Puta sociedad de mierda

    Con un metro y cuarenta de estatura, su aceitoso cabello negro, liso y lánguido como una peluca de Cleopatra, inmensos ojos azabache y el rostro aceitunado curtido de sol y batallas, Antonia bien podría pasar por un dalit de aquellos cuya sombra es capaz de contaminar de inmundicia e impureza al más santo de los creyentes hindúes con sólo tocarlo de soslayo. Ingrata tarea resulta decidir si son sus dientes blanco nieve o si es consecuencia directa tal aproximación de lo obscuro de su piel.

 

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Detalle de Corrupt Legislation (1896), por Elihu Vedder

Como suele acontecer en el año y medio que lleva su domicilio sin agua corriente por falta de pago, aquella tarde, esta mujer menuda e insignificante, de quien ningún medio de comunicación digital o analógico da noticia ni razón, bajó las escaleras de su piso por segunda o tercera vez en lo que iba de jornada con dos cubos de plástico vacíos pendiendo de sus manos cortas. Cuando enfrente del portal llegó al cuidado jardín, cuya esencia consiste en intentar normalizar el aspecto de un barrio internamente derruido, apoyó los baldes en el suelo al lado del registro con puerta metálica desguazada donde se hallaba la grifería del suministro municipal de agua. Algunos de sus vecinos pagan alrededor de veinte euros a un menda para engancharla gracias a la maña con una llavecita de paso de útil conexión en los contadores, al menos hasta que lo advierta la empresa. Antonia no tiene dinero ni para que dos céntimos le suenen en las faltriquera uno al lado del otro. Sin ingresos fijos y con una hija y dos nietas a cargo, la menor de ellas de apenas un año, bastante tiene con pasar las mañanas vendiendo ajos o calcetines de estraperlo buscándole las vueltas a los munipas como para plantearse tamaño desembolso. Por eso estaba aposentada allí, ya medio agachada para levantar la tapa de la cisterna. Insertó una manguera ridícula en la roseta y dio comienzo al usual protocolo de llenar los cubos de agua hasta el borde. Andaba metida en faena con el segundo recipiente en discordia cuando se le acercaron dos tipos con la pinta vulgar de los don nadie. Antonia apenas levantó la vista para echar una mirada de lo más fugaz cuando vio que uno de ellos se introducía la mano en un bolsillo y le enseñaba una placa. “Señora, ¿sabe usted que está robando a la Empresa Municipal de Aguas?”, le soltaron estoicamente. La intocable en potencia abrió los ojos como dos luceros, los observó queda y dirigió la vista al portal de su vivienda social. “Si es que no tengo agua, a …” Fueron solidarios y comprensivos los polis; la dejaron ir a avisar a su hija, quien se encontraba arriba meciendo a la nena, para que se subieran los cubos de agua. Lo mismo la ayudaron y todo en un ínclito ejercicio de bondad, porque pesaban lo suyo y Antonia es mayor y su hija un alma en pena. Entonces se llevaron a la abuela al cuartelillo -escoltada a diestra y siniestra por sendos agentes del orden- donde prestó declaración por haber cometido la sublime desfachatez de disponer de un bien de primera necesidad -que, todo sea dicho, hasta hace cuatro días no estaba privatizado- porque no puede pagarlo. En espera de juicio está.

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«Las aventuras de Huckleberry Finn» (1884)

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Mark Twain, by grantgoboom

Hay obras que cargan con el pesado estigma de literatura juvenil y pareciera que ni Atlas con sus anchas espaldas tuviera el valor de levantarlas del indigno lugar en el que se las coloca. En el idioma de Cervantes podemos nombrar “El camino” de Delibes, “Zalacaín el aventurero” de Baroja, “El lazarillo de Tormes” de autor desconocido, o dramaturgos del Siglo de Oro de la talla de Calderón o Lope. Si se trata de novelas en otra lengua hay cruces ingratas sobre “La isla del tesoro” de Robert L. Stevenson y de manera aún más sangrante si cabe una losa insalvable encima del bigotudo Mark Twain y “Las aventuras de Huckleberry Finn”.

