marzal by GrendelSagrav

En la década de los 80 y los 90 del pasado siglo, en una España atacada por «otra» crisis de la cual, nos decían temerosos tal que ahora, no se podría salir, un grupo de poetas decide romper el molde, acercarse (cuasi invadir diríamos) al lector y, a través de un estilo directo, natural y exento de artificios, hacerle partícipe de lo que siente, de lo que vive, de lo que espera… Fue llamada por algunos poesía de la experiencia, cuyo mayor representante es Luis García Montero -al que dedicaremos inevitablemente otra entrada en una futura ocasión- y grupo al que pertenece Carlos Marzal. ¿Y sabéis algo? Toda esta ínclita información puede hallarse en los libros, tecleando en cualquier buscador de Internet, poniendo el más mínimo y nimio de los intereses. Pero es poesía de la experiencia, y en esos libros, en esa búsqueda de internauta convencido, tras ese mínimo interés sólo descubrirás la verdad común del poema de los Polvos de talco o apreciarás la belleza final de Dicho en silencio y escuchado, si te decides a leerlos, pues «tuyos, de nadie más, son los sigilos, para tanto silencio enamorado». 

     Comparto eso de que si otro lo ha dicho ya mejor que tú, para qué vas a cagarla, y rememoro «El indomable Will Hunting«, a raíz de esto del Absoluto global de la experiencia. Sentados en el banco de un parque, el psicólogo William observa el tranquilo trajinar de los cisnes sobre el lago y tras esperar a que el chirriante Damon se burle de su historia personal decide darle, humildemente, en toda la boca, con esa experiencia incalculable de la que tod@s, de manera especial quienes sintamos ser torpemente inteligentes, deberíamos aprender: 
     – Si te pregunto algo sobre arte me responderás con datos sobre todos los libros que se han escrito, Miguel Ángel, lo sabes todo, vida y obra, aspiraciones políticas, su amistad con el Papa, su orientación sexual, lo que haga falta… Pero tú no puedes decirme cómo huele la Capilla Sixtina, nunca has estado allí y has contemplado ese hermoso techo (…) Si te pregunto por la guerra probablemente citarás algo de Shakespeare: “De nuevo en la brecha, amigos míos” Pero no has estado en ninguna, nunca has sostenido a tu mejor amigo entre tus brazos esperando tu ayuda mientras exhala su último suspiro. Si te pregunto por el amor, me citarás un soneto, pero nunca has mirado a una mujer y te has sentido vulnerable, ni te has visto reflejado en sus ojos. No has pensado que Dios ha puesto un ángel en la tierra para ti, para que te rescate de los pozos del infierno, ni qué se siente al ser su ángel y darle tu amor y darlo para siempre y pasar por todo, por el cáncer. No sabes lo que es dormir en un hospital durante 2 meses cogiendo su mano porque los médicos vieron en tus ojos el que término horario de visitas no iba contigo. No sabes lo que se significa perder a alguien, porque sólo lo sabrás cuando ames a alguien más que a ti mismo. Dudo que te hayas atrevido a amar de ese modo.

     Si habéis llegado hasta aquí, sabréis que para mí, Marzal, por fortuna no es impertinente, y ha debido de sostener más de una tristeza entre sus brazos. Él mismo lo decía no hace tanto en una entrevista por la publicación de su libro de aforismos bajo el maravilloso título de La arquitectura del aire:  “Cuando era más joven, como suele suceder a todos los jóvenes que son inmortales, te permites el lujo del catastrofismo y de la negatividad, y cuando uno va cumpliendo años y le pasan más cosas y se da cuenta de lo frágil y fugaz que es todo, uno tiende a desarrollar como defensa el vitalismo. Me gusta mucho la realidad, no la que nos circunda, pero sí el hecho de pertenecer a ella. Me he vuelto más vitalista y cantor de lo que era”.

     No es nada fácil la sencillez y la supuesta natural pulsión que parecen transmitir al lector los versos de Marzal. Dos de los aforismos contenidos en su última obra se hacen eco de la exigencia de la naturalidad:  “mis improvisaciones requieren de larga meditación” y “cuando muevo una coma, muevo todo lo que he hecho en el día”. La inspiración existe, pero tiene que encontrarte trabajando, decía Picasso, el genio malagueño. A Marzal le pilla trabajando.


