Bombas buenas

Famine in Yemen, by Pedro X. Molina

     Ya lo sabe hasta un ciego sordo y mudo (y no estoy remedando a Shakira): se trata de un «armamento de precisión que no produce efectos colaterales en el sentido de que da en el blanco que se quiere con una precisión extraordinaria»; lo dijo el ministro Borrell en referencia a las bombas láser que el Gobierno, en un encomiable ejercicio de responsabilidad con esta nuestra gran nación, finalmente ha decidido exportar a Arabia Saudí, monarquía absoluta teocrática (se rige por la Sharia y el Corán) que jamás ha tenido elecciones en toda su historia, que es considerado por varios estudios como uno de los países menos democráticos del mundo (sino el que más) y que actualmente lidera la coalición que bombardea por sistema Yemen, cuya guerra civil ha acabado, en los dos últimos años, con la vida de al menos 10.000 personas según las estadísticas más generosas (otros datos alcanzan la cifra de 50.000).

     No voy a ponerme a hablar de la pena que me dan quienes trabajan en los astilleros de Cádiz, como si nos viéramos constreñidos a sufrir mucho por unos padres de familia que, al fin y al cabo, han elegido un modo de vida, y nos tuvieran que importar bastante menos los cerca de 6.000 civiles que, sin comerlo ni beberlo, han sido asesinados en Yemen, el 60% de ellos gracias a los bombardeos selectivos y de precisión extraordinaria de la coalición árabe encabezada por Arabia Saudí. De lo peor del comentario de Borrell es que el tipo no es tonto (aunque finge bien) y conoce perfectamente la tragedia bélica y humanitaria que se está produciendo en Yemen, por lo que ha de saber que Arabia Saudí ha destruido hospitales, escuelas e infraestructuras civiles al considerarlos meros objetivos de guerra, y que lo ha hecho con esas mismas bombas láser tan metódicas y exquisitas de las que parece ahora sentirse tan orgulloso: porque con esos juguetitos, si lo que se quiere es reducir a cenizas una estación potabilizadora de agua, una zona residencial o una mezquita, ¡tate!, que no se te escapan. Sigue leyendo

Educación gratuita, obligatoria

Material escolar, by Poison_Ivy

  • 3 paquetes de folios de fotocopiadora
  • 4 libretas de cuadros, cuartilla espiral
  • 4 libretas de dos rayas mediana tamaño cuartilla espiral
  • 3 lápices de escribir
  • 4 gomas de borrar
  • 4 pegamentos
  • 2 tijeras
  • 1 estuche
  • 5 sacapuntas
  • 3 cajas de ceras
  • 2 rotuladores

    En el patio del colegio, Teresa observa la lista absorta; se muerde el labio inferior, suspira profundamente y se rasca la sien sintiéndose como si acabaran de obligarla, manu militari, a donar una parte de la nada que tiene a El Corte Inglés o al Carrefour, que dicen por ahí que son más económicos que cualquier librería de barrio. Se acuerda del cheque libro y de la madre que los parió mientras revisa el primer folio de las hojas sujetas en el borde izquierdo con un clip y pasa a leer, con más pena que su primo cantando por soleares, lo escrito en el segundo. La lista de Juani, en segundo de la ESO.

  • 8 cuadernos grandes de rayas
  • 4 cuadernos grandes de cuadros
  • 1 carpeta azul
  • 200 folios
  • 2 bolígrafos azules, 2 rojos. 2 negros y uno verde
  • 1 caja de ceras
  • 1 de lápices de colores
  • 1 de rotuladores
  • 2 lápices
  • 1 goma
  • 1 sacapuntas
  • 1 diccionario
  • 1 compás
  • 1 juego de reglas
  • 10 fundas de plástico

     Traga saliva, vuelve a tomar aliento y decide que el tercer folio lo va a leer Sanani el de las tortas. Sigue leyendo

«Cien niños esperando un tren» (1988)

Minientrada

100 niños     Ignacio Agüero lleva realizando documentales treinta y cinco años, así que mal seguro que no lo ha hecho. Los numerosos premios internacionales que han conseguido sus películas así lo confirman, como sucedió con el filme que nos ocupa, «Cien niños esperando un tren», tercero de su filmografía y que ya radiografiaba muy bien los derroteros que iba a tomar la carrera del director chileno.

