Amor ágape

mother by MartaSyrko

mother by MartaSyrko

      Es bajita, de mediana edad y el pelo liso y difusamente teñido a mechas por debajo de las orejas. Mirando su rostro enquistado en la duda y su nerviosa forma de desenvolverse una vez atravesaron sus pasos la puerta resulta evidente que esta ocasión es la primera en la que ha ido a dar su cuerpo menudo con la oficina de Cáritas.
Intenta echar el cerrojo, que sin llegar a resistirse no alcanza a ponerse en el lugar triste de quien lucha en su contra y se niega a cerrarse.
– No se preocupe, pase, ya lo hago yo.
Me levanto calmo, le indico que se siente y venzo a continuación la fortaleza inicial del pestillo, a quien conozco con sobrada estima.
La mujer gira los globos oculares de izquierda a derecha, de arriba a abajo, en trasversal, como incapaz de fijar la vista en un punto necesario que le permita relajarse un segundo.
– Mire, vengo porque…
Con un gesto de la mano la intento tranquilizar dentro de lo que se hace posible y le  pregunto de la forma más inocua posible:
– Es la primera vez que viene, ¿verdad? Creo que no nos conocemos.
Y tras presentarme escueto y con una sonrisa nada forzada le pregunto el nombre.
– Es por rellenarle una ficha con los datos. Luego le explico más despacio cómo trabajamos, ¿le parece?
Con los ojos mustios me observa y antes de balbucear entrecortadas palabras se atusa el pelo y se plancha la falda con las palmas de las manos.
– Me llamo Carmen, pero no vengo para mí. Verá, me han hablado de esto de la oficina de Cáritas y tengo una hija, Elvira, que acaba de dar a luz y vive sola. El padre no ha querido saber nada de ella-hace el apunte con desdén, pero sin exceso de rigor mucho más angustiada por otra realidad-. Le han puesto unos puntos por desgarro y no ha podido venir.      La tristeza ha invadido el rostro fino y maquillado de la mujer venciendo el anterior sentir de inseguridad.
– Su hija sabe que ha venido, ¿verdad? -pregunto con arbitraria obligación.
– Claro, claro.
– ¿Y no tiene ningún ingreso en el domicilio? ¿Desempleo? ¿Ayuda? -a veces llego a sorprenderme a mí mismo por la falta de tacto, como si la interrogada supurara su angustia a través de las prestaciones y se centrara más en el problema en sí que en el dolor que le ocasiona su hija. Reculo de inmediato.
– Está preocupada. A ver qué podemos hacer.
No es satisfacción lo que me devuelve, pero su actitud ha abandonado la rigidez y me entrega una media sonrisa.
– Elvira estuvo trabajando mucho tiempo, pero lleva varios años en paro y no tienen nada. Además el pediatra le ha recomendado que le dé al niño almidón, porque no puede darle el pecho y no tiene para comprar la comida.
La mezcla infumable de lacerante sinceridad y pragmatismo se me atraganta una semana más en el gaznate y sólo acierto a despedir otro tufo. Necesario para concretar la realidad vital de la familia, pero tufo al fin y al cabo.
– Perdone, Carmen, pero ¿hasta ahora cómo han estado tirando?
Se encoge de hombros y aprieta entre sus dedos un bolso gastado que vivió tiempos mejores.
– Bueno, hasta el mes pasado yo cobraba el salario social y con eso la ayudaba, pero se me terminó y ya no tenemos nada.
Sería un flaco favor a la verdad soltar que lo que está compartiendo Carmen se halla entre lo más espeso, crítico y urgente que en ese mismo día he tenido la oportunidad -digamos aséptica- de escuchar y la desgracia de colmarme de impotencia, pero la verdad precisa es que ese dolor es el espeso, crítico y urgente para Carmen, que no conoce -ni tiene la intención de hacerlo con absoluta probabilidad- los dolores agudos de los demás, que menos le importan sin pizca de egoísmo.
Envuelto en estos pensamientos escasamente egoístas me asalta una duda que comparto con Carmen algo perplejo.
– ¿Y usted entonces de qué vive ahora? Podemos también pasarnos por su casa y ver en qué podemos ayudarla.
Carmen no ha necesitado tiempo para pensar en una respuesta sobria y llena de artificios. Con la naturalidad y la inmediatez que otorga el convencimiento de lo que es obvio transmite una declaración de amor ágape.
– A mí me da igual, me apaño. Quien lo necesita es mi hija.

