El poder de la no-violencia

Arun Gandhi

Hay veces en las cuáles lo más sensato es dejar sentir la voz de otro, de quien sabe de lo que habla bastante más que el que suscribe, hay veces en las que uno aprende más reflexionando y dejando sentir una experiencia. Casi siempre sucede de esta forma, tal vez porque, como decía Séneca, tenemos dos oídos y una sola boca para escuchar más y hablar menos.

    En estas semanas de violencia, desangre, mentiras… dentro y fuera de nuestras odiosas fronteras por bombardeos o elecciones, que para la clase política (porque son clase pues sus intereses y objetivos suelen ser idénticos) ambos parecen consistir en lo mismo, no pude dejar de recordar la enseñanza que Arun Gandhi, nieto del Mahatma, contó en una conferencia sobre no-violencia impartida en Estados Unidos. Si aprendiéramos… Sigue leyendo

«Torpedo 1936» (1981)

Abulí y Bernet

En 1992, un joven barbilampiño, con mandíbula de dibujos animados y adicto a los spaguetti-westerns, los cómics y el manga decidió asomarse al balcón de la gloria con el estreno de una película renuente, indómita y -digamos- exquisitamente desagradable. Su nombre ya forma parte de la historia del cine: “Reservoir dogs”, y una frase que proviene de su impertinente guión, -«cuántos hijos de puta y qué pocas balas»- podría dar nombre a esta reseña. Y esto… ¿a cuento de qué? Será que cada vez estoy más convencido de que Tarantino leyó Torpedo 1936, y la obra completa, donde -desde su primera viñeta hasta la última- hay excesivos hijos de puta a pesar de tantas balas.

En 1981, más de diez años antes de “Reservoir dogs”, cuando Scorsese ni había imaginado aún la magistral “Uno de las nuestros” y los Coen apenas podían soñar con dirigir cualquiera de la más temprana de sus películas (quedaba mucho todavía para “Muerte entre las flores”), un pringadete de barrio llamado Abulí, español para más señas, crea a Luca Torelli, alias Torpedo, pistolero, asesino a sueldo, scarface de poca monta, violador y misógino y, de manera particular, un encantador monumento a lo políticamente incorrecto y al… mal gusto. Sólo con detalles de este calibre es posible comprender el alcance cultural y sociológico de esta obra peculiar e indecente, con la que -todo hay que decirlo- te partes de la risa y hasta encuentras los más variopintos motivos para sentirte mal por ello. ¿Es moral reírse con las tropelías de un fulano de tal que ausente de la más mínima ética o remordimiento mata por la espalda a una anciana a la que enseña sin querer su revólver, viola a alguna damisela casi en cada episodio si es lo que considera más grato y conveniente, abusa de menores… y un largo etcétera? Será que eran otros tiempos, pero es que Abulí lo hace tan bien, con unos guiones tan satíricos e irónicos como los del mejor Raymond Chandler, que hasta acabas cogiendo cariño a ese niño siciliano, maltratado por su padre alcohólico y por varias ristras de tíos, asesino infantil vengativo porque no queda otra e hijo predilecto de la derrota y el alcohol, que tan bien transcribió Sabina.
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Cuando el dinero es lo primero

    Amanecíamos hace menos de siete días con la noticia de que, durante unas horas, el fundador y presidente del grupo Inditex, Amancio Ortega, había sido por unas horas el hombre más rico del planeta, por delante de Bill Gates, creador de la todopoderosa Microsoft. Luego regresó al segundo puesto, siguiendo de cerca al norteamericano. Lo bueno del asunto es que de tal hazaña podemos gloriarnos todos y todas, pues tan pingües beneficios han sido posibles gracias, entre otras cosas a que una numerosísima parte de la población compra en sus ‘sellos’: Zara, Stradivarius, Massimo Dutti, Pull&Bear, Oysho, Bershka…

     Lo malo es que si nos gloriamos de sus logros debiéramos igualmente condenarnos por sus excesos, que en suma, serían también los nuestros. Por poner un poner:

     Greenpeace lleva desde 2011 denunciando a Inditex por el uso de tintes en sus prendas que pueden provocar cáncer y disrupciones hormonales tanto en trabajadores de la industria textil como en usuarios y el ministerio de trabajo de Brasil ha llegado a expedientar en más de 50 ocasiones a Zara por prácticas esclavistas y denigrantes, según recogen numerosas agencias y fuentes oficiales. Sin obviar que hace poco más de dos años todo ser humano sensible se llevó las manos a la cabeza con el derrumbe del Rana Plaza en Bangladesh, donde murieron más de 1.100 personas que trabajaban en condiciones laborales indignas cobrando alrededor de 80 céntimos de euro al día para empresas, entre otras, del grupo de Amancio Ortega.
     Tamaña indignación social supuso la tragedia que varias empresas firmaron un acuerdo de mejoras salariales en el país donde ahora se llega a la escandalosa suma de 68 dólares al mes, o sea, menos de dos euros por día, que sigue siendo el más bajo del mundo. La solución que en verdad han solido buscar los grupos textiles ha sido veloz: encontrar nuevos países de adopción donde el derecho laboral sea inexistente o casi nulo, tipo Camboya.