     «Cien niños esperando un tren» narra la puesta en marcha de un taller de cine con niños y niñas en una aldea de Santiago. Todo parece desarrollarse de la forma más natural posible dentro del contexto de un grupo de infantes que nunca han ido al cine, que apenas conocen el proceso de realización de una película y a quienes se les ofrece la posibilidad de crear los elementos clásicos del séptimo arte. El disfrute se palpa a manos llenas, pero lo que se mueve detrás de bambalinas, la pobreza, la desigualdad, el control social y la violencia ejercida sobre la población durante la dictadura de Pinochet no puede resultar más evidente. Tanto es así, que un simple documental sobre un taller de cine fue clasificado por el gobierno para mayores de 21 años; seguramente no llegó a ser censurado porque el régimen no andaba en horas de vacas gordas. No es baladí recordar que el mismo año de la realización de este documental, Ignacio Agüero formó parte del equipo de producción de la franja electoral por el «No» en el Plebiscito nacional de Chile, cuyo triunfo permitió las elecciones democráticas al año siguiente que desembocaría en la derrota de Pinochet y su consecuente salida del gobierno.

     Menos de una horita. A disfrutar.

La pobreza se hereda

enfance-et-violence

Children And Violence, por axelle b

     Jony tiene su genio, pero no es mal chico. Siete u ocho años, pelo un tanto desgreñado y el rictus contrariado de aquél a quien le cuesta entender cómo aplicar lo que se le dice. Nervioso, de respiración agitada y condenado desde infante a formar parte de ese síntoma del TDAH, medio inventado por estudiosos y educadores para quienes todo lo que no sea que un nene de cinco años consiga quedarse cuatro horas sentado/amarrado del tirón en su silla de clase supone un trastorno, en ambos sentidos del término.

     El propio Jony –que vete tú a saber cómo escribe dicho nombre su familia–, cuando anda sin poder ni sentarse de las agujas que parecen pincharle en el culo, se pone a dar vueltas a buen ritmo por la sala de lectura desde que la monitora le dio esa opción una tarde que lo vio con toda la pinta de poder guantearle a algún compañero en un descuido, y la idea de cansarse y expulsar adrenalina obtuvo algo de resultado positivo. Sus compañeros del colegio, tan cuidadosos como suelen ser los niños a esas tiernas edades, lo llaman a él y a sus hermanas «los piojosos», apodo que tampoco debe de ayudar mucho al autocontrol y a las relaciones sociales y que, me atrevería a jurar sin por ello apostar mi brazo derecho, dudo que sea objeto de castigo o reproche por parte de la dirección del centro.

     A Jony le había tocado en la feria una pistolita de esas de moda que disparan unas bolitas de plástico poco generosas con el contrincante; arma nada desdeñable en manos de un niño con las dificultades de Jony, no hace falta haber estudiado en la Sorbona para haber visto más apropiado como regalo en el sorteo unos altavoces, unos cascos inalámbricos o un dónut de trapo impreso con la consabida sentencia tan archifamosa en estas últimas semanas. Pero no, fuera quien fuera el responsable de tal desatino, el asunto es que Jony se dedicó a dispararle dichas bolitas de plástico a propios y extraños en los soportales del patio, hasta que uno de los otros nenes se hartó, lo agarró por el cuello y comenzaron a darse de empujones y golpes de diferente consideración. Y como Jony tiene las dificultades que tiene, daba igual lo que tu boca le dijera, lo tranquilo que le hablaras, o que trataras de separarlo ayudado por sus amigas y que le hubieran quitado ya la pistolita de marras. La cara de Jony lo decía todo: gesto torcido, párpado derecho cerrado en especie de tic y la otra pupila fija en el arma de destrucción masiva que agarró en un descuido y comenzó a cargar de munición como si le fuera la vida en ello. Sigue leyendo