Metal pesado

Igual que sucedía, siendo niños,
con las mágicas gotas de mercurio,
que se multiplicaban imposibles
en una perturbada geometría,
al romperse el termómetro, y daban a la fiebre
una pátina más de irrealidad,
el clima incomprensible de los relojes blandos.
Algo de ese fenómeno concierne a nuestra alma.
En un sentido estricto, cada cual
es obra de un sinfín de multiplicaciones,
de errores de la especie, de conquistas
contra la oscuridad. Un individuo
es en su anonimato una obra de arte,
un atávico mapa del tesoro
tatuado en la piel de las genealogías
y que lleva hasta él mismo a sangre y fuego.
No hay nada que no hayamos recibido
ni nada que no demos en herencia
Existe una razón para sentir orgullo
en mitad de esta fiebre que no acaba.
Somos custodios de un metal pesado,

lujosas gotas de mercurio amante.


Servidumbre de paso

En nuestra sumisión nos consumamos,
en nuestra servidumbre nos crecemos,
vivimos a compás, 
en la angostura de un andar errátil
que nos da la amplitud,
al comprender 
la bella anomalía de este viaje.

Nómadas en esencia,
muchedumbre 
que cruza en extravío
del uno al otro lado de nosotros,
polizones
en la nave del mundo,
huéspedes
al amparo de nadie,
en deuda con la vida, que está en deuda
con el secreto amor que profesamos
a todo trance siempre hacia la vida.
Apátridas por fuerza en nuestro espíritu.

A la buena de un dios en descalabro,
clandestino de mí,
pobre de qué.
señor de dónde,
en un inacabable deambular,
al arte por el arte
de estar vivo.

Un vaso de agua fresca al transeúnte,
un pedazo de pan al vagabundo,
un puñado de sal al peregrino,
que voy en trashumancia,
que voy de merodeo,

voy de paso.


El pozo salvaje

Por más que aburras esa melodía
monótona y brumosa de la vida diaria,
y que te amansa;
por más lobo sin dientes que te creas;
por más sabiduría y experiencia y paz de espíritu;
por más orden con que hayas decorado las paredes,
por más edad que la edad te haya dado,
por muchas otras vidas que los libros te alcancen,
y añade lo que quieras a esta lista,
hay un pozo salvaje al fondo de ti mismo,
un lugar que es tan tuyo como tu propia muerte.
Es de piedra y de noche, y de fuego y de lágrimas.
En sus aguas dudosas
reposa desde siempre lo que no está dormido,
un remoto lugar donde se fraguan
las abominaciones y los sueños,
la traición y los crímenes.
Es el pozo de lo que eres capaz
y en él duermen reptiles, y un fulgor
y una profunda espera.
En tu rostro también, y tú eres ese pozo.

Ya sé que lo sabías. Por lo tanto,

Acepta, brinda y bebe.

Primero de agosto

chauen: cat in the sky by AndySilva

chauen: cat in the sky by AndySilva

     Primero de agosto. 

     Acompasados como dos cadetes en su jura de bandera, el sol y yo nos quitamos las legañas matutinas tras el reciente desperezo. El astro rey lo logra a fuerza de un mecánico y monótono empuje que comienza a regalar su abrazo de luz tras los edificios ocres que se levantan tristes frente a mi balcón. Mi táctica es igualmente metódica y eficaz: me despeja una taza de leche tibia con cacao. De pie, al lado de los cristales innecesariamente traslúcidos de los ventanales, sostengo el tazón en la mano mientras escucho -o a veces tan sólo acierto a oír con la mente dispersa- las noticias de la mañana a través de los altavoces que propagan su inoportuna subjetividad colgados en la pared del fondo de la sala. La señal emitida desde la pantalla del ordenador, entrecortada y mancillada por satélite, parece negarse a ser cómplice de la crónica del día.

     Irisan las luces del alba los rostros y prendas de la familia a la que tangencialmente observo desde la ventana cargar varias maletas en el auto. Con el dorso de la mano se limpia el padre el sudor, excesivo para tan tempranas horas del día, y la mujer, con una sonrisa licuada por los reflejos del sol refractados sobre el techo del coche, urge a los dos niños de corta edad que corretean a su alrededor para que ocupen sus asientos y se pongan el cinturón. Un cling repentino me anuncia que las rebanadas de pan acaban de saltar bronceadas del tostador y al tiempo que las coloco sobre un plato de burda imitación a loza tras refregarlas con ajo y untarlas generosamente con aceite y tomate recuerdo…

     Primero de Agosto. 