     Poco se oye de esto, o hacemos oídos sordos para seguir comprando barato a costa de lo que sea. Lo que sí que sale es que el señor Amancio donó el año pasado 20 millones de euros a Cáritas, y hace una semana 17 a la sanidad gallega para equipar los servicios de oncología, porque, como suele suceder a los multimillonarios les suele gustar mucho la caridad mal entendida, pues además de limpiar la imagen pública colabora ardorosamente en descuentos en los impuestos, si bien, sorprendentemente, a las marcas del grupo Inditex, por aquella idea muy generosa con quien más tiene de la doble declaración al estar en diversos países, Hacienda les devuelve dinero y tributan sólo el 5% de su capital.

   

     Por mi parte, prefiero no colaborar con los criterios de Inditex, como muchas otras empresas textiles tipo H&M, quienes luego ostentan una magnífica y falsa Responsabilidad Social Corporativa (RSC) en sus webs. Baste decir que la Campaña Ropa Limpia realizó una encuesta al sector textil allá por el 2011, año en el que ya se reflejaba condorosamente en el sitio de internet de Inditex la tal RSC, y el grupo fue instado a realizar compromisos serios respecto a su política:
     – El pago de un salario mínimo vital a las personas trabajadoras, tomando como referencia las cifras propuestas por el Asian Floor Wage Campaign.
     – La divulgación de su lista de proveedores, los resultados detallados de las auditorías realizadas y de las acciones correctivas acordadas con los proveedores en caso de resultados irregulares.
     – La adopción de medidas para garantizar que sus prácticas de compra y de gestión de la cadena de suministro no impactan negativamente sobre los derechos fundamentales de las personas trabajadoras.


     Como todos sabemos, luego sucedió lo de Bangladesh, que salió a la luz con mayor virulencia debido al ingente número de víctimas mortales, pues, en realidad, estos derrumbes y ‘accidentes’ son algo desgraciadamente común y repetido. Según datos de la Federación Nacional de Trabajadores del sector Textil de Bangladesh, en los últimos 15 años ha habido unos 600 muertos y 3.000 heridos en accidentes ocurridos en fábricas textiles (incendios o derrumbes) en el país asiático, entre ellos niños, algo nada destacable habida cuenta de que hace varios años el que fuera vicepresidente de Inditex considerara el trabajo infantil (hablar de esclavitud suena peor habida cuenta de las condiciones de sus fábricas subcontratadas) como un mal menor.

     Quien no desee enorgullecerse del primer puesto de don Amancio Ortega Gaona ni potenciar que personas como él cuyo principio es el dinero por encima de todo sigan inflando sus cuentas corrientes a costa del trabajo infantil, la explotación laboral y la falta de derechos en el trabajo… habrá de buscar otras opciones, porque haberlas haylas, como las meigas: comercio justo, prendas y calzado fabricados en España, intercambio, tiendas de segunda mano o de solidaridad… El resto, en cierta medida, puede brindar por el negocio, porque con sus compras también ha puesto su inestimable granito de arena.

«El tambor de hojalata» (1959)

Günter Grass

Se lo llevó de nuestras vidas una pulmonía en abril de este año, cuando aún gozaba de unas ganas intactas para seguir escribiendo novela, ensayo y poesía… Se llevó la muerte a Günter Grass, pero ya no pudo impedir su eterno crecimiento -al contrario que Oscar, el protagonista de El tambor de hojalata- y que se haya convertido en un gigante de las letras, uno de los autores que más lúcidamente ha sabido plasmar las inclemencias del siglo XX, de manera particular Alemania, cuyo ejemplo es la obra que nos ocupa.

Grass, Premio Nobel y Príncipe de Asturias, puede ser sin duda paradigma del hazte famoso y comenzarán a lloverte piedras. El escritor, un hombre que, quizá por haber nacido de entrada en una ciudad ‘libre’, Dánzig, sometida tan sólo a la Sociedad de Naciones hasta la ocupación nazi, demostró su compromiso socio-político con la clase obrera y ante todas las circunstancias que cercaron Alemania y a los países del Pacto de Varsovia, no pudo evitar las críticas de determinados sectores por su participación, imberbe y medio obligada, durante la II Guerra Mundial bajo las órdenes del III Reich.

Es muy probable que quien critique ciertas locuras e insensateces de adolescencia no haya leído El tambor de hojalata, una novela no ya crítica a nivel social y cultural, sino verdaderamente despiadada por momentos, y hasta cruel en su sátira.

En una entrevista, decía Grass que a nivel filosófico, más allá de su evolución

personal, “no estaba bajo la influencia de Heidegger sino de Camus. Es decir, que vivimos ahora y tenemos la posibilidad de hacer algo ahora con nuestra vida. Es El mito de Sísifo, que conocí después de la guerra. Con el transcurso de los años me di cuenta de que tenemos la posibilidad de la autodestrucción, algo que antes no existía: se decía que la Naturaleza era la que la producía las hambrunas, las sequías, algo cuya responsabilidad estaba en otra parte. Por primera vez somos responsables, tenemos la posibilidad y la capacidad de autodestruirnos y no se hace nada para eliminar del mundo ese peligro”.