Ya resulta algo extraño de inicio que, de una novelita-río para adolescentes dijera Hemingway aquello de que era el “origen de toda la literatura norteamericana”, pero si el título de marras fuera tan sencillito y simple de leer el propio Twain, uno de los pocos autores con una reputación que mantener en vida como escritor, no habría renegado en repetidas ocasiones de ella considerándola una obra menor dentro de su bibliografía. Porque al pobre (en ambas concepciones lingüísticas) Huckleberry Finn no había quien lo quisiera leer ni lo comprendiera allá por finales del siglo XIX. ¿A qué autor serio y respetable se le hubiese ocurrido poner como protagonista de una novela a un don nadie, mierdecilla de nene, de padre violento y alcohólico, que fuma en pipa y sabe expresarse a duras penas? ¡Será lo mismo meterse en la piel de su honorable amigo Swayer que además es huérfano!

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Huckle-Berry-Finn, by Art-Kombinat

Y encima, no se le ocurre otra brillante idea al ingenuo de Twain que trasladar las aventuras de Huck en primera persona, en un constante estilo directo incluso con buena parte de los diálogos incrustados en medio del texto por la pluma tosca de un chico que apenas sabe leer ni escribir, para que a la aristocracia más chic del momento le fuera del todo imposible entender la jerga que a mansalva escupe la boca del muchachuelo en cuestión obviando los giros dialectales del resto de personajes, la mayoría de bajo estrato social y cultural, que pululan a lo largo y ancho de la ribera del Misisipí y que convierten en una ejemplarizante e imposible odisea la traducción correcta de esta obra “menor” del escritor norteamericano.

Vamos que, a criterio del que suscribe, “Las aventuras de Huckleberry Finn” tienen de juvenil -más allá del género literario en el que se suele enmarcar la novela gracias al propio título- lo que Cortázar tiene de comprensible. Entretenidísima, por momentos incesantemente divertida con los diálogos entre dos indoctos como Huck y el negro Jim, pero de una hechura social y de denuncia que convierte la mayor parte de la obra en un martillo pilón contra el racismo y las clases sociales en virtud del constante trato inhumano -en ocasiones vejatorio- que recibe el esclavo de color a manos de los diferentes actores secundarios que conforman un cuadro grotesco de la civilizada sociedad de la época.

No resulta nada extraño que, como habitual paradigma de la doble moral, en EE.UU. aún sea un libro eliminado de los planes de estudio en las escuelas so pretexto de que a lo largo de la obra se refieran a Jim con el políticamente incorrecto término “nigger”, lo de menos es que muestre de manera omnímoda la amistad radical y dispuesta a todo entre un “nigger” y un blanco y que la crítica al esclavismo pulule como Pedro por su casa. Tampoco ha de resultar baladí que un escritor amigo de empresarios y algún que otro presidente, muy bien visto y hasta admirado por amigos y detractores como hemos comentado con anterioridad, decidiera regalar al público un final quizá en exceso almibarado y poco coherente con el discurrir del resto de la novela, pero es un pequeño borrón en una obra perdurable, notoriamente influyente en toda la literatura posterior -lo diga o no Hemingway- y a la que cualquier amante de la lectura debería darle una nueva oportunidad una vez envuelto en la madurez.

Y unos fragmentos:

«Pasaron dos o tres días con sus noches; creo que podría decir que pasaron nadando, que se deslizaron, callados, serenos, hermosos. Así pasábamos el tiempo: allá abajo el río era monstruosamente grande…, en algunos lugares tenía una milla y media de ancho; por la noche navegábamos, y de día parábamos y nos escondíamos; en cuanto empezaba a hacerse de día dejábamos de navegar y amarrábamos la balsa, casi siempre en las aguas muertas, debajo de una barra de arena; luego cortábamos unos álamos jóvenes y unos sauces y tapábamos la balsa con ellos. Después de echar los sedales, nos metíamos en el río sin hacer ruido, y nadábamos un rato para lavarnos y refrescarnos, y nos sentábamos en el fondo arenoso donde el agua nos llegaba más o menos hasta las rodillas y mirábamos la luz del día». 

    «Me sentía muy perezoso y cómodo: no quería levantarme a hacer el desayuno. Bueno, pues estaba a punto de volverme a dormir cuando me pareció que oía un « ¡bum! » a lo lejos, río arriba. Me despierto y me apoyo en el codo y escucho; en seguida lo vuelvo a oír. Di un salto y fui a mirar por un hueco entre las hojas, y voy y veo un montón de humo por encima del agua, muy lejos río arriba: aproximadamente frente al transbordador. Y allí estaba el transbordador, lleno de gente, que bajaba flotando. Entonces comprendí lo que pasaba. «¡Bum!» Vi el humo blanco que salía del costado del transbordador. O sea, que estaban disparando el cañón por encima del agua, tratando de hacer que mi cadáver saliera a la superficie».

