«Siente un pobre a su mesa»

Poverty in Baguio 2 by lukedecena

Poverty in Baguio 2 by lukedecena

Lo dijo hace más de cincuenta años Luis García Berlanga, un director de esos que incomprensiblemente -en virtud de sus claros bofetones a la madre patria- fue capaz de sortear la censura demostrando que de necios e incultos suele andar llena: “siente un pobre a su mesa”. La película de marras es de 1961, se llama “Plácido” y tal vez debiera ser de obligado visionado en todos aquellos grupos, grupejos o grupúsculos de alta y tal vez poco escrupulosa solidaridad.

Ya digo que medio siglo ha transcurrido como en un casuístico chasquido de dedos, pues esa moralidad aburguesada que nada tiene que ver con la conciencia social vuelve a nuestros hogares, a nuestra parroquia o al colegio de nuestros retoños cada diciembre, como San Nicolás o como el anuncio de Coca-cola, con la ínclita campaña del kilo; o retoma más fuerza que el propio ciclón o terremoto que desbroza sueños y vidas -que son casi lo mismo- con ese salvador número de cuenta en la que ingresar un euro, diez, veinte… un millón, y rezar a Dios para que el año próximo -o esa misma Navidad- surja de nuevo una trepidante desgracia macromundial que me toque la fibra emotiva y pueda volver a sentirme más salvador de la humanidad que Louis Pasteur o Alexander Fleming.

Pero lo más grave no es que una vez al año, o incluso al trimestre, nos dé por ser solidarios irreflexivos, lo demoledor es serlo de enero a diciembre con la abstrusa libertad que otorga la buena intención, de las que dicen está el infierno lleno. Lo malo es primar el sentirme bien y dejar en segundo plano al pobre, porque este actuar conlleva de fondo una terrible ideología.

Imaginemos por un momento a un enfermo del corazón, de edad intermedia, con irrisorios recursos económicos, en lista de espera porque obviamente no todo el mundo puede permitirse pagar una operación a tocateja y al que cada vez le quedan menos latidos de renta pero no goza de la suficiente urgencia porque aún existe en mejor posición quien dispone de menos latidos. Mas, ¡ay!, ha habido suerte, pues un señor muy solidario y bien avenido que ha leído un par de enciclopedias sobre cardiología se ha ofrecido voluntariosamente a abrirle gratis en canal y estamparle un marcapasos. Muy agradecido.
Y qué decir de aquel abuelo que acaba de sufrir un derrame cerebral quedando inmovilizado de la parte derecha y al que, por el momento, la maravillosa Seguridad Social que pagamos entre todos no le concede servicio gratuito de rehabilitación. Menos mal que, afortunadamente, una joven que acude al gimnasio tres veces por semana y tiene algunos aparatos en su casa va a realizarle con la mejor voluntad del mundo varias sesiones de fisioterapia. Igualmente agradecido.

Lo tenemos claro, es una burrada, toda la peña sabe de sobra que con la salud no se juega. Ahora sí, con los pobres y sus necesidades la cosa es meridianamente distinta, porque por muy mal que lo hagamos o por nefanda que vaya a ser nuestra buena intención los excluidos son gentes tan miserables, tan mierdecillas, con tan escasos recursos que peor… no va a ser, y al fin y al cabo me dan tanta pena y se siente uno tan bien. Por eso nunca está de más darle unas monedas al transeúnte que dice necesitar un billete de bus -no es mi problema si al día siguiente sigue dando tumbos por el centro de la ciudad pidiéndole a otro-, o al sin techo apostado día sí día también en la puerta de esos grandes almacenes -si va a gastárselo o no en alcohol ¿cómo puedo yo saberlo?-, o al colega ese que aparca coches en la estación y tiene muy malas pintas -de algo hay que vivir y al menos sé que no me va a rallar el auto-… o entregarle esa bolsa de alimentos cada mes, cada dos meses a decenas de familias que en buena medida ni conocemos ni acompañamos -lo de menos es si les hacemos o no dependientes, si son otras sus dificultades, pues resulta también tan hermoso que alguien dependa de ti y sentirte importante-.

Animo pues a las personas de generosidad inaudita y buena disposición a seguir creando bolsas de pobreza, a mantener a los marginados, a los desheredados, a los que no saben ni lo que quieren en el lugar que les corresponde: la vereda del camino, porque aunque no todo el mundo se siente con la autoridad moral de realizar una operación a corazón abierto o de dar a bote pronto unas sesioncillas de fisioterapia como quien no quiere la cosa, los pobres son algo bien distinto, unos don nadie y no hace falta haber estudiao para ayudarles sin cagarla. Total, ayer mismo me leí un PDF muy chulo sobre la relación de ayuda con personas resistentes al cambio.