Y buena parte de ese mito, de esa capacidad terrible que puede conducir a la raza humana a la desaparición, ya se hace presente en la vida de Oscar, el niño que se negó a crecer apenas cumplidos tres años, como una tremenda alegoría sobre una sociedad enferma que descompone al individuo, lo deforma, y después de cargárselo tiene la desvergüenza de convertirlo en Mesías, porque conviene, porque es lo que toca, porque mejor un mesías medio freak que ya poco tiene de inocente, que uno que intenta ser libre, aunque sea a consta de renunciar a determinadas responsabilidades. El propio Grass lo expone con una claridad manifiesta en las últimas páginas de la novela: “esto podría ser el punto de partida para un tratado acerca dela inocencia perdida; podría colocarse aquí al Oscar con tambor, en sus tres años permanentes, al lado del Oscar jorobado, sin voz, sin lágrimas y sin tambor”.

No voy a caer en el optimismo de decir que El tambor de hojalata es una lectura fácil, pero es peculiar el estilo de Grass a lo largo de la obra, y ese curioso símbolo de referirse el propio narrador a sí mismo en tercera persona, más habitualmente según avanza su vida, como si fuera de otro, como si necesitara olvidarla… Porque Oscar, tanto el divertido y jocoso como el sufriente y sometido, es, igual que la mayoría de los seres mortales, un tipo que necesita darle sentido a su historia y sobrevivir al caos, aunque en parte deba para ello idearse un padre mejor o creerse padre de quien seguramente no lo es.

¿Puede haber algo tan tristemente sardónico como poder resumir la propia existencia en un párrafo de 8 líneas? Oscar-Grass lo hace, con un miedo no superado, aunque ausente de rencor: “nací bajo bombillas, interrumpí deliberadamente el crecimiento a los tres años, recibí un tambor, rompí vidrio con la voz, olfateé vainilla, tosí en iglesias, nutrí a Lucía, observé hormigas, decidí crecer, enterré el tambor, huí a Occidente, perdí el Oriente, aprendí el oficio de marmolista, posé como modelo, volví al tambor e inspeccioné cemento, gané dinero y guardé un dedo, regalé el dedo y huí riendo, ascendí, fui detenido, condenado, internado, saldré absuelto; y hoy celebro mi trigésimo cumpleaños y me sigue asustando la Bruja Negra. – Amén”.

     Os dejo de nuevo con algunos fragmentos de la obra y enlace de descarga pinchando aquí.


«Hoy, que todo esto pertenece ya a la Historia -aunque se siga machacando activamente, sin duda, pero en frío-, poseo, en mi calidad de paciente particular de un sanatorio, la perspectiva adecuada para apreciar debidamente mi tamboreo debajo de las tribunas. Nada más lejos de mis pensamientos que el presentarme ahora, por seis o siete manifestaciones dispersadas y tres o cuatro marchas o desfiles dislocados con mi tambor, cual un luchador de la resistencia. Se habla del espíritu de la resistencia, y de los grupos de la resistencia. Y aun parece que la resistencia puede también interiorizarse, lo que trae a cuento la emigración interior. Sin hablar de tantos respetables e íntegros señores que durante la guerra, por haber descuidado en alguna ocasión el oscurecimiento de las ventanas de sus dormitorios, se vieron condenados a pagar una multa, con la correspondiente reprimenda de la defensa antiaérea, en gracia a lo cual se designaba hoy a sí mismos como luchadores de la resistencia, hombres de la resistencia».

 

     «Uno puede empezar una historia por la mitad y luego avanzar y retroceder audazmente hasta embarullarlo todo. Puede también dárselas uno de moderno, borrar las épocas y las distancias y acabar proclamando, o haciendo proclamar, que se ha resuelto por fin a última hora el problema del tiempo y del espacio. Puede también sostenerse desde el principio que hoy en día es imposible escribir una novela, para luego, y como quien dice disimuladamente, salirse con un sólido mamotreto y quedar como el último de los novelistas posibles. Se me ha asegurado asimismo que resulta bueno y conveniente empezar aseverando: Hoy en día ya no se dan héroes de novela, porque ya no hay individualistas, porque la individualidad se ha perdido, porque el hombre es un solitario y todos los hombres son igualmente solitarios, sin derecho a la soledad individual, y forman una masa solitaria, sin hombres y sin héroes. Es posible que en todo eso haya algo de verdad. Pero en cuanto a mí, Óscar, y en cuanto a mi enfermo Bruno, quiero hacerlo constar claramente: los dos somos héroes, héroes muy distintos sin duda, él detrás de la mirilla y yo delante; y cuando él abre la puerta, pese a toda la amistad y a toda la soledad, no por eso nos convertimos, ni él ni yo, en masa anónima y sin héroes».