Por qué irá el Gobierno al infierno ese en el que creen

Contaba Lucas al inicio del capítulo 18 de su evangelio la parábola aquella de Jesús acerca de la viuda y el juez injusto. Tan pesada se puso a diario la buena mujer reclamando sus derechos que el magistrado, arbitrario en grado sumo, al final acabó por ceder con el único objetivo de que lo dejara en paz: «Aunque no temo a Dios ni respeto a nadie, esta viuda me molesta tanto que voy a hacerle justicia, no sea que siga viniendo y me agote la paciencia».
El gobierno en pleno parece que goza de más paciencia aún y que nunca se le agota, quizá porque su deseo de injusticia es aún mayor por mucho que las viudas, los parados, los pobres aporreen su puerta igual que posesos de última esperanza. Mas a nuestros guías ciegos siempre les resta el inane recurso de hacer referencia a esa masa silenciosa que se queda en casa en lugar de asistir doloridos a cualquier manifestación y aseveran, como un falso profeta, que lo hacen porque apoyan sus tesis en lugar de dar por hecho que, tal vez, lo que sucedió es que se hartaron antes que la viuda de la parábola.

“LAST JUDGEMENT” 2006. Pencil on illustration board.

“LAST JUDGEMENT” by ckoffler

Necesito pues descongestionar mi ánimo y como es de sobra conocida la tendencia religiosa de quienes odian ser llamados casta y en este instante ostentan el poder, desde mi púlpito, afásico en virtud del silencio que intentan imponer, me dirijo a ellos para que, inmersos en su incoherencia supina, si no respetan a los hombres al menos se hagan conscientes de que van a ir de cabeza al infierno en el que creen, pues lo mismo con su cerrazón metafísico les importa algo más estar condenados para toda la eternidad que hacer el mal y estar condenando a la peña por un tiempo indefinido. Me apetece mandarlos al infierno, de manera literal, sin metáforas ni églogas.

Obviando en todo caso la santa mención que de los políticos corruptos hace Dante en “La Divina Comedia”, allá por el Octavo Círculo durante su paseo por el Infierno, a quienes considera inmersos en brea hirviente, recurro al evangelio que con toda probabilidad muchos de estos dirigentes tienen en su mesilla de noche como libro de cabecera justo al lado de la Constitución, que tanto reverencian cuando les peta.

– “Pero ¡ay de vosotros los ricos!, porque ya estáis recibiendo todo vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados!, porque tendréis hambre. ¡Ay de vosotros, los que ahora reís!, porque os lamentaréis y lloraréis” (Lucas 6, 24-25). Más claro agua, por eso tienen esos sueldecillos de nada, que entre indemnizaciones, manutención, desplazamientos (aunque no tengan que desplazarse, que es lo de menos) rondan los 75.000€ anuales mientras cada vez hay más gente que reza por ser mileurista. Seguro que a principio de mes dan al menos la mitad a los pobres, como el óbolo de la viuda.

– “Imponen sobre la gente cargas pesadas y difíciles de llevar, pero ellos no mueven ni un dedo para levantarlas” (Mateo 23, 4). No hace falta haber estudiado en Oxford ni tener varias carreras para saber las espaldas de quiénes soportan sus cargas. Esas de las que no mueven ni un cuarto de uña para ayudar a sujetarlas. Los cambios legislativos (co-pago sanitario, recortes en educación y justicia…), como todo en la vida, han de afectar a la plebe, a los aplastados por la pirámide, pues a quien tiene de sobra le da igual que le cobren.

– «Todo el que trate con ira a su hermano será reo ante el tribunal; el que lo insulte será reo ante el consejo; el que lo llame renegado será reo de la gehenna de fuego» (Mateo 5,22). Me encanta ver un debate sobre el Estado de la Nación, un mitin político al borde de las elecciones o tras un determinado fiasco. Es interesante conocer cuántos insultos por palabra puede lanzar un ser humano. El programa, las explicaciones que se los inventen otros.