Licencia Creative Commons Siente un pobre a su mesa por Rafa Poverello se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

La inequidad de la muerte

The Gallows by icarosteel

The Gallows by icarosteel

Lo advirtió la hija, severamente preocupada, antes de salir de casa. Llamó a su madre, que no tardaría en llegar y se lo expuso en los términos más pragmáticos y objetivos posibles habida cuenta de la situación nada extraordinaria en los últimos meses:

“Papá no se ha querido levantar. En cuanto llegues insístele, que sabes que si no se queda todo el día en la cama, y salís a dar un paseo”.

Cuando abrió la puerta del dormitorio su cuerpo pendía igual que un muñeco de trapo del ventilador de lámpara del techo con una toalla aferrada alrededor del cuello. Fueron apenas quince, veinte minutos de soledad encontrada los que le concedieron la oportunidad, pero al llegar los servicios de emergencia ya no pudieron hacer nada.

La viuda no olvidará jamás el día de la muerte de Robin Williams, porque fue esa misma jornada infausta la que se llevó a destiempo la vida atravesada de su marido, aunque nada dijeran los periódicos ni los diarios de lo mucho que la hacía reír, de su buen carácter o de que estaba invadido por una depresión como si un virus alienígena se hubiese apoderado de su ser, de su esperanza y de su alma toda. Porque la muerte no trata a todos de idéntica manera, ya lo sabemos, y podríamos quizá recurrir a la conclusión autoexculpatoria de que a este buen señor, de nombre y rostro ignotos, no lo conocían nada más que cuatro pelagatos, aun a sabiendas de que para esos cuatro pelagatos su existencia fuera meridianamente más importante y fundamental que la vida y andanzas de Williams para las decenas de millones de personas que se hicieron eco del fallecimiento del ínclito actor.

Pero existe otra verdad de cariz menos agradable. Las causas del suicidio de un genio al estilo de Williams -algunos de cuyos títulos han levantado enfervorizada admiración como es mi caso más allá de su histrionismo con “Good Morning, Vietnam”, “El indomable Will Hunting” o “Insomnio”- puede conducir al desencanto, a la rabia o a la desilusión más plácidos, del tipo de colgar una frasecita en el muro de Facebook o una escena de uno de esos filmes que tanto nos emocionaron e hicieron vibrar. Ahora, lo del esposo y padre es otra historia de las que es más jodido encontrar la frase de rigor que, entre otras cosas, supere el ostracismo habitual en los medios de comunicación: los motivos de su depresión eran que había cumplido ya cincuenta años, se había visto obligado a pedir la baja por enfermedad para una operación, y entre la Seguridad Social y la empresa estaban haciendo apuestas a ver cómo podían conseguir que no le quedara ni derecho a paro ni a pensión. A la postre no tuvieron que preocuparse de nada.

El año pasado veintisiete personas se quitaron la vida por temas relacionados con la llamada crisis económica, que más bien debería nombrarse como crisis de partidas presupuestarias, pues para según que cosas hay dinero a mansalva. Cuatro pelagatos recordarán sus nombres, su vida y sus memorias. Habrá que hacer eco, para no olvidar esa otra verdad de conciencia que tan bien plasmara Samuel Miller Hageman e hiciera harto conocida Robert Silverberg en su durísima obra “Muero por dentro”: todo sonido terminará en el silencio, pero el silencio no muere jamás. La conciencia grita, con dolores de parto, y aun en su silencio, dentro, no morirá jamás.

Licencia Creative Commons La inequidad de la muerte por Rafa Poverello se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en http://indignadossinparaguas.blogspot.com.es/2014/09/la-inequidad-de-la-muerte.html.

«Matar a un ruiseñor» (1960)

Atticus Finch - The Great Levelers by KV-Arts

Atticus Finch – The Great Levelers by KV-Arts

Hay sucesos extraordinariamente notables en la vida y que tal vez sólo puedan ser entendibles porque algún dios o espíritu benévolo los ha insuflado con su aliento. Es el caso de la dama sureña huidiza de la notoriedad Nelle Harper Lee y su única obra literaria, «Matar a un ruiseñor», que recibiera el Premio Pulitzer en 1961.