     Conducir por la carretera que a lo largo de más de cien kilómetros se adentra en la cordillera del Rif entre las ciudades de Ceuta y Chauen es un intento de suicidio en toda regla. La lóbrega oscuridad apenas permitía pincelar en lo alto los bordes maquetados de los altivos macizos y, aliada metódicamente con la estrechez casi agónica de la calzada y con una velocidad excesiva para las vesicantes condiciones de una vía que diríase diseñada por un asesino en serie, aceleraba el pulso de los cuatro turistas que, con amplios deseos de sobrevivir a la odisea, nos dirigíamos a la perla azul del Rif. 

     A pesar de las horas intempestivas para usurpar la tranquilidad de un hogar, Mohammed, propietario de un hotel en Chauen y amigo incidental de uno de mis compañeros de viaje, nos recibe con una sonrisa satisfecha. Se hace paradigma, carne y sangre de la diyâfa islámica que para el musulmán va más allá de la simple y ya difícil hospitalidad transformándose en un verdadero sentido de amor al extraño. Casi le ofende nuestra gratitud ante aquello que ve con la naturalidad del servicio desinteresado y la delectación de un deber cumplido. 

     Desde las primeras horas del día siguiente Mohammed nos guía ufano, como Virgilio a Dante ante las puertas del Paraíso, en nuestro trajinar por las calles y fachadas refulgentes de la Medina, encaladas de añil y de inevitable evocación andalusí. En la plaza de Uta al-Hammam -reformada sorpresivamente con fondos europeos destinados a proyectos de desarrollo- varios hombres, sentados en la terraza de un bar y ataviados con sencillas chilabas, conversan con moderado sosiego acompañados por rallados vasos de té verde con menta. A la izquierda, imponente y rasgando las nubes, se alza el minarete de la Mezquita casi anexa a los muros rojizos de la Kasbah
     Por una de las calles aledañas a la plaza, nos conduce Mohammed a una tienda de mosaicos. Nuestro particular Cicerone y el dueño del comercio intercambian saludos. “As-Salaam-Alaikum”. “Wa-Alaikum-Salaam”. De los muros del local, como lienzos puntillistas apresados por engarces férreos, cuelgan indeterminados mosaicos de variada tonalidad y desorbitante precio destinados de manera particular -en palabras concretas del propietario- a adornar los patios, galerías y azoteas de edificios construidos al otro lado de los catorce kilómetros de Estrecho. Nos acompaña entonces al taller, a través de una puerta sin dintel que parece fabricada por un ciego a golpe de maza; cruzamos un patio de terrizo escasamente adornado y con una autocomplacencia ignorante y falaz nos muestra a los artesanos que apoyando un cincel sobre los azulejos y golpeándolo cuidadosamente con un martillo los desmiembran en diminutas teselas pegándolas a continuación con íntima delicadeza y ordenado cuidado. Se encuentran arrodillados, con el rostro cobrizo volcado en el trabajo y en el polvo letal que desprende cada golpe de martillo, pero ninguno osa levantar siquiera la cabeza un segundo. 
     La mayoría de los obreros no pasa de los siete años. 

     …

     La familia del auto se ha marchado. Un primero de agosto. Con sus niños inocentes y ajenos. Felices todos de poder gozar de sus merecidas vacaciones. Como lo fueron las mías en Marruecos. Como impensables lo son para los artesanos de Chauen que obstruyen sus pulmones creando piezas exclusivas que serán para disfrute epicúreo de otros. 

     Misma fecha. Primero de agosto. Infantes con divergentes dedicaciones; ni insignificantes ni ignotas para servirnos de consuelo indefectible. Adultos de opciones y decisiones espurias; ni irreductibles ni inmutables. No, no es el dueño del taller de quien hablo. Únicamente al menos. Eso es lo que desearíamos. Que fuera él.

Licencia Creative Commons
Primero de agosto por Rafa Poverello se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.

«Viaje al fin de la noche» (1932)

Louis-Ferdinand Celine by ridvan

Louis-Ferdinand Celine by ridvan

     Existen libros que comienzan a leerse desde el mismo diseño de cubierta. Unas tijeras. Abiertas, cuasi oxidadas. No lo comprendo, pero empiezo, con deseo, a batir las páginas como en un vuelo. Tal vez al final…

     Me sorprende la prosa directa, atropellada, telegráfica, sin respiro de Ferdinand. De los dos: autor y personaje, que son lo mismo. Sin empaques ni dulzuras me atrapa, me presiona… me duele. En ocasiones, cuando estoy convencido de que me estoy aburriendo con sus tropelías americanas, de repente, sin quererlo como que me despisto y me instala de nuevo dentro, en tan solo un par de párrafos. Tan raudos, tan cicatrizantes, tan doloridos. Con unas descripciones tan cortas, tan poco perezosas, tan admirables: «Las tejas musgosas caen rodando sobre los salientes adoquines, como sólo existen ya en Versalles y en las prisiones venerables». 