En las situaciones límite se conoce nuestra verdadera naturaleza, afirman rotundos los abogados defensores del mal intrínseco que reside en el ser humano como en un hogar inviable de asaltar. El amor siempre es posible, y no es necesario que lo repitan a coro y lo convenien cientos de personas desde las azoteas. Lo que sucede y se realiza, aunque sea en una solitaria ocasión, ya es factible.

 

Licencia Creative Commons
Amor ágape por Rafa Poverello se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
Basada en una obra en http://indignadossinparaguas.blogspot.com.es/2013/09/amor-agape.html.

«El caballo de Turín» (2011)

Three Posters of Bela Tarr - Melancholische Waerme by WilliamDallwitz

Three Posters of Bela Tarr – Melancholische Waerme by WilliamDallwitz

     Desde que iniciara su carrera hace cuarenta años, el director y guionista húngaro Béla Tarr es un habitual en los Festivales de Cine y en los Manuales sobre la historia del séptimo arte, y cada estreno suyo ha de suponerse de antemano como una nueva oportunidad de contemplar lo distinto, lo categórico, porque su estilo y su originalidad , aunque bien pueden suponer un disgusto a cualquier espectador avezado que no sabe a lo que atenerse, sobrepasan cualquier atisbo de normalidad y hacen de sus filmes una forma de vida y entender la realidad.

     Paradigma de esta forma de entender el cine es «The Turin Horse», en cuyos títulos de crédito, como ya sucediera en algunos filmes anteriores, aparece su mujer Ágnes Hranitzky en funciones de dirección.  Y es que «El caballo de Turín» -que toma como base un episodio real de los últimos días de la vida de Nietzsche- no es una película, es una vivencia, algo único que no ha sido creado para ser visto, sino para ser experimentado desde todos los sentidos. 

     Tal vez por eso, nadie quedará indiferente ante la invitación de Béla Tarr a acompañar a la familia campesina protagonista de esta historia en su desasosegante y tortuoso camino sin retorno hacia la desesperanza. Reverenciada y odiada a partes iguales, la película del director húngaro es una experiencia única y posiblemente irrepetible; no recuerdo la última vez que he podido presenciar un filme tan compensado estilística y argumentalmente. Cada fotograma es de una excelencia brutal, una fotografía repleta de sentido, encuadre y perfección visual. A través de una cada vez más tensa e impactante melodía que sirve de poderoso intermezzo a cada trama y los constantes planos secuencia, que demuestran un absoluto control del tempo, la escenificación y el lenguaje cinematográfico, Béla Tarr nos introduce en la rutinaria vida rural de un padre y una hija y su caballo y casi sin querer nos hace vivir desde la experiencia lo que ellos viven y sienten. Un adelanto tal vez del Apocalipsis, de la pérdida de la fe, del alma… anunciado por esa inesperada visita que tan sólo parece necesitar un poco de palinka. 

      El fin se percibe, se acerca, se vivencia en la recurrente comida, en la constante visita al pozo en busca de agua, en el metódico vestir y desvestir, en la impotente parálisis del padre, en la renuncia a la esperanza del caballo…

     Sólo seis días, justos los mismos en los que se lleva a cabo la Creación del Génesis. Génesis/Apocalipsis: «hasta las llamas se apagan».

Gloria Fuertes

Gloria Fuertes, por PIFAL

Gloria Fuertes, por PIFAL

Sí, no es un error, no. Y eso es lo triste. No, no era Gloria Fuertes la poetisa de los niños, ni aquella que parodiaban con El niño del Miño «Martes y 13». Mejor que muchos contemporáneos, hombres, más reconocidos, la querida Gloria tuvo la mala suerte de nacer en 1918, en el seno de una familia humilde, ser mujer y que le tocara las narices tener que aprender a planchar, coser y demás sandeces supuestamente propias de su sexo. Le dio por la poesía, por los cuentos, por ir en contra de todo siendo lo que esta sociedad falsaria y machista llama fea y gorda (sí, no nos rasguemos las vestiduras como si nunca hubiéramos pensado eso alguna vez escuchando su voz grave y curiosa recitando versos).

