El buenismo injusto

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     Despertábamos a finales de la semana pasada con el notición de que Ismael, aquel nene de cinco años por el que doña Leti había intercedido hace poco más de año y medio, a día de hoy hablaba y se movía como un niño normal. Para quienes se encuentren algo despistados respecto a la categoría de la buena nueva, hemos de decir que esta subespecie de milagro mediático fue posible gracias a la benefactora intervención de la regia consorte y de su acólito (o al revés) ante el servicio de salud de la Xunta de Galicia, la cual, hasta hacía cosa de un telediario, le había denegado el carísimo tratamiento a Ismael, afectado por un déficit de la hormona del crecimiento. Tras alguna llamadita de la Leti mostrando su harta y humana preocupación, en menos de quince días la criatura en cuestión estaba siendo evaluada y bien dispuesta a fin de ser beneficiaria del tratamiento.

     Me alegro mucho de la suerte de Ismael y de su familia, de que sea un niño normal, y de que todo el país se haya enterado de lo generosa que es nuestra soberana. Si es que lo que toca el corazón es lo que vale, el sentimentalismo trágico, los impulsos, el buenismo que contempla la ínfima mejora individual a costa de que el resto de la sociedad se siga manteniendo igualica igualica. Pero como botones de muestra hay miles y habíamos dicho eso de qué es lo que hace migas la fibra sensible vamos pues a particularizar la generalidad. Sigue leyendo

Convencerse a uno mismo

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For a Guilty Verdict by Brilcrist

     En todo ser humano suele existir una máxima -de capciosa utilidad y fervoroso aprovechamiento- que resumiríamos sin ambages al afirmar que las ideas propias nunca tienen necesidad de ser demostradas; sólo lo necesitan las de los demás. De este precepto atávico nace sin duda, con la potencia incontrolable de una catarata de cien metros de altura, la común celeridad del individuo a la hora de poner en entredicho la opinión de un semejante en medio de cualquier conversación. Tanto el grado de antagonismo con las opiniones personales como el nivel de conocimientos suelen ser directamente proporcionales a la probabilidad de comenzar el juicio moral.

      En estos casos tan habituales, lo de menos suele ser que la posición expuesta en primera instancia, sea contraria o sólo distinta, implique tácita o explícitamente un perjuicio para la libertad u opción de vida del opositor; o incluso que dicha idea o práctica no sea perjudicial en sí misma, o que hasta pueda partir de algunos argumentos válidos, porque parece ser que lo que de verdad está en juego es tener la razón. En definitiva, podríamos concluir que demostrar al otro que está en un error conlleva la gracia inclusiva de convencerse a uno mismo de que su forma de entender la vida, las relaciones, el mundo es la única viable o, al menos, la mejor. ¡Qué bien!, ¿verdad? Puedo seguir con mi vida sin tener que replantearme nada de nada.

     La cuestión se enreda bastante cuando es una amplia mayoría la que ostenta la verdad que otorgan determinados patrones socialmente asumidos y aceptados que tampoco necesitan ser demostrados pues, del mismo modo que un republicano en medio de una reunión de monárquicos comete blasfemia si se atreve a abrir la boca, una minoría siempre se encuentra en la coyuntura de que está en un error.

     Por mi parte, en el día a día y en concretos puntos de inflexión, prefiero que se piense que no tengo argumentos antes que convertirme en inverso adalid de lo que nadie parece tener la obligación de demostrar en sentido contrario. Podría jurar que nunca he iniciado un debate sobre estilos de vida a fin de defender mis posturas como si los demás estuviesen en un craso error de irremediables proporciones. Sin embargo, en mis generosos años como vegetariano, consumidor de productos de comercio justo y/o de origen biológico, defensor de la resistencia pasiva y la no-violencia… no logro entender como es posible que aún no me haya dado cuenta, a pesar de tantos argumentos en contra de mis opciones vitales, de que lo único que soy es un memo. Sigue leyendo

José de Espronceda

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José de Espronceda

    Puede ser que se deba a que era de mi terruño, Badajoz, y bastante cerquita de mi pueblo natal. O a que, como buen estudiante de letras , me aprendí en BUP de memoria casi todas las estrofas de su conocidísima Canción del pirata y recitándola iba de aquí para allá puño en alto (aún hoy me la sé). O tal vez que me emociona el romanticismo, su forma visceral y apasionada de entender la vida y las relaciones, aunque ello conlleve como de fábrica la dudosa prerrogativa de morir joven…

    Pero Espronceda me cae bien, me gustan sus gustos, sus ‘canciones’ a los marginados por la sociedad: al condenado a muerte, al mendigo… al pirata, e incluso, ¿por qué no? su visión romántica de estos colectivos, aunque hoy día -si cometemos la insensatez de olvidar que fueron escritas en la primera mitad del siglo XIX- pueda parecernos condescendiente. Sería notoriamente injusto, porque José de Espronceda fue un liberal, un luchador, un exiliado que incluso de regreso a España siguió sufriendo el peso de la ‘justicia’ política, que casi nunca lo es. Participó activamente en la revolución de París, en revistas que serían censuradas, en círculos literarios…

    Y la única forma de valorar a quien cantaba, siendo posiblemente el primer autor en introducir grupos sociales mal vistos e incorrectos en literatura, es conocer algo más de sus versos. Sigue leyendo