     Lo más curioso es que Ferdinand no me cae especialmente bien, ni siquiera siento compasión por él. No comparto el nihilismo sin límites ni en su idea de verdad («la verdad del mundo es la muerte»), ni en el sentido que le otorga a la existencia («somos más desgraciados que la mierda», aunque me partí de la risa al leerlo), ni en su desencantada concepción de la condición humana («confiar en los hombres, es ya, dejarse matar un poco»). Me daña ese estilo tan de Plauto («Lupus est homo homini») a pesar de la acidez de su discurso, de su descarnada y lacerante ironía. Su discurrir díscolo por las colonias francesas en África me hacen rememorar a Conrad, El corazón de las tinieblas. Tal vez de lo poco que me recuerda a algo literario anterior a Céline.

     Pero Ferdinand comparte dos cualidades con el embaucador Lord Henry de Wilde que lo han hecho absolutamente perdonable. Su enconado pragmatismo que me ganó, me dominó, me tronchó en muchos momentos: «(pensé) si no iríamos a canearnos, pero en primer lugar no teníamos sitio, siendo cuatro en el taxi». Y dos, su reconocido hedonismo: «la felicidad en la tierra sería morir con placer, en pleno placer… el resto no es nada». La generación beat, el underground… los trópicos sexuales a los que nos condujo Miller existen, dependen, fueron pensados en virtud de la abrupta claridad literaria y sin censuras de Céline. Incluso el inefable Ignatius de Toole bebe de las fuentes de El viaje… como toda la literatura posterior, como todo el siglo XX. Quizá.


     «El viaje es la búsqueda de esa nulidad», «y a fuerza de verte echado a la calle en todas partes, seguro que acabará descubriendo lo que da tanto miedo a todos, y que debe encontrarse al fin de la noche» se dice a sí mismo Ferdinand en mitad de la obra mientras avanza y retrocede en su indeseado camino sin retorno. Mientras, odia el empacho de los ricos y la tontería de los pobres («existen dos humanidades muy diferentes»), desprecia la generosidad («la miseria persigue implacable al altruismo»), la ética en cualquiera de sus formas («la moral de la humanidad me la trae floja, como a todo el mundo»)… Va a su rollo, una y otra vez. Sin esperar, sin confiar, tan solo como la única forma que entiende para lograr sobrevivir. Entonces, en medio de esa nulidad, cuando estás a punto de odiar a Ferdinand, a los dos, sucede. Todo cobra un sentido perfecto, inaudito, salpicado de propio fracaso: «no encontraba nada de lo que se necesita para diñarla, sólo malicias».

     Los dos Ferdinand, me la traen floja sus panfletos, lo que digan de él/de ellos sus paisanos… Unas tijeras. Cuasi oxidadas. Lo entiendo. Céline lo ha hecho todo trizas. Incluido a mí.

     Como si no fuera ya suficiente, dejo gratuitamente otros fragmentos supurantes:

     «Los hombres se aferran a sus cochinos recuerdos, a todas sus desgracias, y no hay quien los saque de ahí. Con eso ocupan el alma. Se vengan de la injusticia de su presente trabajándose en lo más hondo de su interior con mierda. Justos y cobardes son, en lo más hondo. Es su naturaleza».

     «Toda la juventud se ha ido a morir al fin del mundo en el silencio de la verdad. ¿Y adónde ir, fuera, decidme, cuando no llevas contigo la suma suficiente de delirio? La verdad es una agonía ya interminable. La verdad de este mundo es la muerte. Hay que escoger: morir o mentir. Yo nunca me he podido matar».

     «Para el pobre existen en este mundo dos grandes formas de palmarla, por la indiferencia absoluta de sus semejantes en tiempos de paz o por la pasión homicida de los mismos, llegada la guerra. Si se acuerdan de ti, al instante piensan en la tortura, los otros, y en nada más.¡sólo les interesas chorreando de sangre, a esos cabrones! Princhrad había tenido más razón que un santo al respecto. Ante la inminencia del matadero ya no especulas demasiado con las cosas del porvenir, sólo piensas en amar durante los días que te quedan, ya que es el único medio de olvidar el cuerpo un poco, olvidar que pronto te van a desollar de arriba abajo».