Podemos poner las pegas que queramos, decir de manera reiterada y casi obtusa que apenas hay ensayos literarios ni crítica especializada que estudien en profundidad la novela… quizá porque es en extremo simple. Vale, pero «Matar a un ruiseñor» -probablemente porque parte de un deseo de compartir una experiencia, de una necesidad vital inextricable- es una lectura de un profundo calado social y de una ternura insondable. No hay duda de que también sea lo que la autora pretende, con una historia de marcado componente autobiográfico, en la cual la narradora principal, Scout, una niña de seis años que aún sin comprender del todo las cosas de los adultos, muestra un respeto y una admiración por su padre, el abogado Atticus Finch, tan contagiosos que no es fácil encontrar en la literatura un personaje tan honesto y coherente por encima de cualquier eventualidad.

Hablar de los valores humanos de la novela, de su oposición frontal al racismo y a los prejuicios a partir de la condena predispuesta sin derecho a réplica al negro Tom Robinson, y de la rectitud moral de Atticus a pesar de las consecuencias personales y familiares que conlleva la defensa de Tom en los tribunales, es fácil y obvio, pero no ha de perderse de óptica el trasfondo educativo y la importancia de los referentes para lograr contemplar la vida y las relaciones desde otra perspectiva. Por todo ello no son baladíes los primeros capítulos donde Harper Lee, aún a riesgo de ralentizar la lectura, disecciona el ambiente, las características de las gentes y la relación entre determinados estratos sociales en la población ficticia de Maycomb, en Alabama.

Al contrario que su amigo de infancia Truman Capote, del que se distanciara por su actitudes cuanto menos de dudoso compromiso ético tras colaborar con él en la elaboración de la novela «A sangre fría», Harper Lee (curiosamente descendiente del general Robert Lee, quien encabezara al ejército confederado durante la Guerra Civil) huyó de la fama, y tras sentirse tal vez satisfecha con su responsabilidad literaria, siguió en el ostracismo, negándose a hacer entrevistas y a aparecer en público, a pesar del éxito de su novela, que Robert Mulligan llevara a la gran pantalla de forma magistral en 1962 legándonos la interpretación contenida, sobria e inolvidable de Gregory Peck como Atticus. Con él os dejo.

https://www.youtube.com/watch?v=epDzwYiZiwA

«Teatro» (1957)

Gerhart Hauptmann, 1904, por Wilhelm Fechner

Gerhart Hauptmann, 1904, por Wilhelm Fechner

Primavera fue el punto de origen de un nuevo shock personal ante lo incomprensible que resulta a veces la historia de la literatura; ya me pasó con O’Brien. En abril del pasado año, gracias a una de las obras teatrales de un tal Hermann Sudermann, me topé con Gerhart Hauptmann, al ser nombrado en su sinopsis como iniciador de la nueva corriente dramática ‘Youngest Germany’. Investigo y entre lo más llamativo descubro que inauguró el movimiento naturalista alemán, que recibió el Premio Nobel de Literatura en 1912 y que hasta el mismísimo James Joyce lo menciona en el último capítulo de su novela «Retrato del artista adolescente». Curiosamente, a pesar de ello, de granjearse a su vez la enemistad de los críticos ortodoxos de su país por su impulso en la renovación del género dramático e incluso de ser considerado un intelectual radical (si bien sobrevivió sin demasiados sobresaltos a Weimar y Hitler), apenas puedo recabar información alguna sobre su vida más allá de cuatro párrafos mal dichos y leo perplejo que las últimas ediciones en castellano de su producción teatral son de 1958. Más anonadado aún me quedo cuando descubro que, sorpresivamente, uno de esos volúmenes de mediados del siglo pasado se encuentra en la Biblioteca Provincial y me dispongo a leerlo: “Teatro. Volumen II”. Si hiciera caso a Steinbeck (“por el grosor del polvo en los libros de una biblioteca pública puede medirse la cultura de un pueblo”) en Córdoba somos muy, pero que muy incultos. El ejemplar está prácticamente deshilvanado, con la cubierta casi suelta y no da la impresión de haber sido sometido a estudio o lectura en las últimas décadas. Como es de 1958 y todas las ediciones están extintas no puedo llevármelo a casa, paso a la sala de lectura y en dos días lo embebo. Apenas tres días antes acababa de terminar su única obra de teatro disponible vía Internet y una de las más conocidas (dentro del ostracismo en el que se halla): “Los tejedores”, que me dejó con ganas.