     Y le tocó la Guerra Civil, a la que muchos se adaptaron, sin la cual ella misma reconoce que quizá no hubiera llegado a escribir con la ironía y el humor dulzón que la caracterizaba. Mujer, posguerra… Escritora de segunda para amenizar a los niños, a los que ciertamente adoraba, tanto como a la justicia o a la paz, a los que dedica igualmente infinidad de poemas de los que menos gente se acuerda, a los que menos le hicieron tanto caso.

     Gloria Fuertes apenas puedo estudiar cuando era pequeña, pero cargada de pundonor y confianza en sí misma luchó por aquello que le hacía dichosa y llegó a dar clases de Literatura española en Pensylvania, gracias a una beca, no por el merecido reconocimiento a su labor personal y literaria que tuvo justo eco en Latino América, donde es venerada por infinidad de críticos y ensayistas.

     La injusticia histórica cometida con Gloria Fuertes no podía definirse mejor que en las palabras transparentes, y casi desmedidas, del ínclito Camilo José Cela: «la angélica y alta voz poética a la que los hombres y las circunstancias putearon inmisericordemente».

 
En retaguardia

Hago poco o no hago nada.
la gente se está matando
mientras yo escribo sentada.
Bien nutrida, mal amada.
Hago poco o no hago nada,
coso y curo mis balazos,
bien herida, mal amada.Me duele lo de los otros
pero no puedo hacer nada
porque el dolor de mi cuerpo
me tiene paralizada.Puede llamar a la puerta…
¡Si tuviera una llamada.
Si me dijese te quiero”…!

Compañero, camarada,
yo también sufro injusticia

por amor encarcelada.
No merezco ser líder,
lucho cómoda sentada.
Hago poco o no hago nada.Cambio vendas,
me preocupo de MI herida,
Hay mucho plomo en mis alas,
No puedo volar al monte,
– ¡ Por si llama!-
Dejadme sola en la sala.
Dejadme cumplir condena,
-Bastante tengo desgracia,
La gente se está matando
Mientras yo escribo sentada-,
Bien herida, mal amada.

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«La libertad no es tener un buen amo, 
sino no tener ninguno.»

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Hay que decir lo que hay que decir pronto,
de pronto,
visceral
del tronco;
con las menos palabras posibles
que sean posibles los imposibles.
Hay que hablar poco y decir mucho
hay que hacer mucho/ y que nos parezca poco:
Arrancar el gatillo a las armas,
por ejemplo.

Imagen pública

Gitanos by Joe Mabel

Gitanos by Joe Mabel

     Se había levantado un día agradable. Habida cuenta de las desapacibles mañanas de calor (usando un poderoso eufemismo) de mediados de agosto, tenía que agradecer que estando obligado a salir a las once del mediodía -lo que supone en estas fechas un auténtico envido al peligro en Córdoba- y además en bicicleta, corriera una magnífica brisa primaveral que haría del paseo matutino un goce para los sentidos.