– “Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque fui extranjero y no me recibisteis” (Mateo, 41.43a). Esto es meridianamente falso y pido disculpas anticipadas por ello. Sí que los reciben como demuestran las imágenes cada dos por tres: con concertinas, palos y porras. Y si hay que recogerlos (que ese verbo es el empleado en alguna que otra traducción de estos versículos) se les recoge del suelo, aunque sea a patadas y se les devuelve por donde han venido, faltaría más, que somos más cristianos que el papa Francisco.

– “El siervo ese que, conociendo el deseo de su señor, no prepara las cosas o no las hace como su señor desea, recibirá muchos palos; en cambio, el que no lo conoce, pero hace algo que merece palos, recibirá pocos. Al que mucho se le ha dado, mucho se le exigirá; al que mucho se le ha confiado, más se le pedirá” (Lucas 12, 47-48). Esta, la definitiva, es gratis, de regalo, por si vuestra excusa, tan vacua y excrementosa como un sumidero, es argüir que no conocéis la voluntad del señor de la viña.

Es una verdadera suerte para mí, tan poco dogmático, no creer en el infierno más allá del que a cada uno a veces nos toca vivir (sólo me faltaba tener que aguantarlos también después de muerto) y que mi fe sea en un Dios más misericordioso que justo, porque me he saltado de un plumazo el más elemental de los deseos del maestro de Galilea: “no juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados” (Lucas 6, 37), pero todos tenemos nuestros defectos… ¡y lo a gusto que me he quedado!

Licencia Creative Commons Por qué irá el gobierno al infierno ese en el que creen por Rafa Poverello se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

«Accattone» (1961)

Pier Paolo Pasolini by krio0ut

Pier Paolo Pasolini by krio0ut

Hay artistas difíciles de explicar (lo de catalogar ya sería de nota). Como fuera de tiempo aunque bebiendo de las fuentes obvias de su generación, el trasgresor por excelencia Pier Paolo Pasolini, novelista y director de cine, debe ser considerado por decreto uno de ellos.

Marxista, católico y homosexual y que sufriera en su juventud la dictadura de Benito Mussolini, sus obras contienen todos los ingredientes para ser odiada y repudiada por los movimientos neofascistas de la década de los 60 e incluso del propio Partido Comunista que lo expulsó de sus filas tras su declarada homosexualidad.

Pasolini, siendo de la misma quinta y nacionalidad de genios tan distintos como Visconti, Fellini, Leone o Antonioni, aún logró marcar notables diferencias en su forma de entender y enfocar el cine. A partir de la renuncia expresa a todo lo que consideraba superfluo en iluminación, música o planificación y en claro contraste a sus contemporáneos o el cine surgido en Francia con la Nouvelle Vague el director nacido en Bolonia, usando la simplicidad de las técnicas del cine de los años 20 mucho más cercano al movimiento neorrealista y al pragmático Bresson, nos ofrece unos filmes plagados de directividad, de planos fijos en reconocida influencia de los cuadros de la etapa renacentista. Pero lo que deja en absoluta circunspección al espectador es que a pesar de usar recursos primarios, en sus argumentos y en forma de enfocarlos o adaptarlos (véase “El evangelio según san Mateo” o “El Decameron”) no tiene el más mínimo reparo en realizar la película que tiene en mente, fuera de prejuicios morales, religiosos o sociales, lo que precisamente en virtud de su sequedad supone mayor impacto visual.

“Accattone”, su primer filme, es el paradigma de todos estos argumentos. Pasolini, que colaborara en el guión de “Las noches de Cabiria” (Fellini, 1957), nos muestra con una firmeza pocas veces vista hasta entonces la crudeza de los suburbios de Roma, abandonando toda mínima dulcificación o identificación con sus protagonistas -al contrario sobre todo que Fellini-, en este caso la historia visceral de un vago y proxeneta que supuso las iras de la tradicional sociedad italiana.

Necesario se nos hace recordar como primordial característica de este inusitado creador y en una muy similar tendencia a la del nombrado Fellini, que a pesar de su clara influencia neorrealista, ya desde esta cinta, Pasolini nos ofrece su particular universo surrealista y simbólico, cargado de referencias bíblicas con la clara intención de llenar de trascendencia la más mundana de las vidas y de sus terribles decisiones. Algo que consigue con inusitada contundencia gracias a la música sacra, medida y precisa, de J. S. Bach.

Dejemos paso a un artista mayúsculo, distinto, único… tan odiado como auténtico. Demos entrada a Pasolini.