Pasar hambre

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Pastor maasai, por skeeze

    De estas situaciones cotidianas en las que sale escaldada tu conciencia casi sin saber a cuento de qué.

     Una comida era. Fiesta. Goce. Diversión. Un encuentro de amigos, vaya, como a diario se disfrutan en cada lugar del mundo. Uno que llevaba sin echarse nada al coleto desde primera hora de la mañana y al ver aparecer las viandas suelta el consabido:

     – ¡Qué hambre tengo!

    El padre Duarte, que acababa de aterrizar en España tras pasar casi veinte años en Tanzania en mitad del desierto con los masái, que lo escucha y con una naturalidad horrible responde tipo pensamiento global:

      – Tú lo que tienes son ganas de comer.

     Duarte estaba esquelético, los pómulos marcados y aún conservaba en sus antebrazos los brazaletes masáis como aceptado miembro de la tribu tras varios años en los que lo acogieron, pero no le dirigían la palabra. Tardaron en romperse lo poco que tardó en ir engordando en esta poco rácana sociedad del bienestar.

     Gracias a Dios no fui yo el sujeto en primera persona de la anécdota, pero allí al ladito estaba y cada vez que creo tener hambre recuerdo que, en realidad, lo que siento son ganas de pizcar algo. Los masáis, cuya dieta consiste básica y frugalmente en sacar mayor o menor provecho al ganado que pastorean (sobre todo sangre y leche y de vez en cuando grasa y carne), sí que tienen que pasar hambre. Pero no se quejan, quizá, porque ni lo saben. Duarte era más consciente por su cultura occidental y reconoce que los primeros años, algo así como una vez cada dos meses, se veía en la coyuntura de acercarse al poblado más cercano para no sufrir un desmayo y ser pasto de las fieras salvajes.

     Y es que según donde estamos situados así comprendemos. La libertad es una maravilla, y el poder de decisión, y la capacidad de rebelión ante la injusticia. La idea revolucionaria y de izquierdas acerca de dejar que sean los colectivos quienes decidan sus propias vidas sin intervención externa: ya se hable de toxicomanías, de la prostitución, de la comunidad gitana, del sexo de los ángeles. Es decir, que sólo los toxicómanos, las prostitutas, los gitanos y los ángeles pueden opinar y reunirse para ver y conciliar qué es lo que consideran mejor para ellos mismos. Sigue leyendo

«Los caballos de Dios» (2012)

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Nabil Ayouch

En el nombre de dios, el compasivo, el misericordiosísimo

1. ¡por los corceles jadeantes

2. Que hacen saltar chispas

3. Atacadores al amanecer

4. En que levantan polvareda

5. Y que irrumpen en las columnas adversarias

6. Que el hombre es ingrato para con su señor

7. Y que el mismo es testigo de ello!

8. Y que es ambicioso en el amor por los bienes terrenales.

9. ¿ignora acaso que cuando los que están en los sepulcros sean resucitados

10. Y sea revelado cuanto encierran los corazones humanos

11. Que en ese día su señor estará bien informado sobre ellos?

(Corán, sura 100)

En esta sura del Corán se basa el título de la cinta del marroquí Nabil Ayouch, que hace también la labor de guionista y es importante, antes de abordar un poco el tema, recordar las palabras del propio director a fin de centrar el asunto en lo importante: «puedo entender cómo unos jóvenes se convierten en kamikazes, pero de cualquier religión», para comentar a continuación que el yihadismo no tiene nada que ver con la fe sino con «cómo transformarla en un instrumento para cambiar la mente de las personas». El filme, pues, en estos momentos convulsos donde parece que el islam tiene la culpa de todos los males del mundo, no habla del Islam, sino del terrorismo y de la manipulación en determinados contextos sociales. Y aquí, Ayouch, lo borda.