Lo que nos sobra

Cain slaying Abel by Peter Paul Rubens

Cain slaying Abel by Peter Paul Rubens

     “¡Cumpleaños feliiiiiiz, cumpleaños feliiiiiiz, te deseamos todoooooos…!” Acababan de apagar las luces de la salita y mentiría si me atreviera a asegurar quien fue la persona del grupo que apareció atravesando la puerta y portando en sus brazos alineados en forma de ele una doble tarta de chocolate similar a dos inmensos senos negros achatados y unidos por mitad del tronco como dos hermanos siameses. Sendas velas llameantes aparecían clavadas, respectivamente, en medio de cada una de las partes, y un coro tan disonante como las propias voces que entonaban la canción de felicitación me invitaron calurosamente a soplar sobre ellas suponiendo la petición evidente de un deseo.

     No resulta menos agradable la sensación de alegría ante la celebración de tu cumpleaños rodeado de personas que te importan por el mero hecho de que no exista sorpresa posible cuando tal evento se convierte en método y costumbre el lunes más próximo a la efemérides. No es creíble hacerse el memo, aunque la sonrisa de anuncio de dentífrico siga siendo espontánea y lúcida como si de un olvido momentáneo se tratase. Prontas y aleatorias comenzaron a disponerse al retortero sobre la mesa alargada las frugales viandas extraídas de las bolsas con determinante fruición. Patatas chips, frutos secos, aceitunas de bote -con el sentido más peyorativo en que el término pueda emplearse-, algunas lonchas de embutido y cuñas de queso regadas con fino de Moriles como manjares exquisitos dignos de los reyes de Persia y varias bolsitas de regañás y colines con las que acompañar los jugos gástricos en tan carentes horas de la noche.



     Entre risas y amables sinergias mi mente se perdió despabilada e importuna y como en un flash fotográfico retuvo el tiempo unas horas antes, a las afueras del atrio de la parroquia. De pie y renqueante, temblándole las piernas huesudas sobre el bochornoso acerado gris se encontraba Rafi. Su rostro enjuto y sus ojuelos faltos de luz miraban de manera trastabillada a T, una de las compañeras de Cáritas, sin mostrar apenas gestos, con las manos desplomadas a lo largo del tronco y le hablaba casi en susurros con un tono de voz monocorde y asmático. 
     – Hoy es mi cumpleaños. Cincuenta y dos -escuché que le decía a T con una media sonrisa colgada de los labios-. Ay… aay…
     Rafi se tambalea entonces como zancadilleada por un ser invisible, apoya el brazo esquelético en el banco oscuro que reposa calma pétrea a la izquierda de la salida del atrio del templo y con pleurítico ademán y blanquecina turbación se inclina y se sienta acompasadamente sobre el poyo.
     – ¿Qué te pasa, Rafi? -preguntó T cargada de compasión al tiempo que la sujetaba para evitar su desplome.
     – Ay… perdona, es que llevo tres días sin comer. 

     Retorno al presente inmediato, a las frugales viandas que ya no lo son tanto y reniego del deseo que me atreví a solicitar como si de una estancia se tratase. Y agradezco gozar cada hálito que expulso. Y pido perdón por las veces en las que no lo agradezco como si hubiera vidas que merecieran más que otras la gracia y la dicha que ostentan.
     Decía el viejo proverbio hindú aquello de que “todo lo que no se da, se pierde”. Como la comida que se nos pudre en la nevera o en la que, tal vez, tras soberanos esfuerzos logramos percibir un ligero olor que no nos da buena espina. Como el vil metal empleado en sortijas, en excesos que nos resultan tan nimios como una cerveza o una tableta de chocolate, en necesidades inexistentes llamadas con más corrección caprichos en otros meridianos. Como la queja y el llanto sobre nada en concreto…

     Repleto de mezquindad y cainismo y necesitado de arcana absolución aun podría asumir como cierta la bastarda imposibilidad del compartir sin medida, mas al menos que se avenga la honestidad y ose no engañarme a mí mismo con idéntica ausencia de medida: no hay justificación humana que nos conduzca a negar al otro lo que nos sobra. ¡Y es tanto!

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