‘¡Qué injusto desapercibimiento!’, pensé tras leer “Los tejedores”; ‘me quedé muy corto’, asevero después de terminar “Henschel, el carretero” y “Rosa Bernd” (sobre dicha condena a la ignorancia cabe resaltar que la breve y alegórica obra sobre la cuestión judía que cierra el presente volumen: “Las tinieblas”, subtitulada ‘Requiem’, es como si no existiera al margen de esta inclusión y no puedo averiguar ni el año en que fue escrita o publicada).

Influido de manera notoria por el teatro social y realista del noruego Henrik Ibsen y los personajes románticos de Dickens (desde una perspectiva más clásica) e incluso Maupassant (en una línea más dolorida y visceral), Gerhart Hauptmann crea un estilo depurado y propio, que avanza desde el naturalismo y compromiso social más marxista y revolucionario presente en “Los tejedores” -posiblemente una de las primeras obras donde el héroe es la clase obrera y su ideología como grupo social y político junto con su anterior “Antes de amanecer”-, hasta llegar a una recreación de personajes tan morales o inmorales como el mejor Ibsen y que también son objetos y víctimas de sus propios excesos y debilidades como seres humanos. A veces su naturalismo llega a un punto tan desgarrador y descarnado que el testigo que te queda por recoger es asumir que en variopintas ocasiones las buenas personas poco pueden hacer ante el marcaje y empuje de las malvadas.

En este punto llega posiblemente lo más impactante de Hauptmann. Donde Ibsen entrega un halo de esperanza (olvidemos el ‘El pato silvestre’, aunque la redención a veces es más necesaria que la esperanza) el alemán te sigue dando en la boca: sus obras son pura tragedia en el sentido más doloroso y cruel de la palabra. La muerte del inocente y la injusticia no resarcida están tan presentes en todas sus obras que cuando terminas, con el impacto, casi te dan ganas de quemar el puñetero libro. Salvaré “Los tejedores”, por el simbolismo que tal vez encarne en este caso el asesinato de uno de los personajes, sacrificado por el autor en virtud de tanta fe y tan poca lucha, aunque su final siga siendo trágico y ridículo. Y otra cosa, Hauptmann no es Ibsen, no te asomará ni la más leve sonrisa.

‘No estéis pesarosos de que nadie os conozca; trabajad para haceros dignos de ser conocidos’, que dijo Confucio. No sé lo que se lo curró Hauptmann, pero sin duda es muy digno de ser reconocido.

Para terminar comparto un fragmento del drama «Los tejedores».

Pfeifer — Están lucidos nuestros tejedores: merma en cada pieza entregada. ¡Ah! En mis tiempos no hubiera aceptado eso el amo. Pero entonces no sucedía lo que hoy, había que saber el oficio. Ahora, a la vista está… Reimann, diez groschen.

Reimann — Sin embargo, hay derecho a una libra de merma.

Pfeifer — No tengo tiempo. Está arreglado. ¿Qué es lo que trae usted?

Heiber — (Deposita su pieza de tela. Mientras Pfeifer la examina, Heiber se acerca a él y le dice a media voz, pero con emoción). Perdone usted, señor Pfeifer; pero si fue­ra un efecto de su bondad, si quisiera usted hacerme el favor, me haría usted un gran servicio de no descontar­me esta vez el adelanto.

Pfeifer -— (Midiendo la tela y examinándola, responde con un tono de burla). ¡Está bien elegido el momento para pedir­me eso! ¡ Si al menos me trajese usted labor un poco limpia!

Heiber— (Continuando en el mismo tono). La semana próxima podré arreglarlo todo. Pero esta semana he tenido que hacer dos días de jornada gratuita… Y además tengo a mi hija enferma.

Pfeifer—(Dando a pesar la pieza). Le digo que lo que me entrega aquí es trabajo echado a perder. (Examinando una nueva pieza). ¡Y esto! ¡Demasiado ancho por un lado, de­masiado estrecho por otro! Y además, estos hilos de la tra­ma, mezclados unos con otros, o bien flojos. ¡ Y ni siquiera sesenta hilos por pulgada! ¿Dónde está lo demás? ¿Qué ha hecho usted de ello? ¿Qué hace usted de lo que se le da? (Heiber contiene sus lágrimas y permanece consternado, sin atreverse ya a decir nada).

Baecker—(En voz baja, a Baumert). ¡Qué animal tan in­mundo! Querría tal vez que comprásemos el hilo nosotros mismos.