Igual que mostrara recientemente Sissako en la escalofriante “Timbuktu” (2014), el yihadismo a las primeras personas que afecta de manera visceral es a los propios musulmanes, sometidos por unos hermanos de religión capaces de los actos más viles en virtud de una interpretación rígida, obtusa y excluyente del Corán. Ya había metido los pies en el fango de manera soberbia el director Hany Abu-Assad con “Paradise now” (2005), aunque dentro del contexto del conflicto palestino-israelí, pero en “Los caballos de Dios” Ayouch da un paso más. Ambas películas comparten una ausencia de sesgo, de actitud maniquea, que las conduce inexorablemente a la imposibilidad de llegar a comprender qué motivación interna lleva a unos jóvenes a inmolarse en nombre de Dios, pero el filme que nos ocupa parte de una metódica verdad que da bastantes pinceladas acerca de dónde y por qué medran las ideas radicales del terrorismo, y la pobreza, la exclusión y la falta de recursos tienen mucho que decir. Baste recordar que de los atentados perpetrados en Europa, casi el 100% han sido llevados a cabo por ciudadanos nacidos en el propio país objeto donde sucedieron los hechos. No eran ni inmigrantes, ni refugiados, ni islamistas que han venido cuatro días a Occidente con el único fin de asesinar a decenas de civiles. Eran personas crecidas y educadas en guetos y arrabales de nuestras ciudades. Sigue leyendo

«Niños de calle»

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Child by Wolfie-chama

     «Soy occidental, luego fagocito», podría ser el lema a mostrar por toda la tierra cada vez que un urbanita del mundo (sub)desarrollado pone sus zarpas en alguna parte del resto del planeta. Y no importa quien caiga, porque el derecho siempre me ampara, y si no lo hace me lo invento.

     Incluso ante aquellas situaciones de más flagrante adulterio respecto a los derechos de las personas más débiles, habrá alguna cuestión trascendental (que suele ser económica, todo sea dicho) que me permita hacer de mi capa un sayo y de mis ojos visera.  Por poner un poner: la destrucción de favelas para dejar paso libre a las solidarias Olimpiadas de Río que gustosamente contemplaremos en nuestras pantallas planas de nosécuántas pulgadas sin echar cuentas de los centenares de niños y niñas expulsados de sus hogares o que están siendo sacados de las calles (más bien eliminados) por gusto e imagen del contribuyente.

      Ea, que nos aproveche si no nos abruman las ganas de vomitar. Va por la infancia dolorida, la injustamente usada para nuestros fines… la que nunca ha tenido voz ni voto.

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«Pelle, el conquistador» (1987)

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Bille August, en Malmö, 1988

     Es difícil hablar con propiedad de determinadas películas. Hay películas que destilan tanta emoción que sólo pueden contemplarse. Sin duda “Pelle, el conquistador”, del danés Bille August, es una de ellas.

     Podría resumirse el significado, la profundidad de la historia en una única pregunta que proviene del propio título y quizá deberíamos hacernos no sólo al terminar de ver el filme, sino a lo largo de nuestra vida, con las personas que conocemos y que nos puede hacer conscientes de a qué personajes le damos valor. ¿Qué es conquistar?

     Cuando estrenaron la cinta de August aún era yo adolescente, de esos que disfrutan con las pelis de aventuras, de guerras infinitas y acción. No hace falta hilar muy fino para reconocer en qué piensa uno cuando lee un título como el que nos ocupa. Seguro que es de un guerrero parecido a Atila, o a Alejandro Magno, o a Julio César…

     La verdad es que Pelle es un niño, inocente y confiado cuando, procedente de Suecia, llega con su padre a la isla danesa de Bornholm, ambos esperanzados en una vida respetable con que dar cumplimiento a sus sueños. No es distinto en su bondad Lasse Karlsson -un inconmensurable Max Von Sydow-, al que ni se le pasa por la cabeza la situación de esclavitud e indignidad a la que se verán sometidos, de las que parece imposible escapar.

     Pelle demuestra una y otra vez, en mitad de la miseria y de las opciones imperfectas, que conquistar no consiste en invadir países, en someter a pueblos, en descubrir continentes. Conquistar es dejarse invadir a uno mismo, redescubrirse y lograr sobrevivir con dignidad a la pobreza más inmunda sin necesidad de reprochar ni echar nada en cara.

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