      Con esta positiva actitud bajé las escaleras con una sonrisa de dentífrico que regalaba a diestro y siniestro a todos los vecinos con los que me cruzaba -escaleras, descansillo, patio…- y agarrando la bicicleta me dirigí a la biblioteca, determinantemente raudo y con relativo estrés pues no me estaba sobrando el tiempo. Iba a firmar el contrato laboral de media jornada, que agradezco hasta límites inaccesibles, pero que aún tengo serias reservas de que el salario me dé para vivir. No obstante, y a mi pesar, en virtud de este último e interesante punto de inflexión respecto a mis posibilidades reales de supervivencia, dejaré de engrosar en breve las listas del paro favoreciendo dolorido a que el Gobierno pueda usarme como dato que asevere el buen resultado que están dando sus mayestáticas políticas sociales y económicas.
      Retomando el asunto anterior y cuya relación con la historia central de este relato no va más allá de intentar justificar -como suelen hacer todos los individuos de mi especie- lo que sucedería a continuación y para lo que habrá aún de servirme como excusa que antes de entrar a devolver los préstamos hallé en la puerta a un chico en proceso de inserción, al que no veía desde hacía meses y con el que estuve charlando amigablemente sin hacer el más mínimo cosa a la hora, lo que favoreció de forma generosa a que se acentuara mi nerviosismo, así como el hecho de que descubriera que las películas sacadas en verano de la biblioteca no son por un mes, sino por quince días, con la consiguiente sanción de un día por cada jornada y cada obra devuelta con retraso.
      Ya con la mente dándole vueltas a tontadas sin sentido -otra excusa, digamos- y sudando en una mañana nada calurosa rodeé los muros de la Mezquita observando la ingente cantidad de gitanas que, con el romero en la mano y cara desesperanzada, intentaban hacer el agosto -nunca mejor dicho- a costa de los turistas. Muchos de sus rostros no me eran ajenos al haberse acercado por la oficina de Cáritas, porque es sabido que de leer la buena ventura no se puede vivir a menos que seas la pitonisa Lola. Al girar con la bicicleta por el muro de piedra posterior casi arrollo una cara conocida de más y que me sonríe.
      – ¡Aaaay! ¿qué haces por aquíiii? ¿Cuándo vais a abrir la oficiiina que debo la luuuuuz?
     Era Ángeles, gitana de menos edad de la que aparenta y una de las personas con las que más me he reído tras un comentario mordaz soltado una tarde en la oficina cuando le preguntamos preocupados que cómo le iba en la Mezquita con el romero. “Estamos muuuchas, ya no nos da ni para el taxi de vueeelta”. Touché.
      Estaba acompañada por varias mujeres más con sus ramitas en la mano. Unas de pie a su lado y alguna que otra sentada como ausente sobre las piedras paralelas a los muros.
      – Hola, Ángeles, ¿qué tal? ¿Por aquí seguimos, no? Hasta la próxima semana nada; el martes por la tarde ya puedes ir, que estaré atendiendo.
      Mientras charlábamos, casi todas las gitanas que la acompañaban se batieron en retirada en busca de alguna presa fácil, excepto otra bastante más joven a la que también conocía del barrio, y que al final acabó por marcharse, y otra de mediana edad que a apenas metro y medio, permaneció sentada en los escalones de piedra. Tenía también una ramita en la mano, que descubrí que no era romero sino otra planta de hojas verdes oscuras excepto en los bordes, y un bolso colgado en el hombro derecho.
      – ¿Ya no cogéis romero?-interrogué a Ángeles, más objeto de confianza por mi parte.
      Confirmó mi sospecha dándome el nombre de la planta en cuestión y que no logro recordar. Entonces, abiertamente y en un acopio de extroversión, me dirigí a ambas comentando entre risas que alrededor de la Mezquita había más de ellas con las ramitas de vete tú a saber qué planta que turistas y que no iban a sacar ni para el taxi. Ángeles cogió la broma y comenzó a reírse casi con ahogo y negando con la cabeza.
      – ¡Qué malo que eeeres!
      La compañera me estaba mirando, sentada, con cara de dogo argentino y sin mover un músculo, con su ramita en la mano. Entonces salieron las palabras cáusticas de su boca:
      – No, si yo no soy…
    No hice en aquel momento un estudio de campo, pero sin duda mi rubor superó con creces el de la gitana que no lo era a pesar de que con su pelo recogido en un moño, su rostro moreno renegrido, su vestido veraniego de una pieza y su ramita en la mano -que evidentemente acababan de “venderle” con la buena ventura- lo parecía aún más que Ángeles.
     Sonreí forzado, me escudé en la prisa inmensa que llevaba y partí como alma que lleva el diablo sin volver la vista atrás mientras escuchaba las risas incontenidas de Ángeles, poco empática con la situación que acababa de vivir.
Cuando regresaba a casa después de firmar el contrato que tan felices nos hacía a Rajoy y a mí (por ese orden) atravesé de nuevo al lado de los muros y los portales de la Mezquita. No estaban ni Ángeles ni su compañera irreal y me dio por pensar. Si hubiera cometido el error de confundir a la buena mujer y turista de rigor con una catedrática a punto de comenzar una conferencia, con una Mexicana Nobel de la Paz, con Rosalía de Castro… ¿me hubiese regalado esa mirada de dogo argentino? Lo mismo hasta me habría hecho digno de que me diera las gracias por el cumplido. Pero en una sociedad de culto a la imagen pública “ya se sabe que a un hombre se le perdona más fácilmente el lesionar la verdadera buena educación o la moral que desconocer la más insignificante normas de etiqueta”*. 
 
      Evidentemente yo no me sentí perdonado.

* “Ivanhoe”, Walter Scott