«Las tortugas también vuelan» (2004)

Bahman Ghobadi en 2009

     No hay nada tan obsceno como asumir lo inhumano dentro de la cotidianidad. Un film que debiera haber sido protagonizado por adultos por las tristes exigencias que le rodea, viene a ser una historia impúber tan tierna como execrable. Nadie debiera acostumbrarse a dialogar tranquilamente sentado sobre el cañón de un tanque, ni a juguetear mirando en el vientre vacío de los misiles… ni a reír de bebé con el rostro oculto tras una máscara antigás. 

     Bahman Ghobadi, absoluto artífice de este filme como director, guionista y productor, crea, con la presencia sobrecogedora de actores no profesionales que han sufrido en carne propia las consecuencias reales de aquello de lo que hablan y sienten en pantalla, un visceral y terrible alegato antibelicista. La primera película tras la caída del régimen de Saddam Hussein no podía dar más de sí: nadie se acuerda de los nadies, sobre ellos todo Dios sobrevuela, tan vacíos de conciencia como repletos de intereses poco humanos (de la pobreza o la enfermedad no se puede extraer oro negro).
     No hay salvación vestida de uniforme made in USA, ni condescendencia, al fin y al cabo la costumbre es la peor de las maestras. Ghobadi lo sabe y lo deja ver, sin ostentaciones ni diatribas, porque la sencilla realidad, plagada de desgracias, supera una vez más a la más enrevesada de las ficciones.

     En mi infancia vendía gafas 3D para sacar unas pelillas para mis tonteos, la infancia de «Las tortugas también vuelan», ausente por inexistente, dedica todo esfuerzo a ‘tontear’ con la muerte con el único propósito de sobrevivir al despropósito. Como si ello fuera posible.

Y bueno, una vez más como esa imagen que siempre es más creíble que un millón de palabras, os dejo un poco de mal rollo, el justo y necesario para ser un pelín más solidario y responsable a cada paso que damos, a cada decisión que tomamos… Demasiadas cosas hay que agradecer hasta quedarse afónico.

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La ausente austeridad del rico

desperation by eleni pap

desperation by eleni pap

     Cuando la observo avanzar por el lateral del templo, de manera lacónica y harto desgarbada, empujando sin fuerzas su carrito de bebé y con los ojos extraviados en la sima del desconsuelo no se me ocurre compartirle el más mínimo comentario acerca de la delgadez extrema de la que hace gala indeseada y que me supone un golpe espasmódico por el cambio producido en su imagen desde la última vez que la vi, hace apenas dos meses, suplicando sin lágrimas ni pañuelos que se la derivara a algún recurso alimentario. Los pómulos sobresalientes, salpicados de pecas obscuras, y las mejillas hundidas con apenas tiras de piel sobre el hueso reflejan un rostro cadavérico, de labios minúsculos y que remarca sin pretenderlo una dentadura desidiosa y cariada. En la mano derecha abraza un paquete de azúcar blanquilla con idéntica intensidad con la que el pianista polaco Szpilman aferraba desesperado y famélico una lata de conservas en el filme de Polanski mientras arrastraba su esqueleto por las casas derruidas del gueto de Varsovia huyendo de los nazis. También podría asegurarse de Rosario que acaba de ser liberada de Treblinka por las tropas aliadas, junto con su bebé de meses y su niño de cuatro años que revolotea en derredor como presa de una posesión diabólica haciendo caso omiso a las regañinas escasamente rígidas de la madre. La joven se tira del moño mal recogido y mechones sueltos de pelo caen como hojas de helecho enmarcando su cara.
     – ¿Va a venir M a misa hoy? He quedado con ella, que estamos fatal, ya ves, llevo un montón de días sin comer nada… 
     Desde luego, esta última afirmación no iba a hacérsela jurar con un polígrafo.
     – Lo peor son los niños -continúa de forma casi subversiva-, y como soy paya en el Secretariado Gitano no me dan alimentación infantil. 

     No recuerdo con exactitud si M, la compañera menos joven del equipo de Cáritas, se había citado ese día en concreto con Rosario, aunque soy tan poco honrado que me atrevo a dudarlo sin sentirme apenas culpable, pero lo cierto es que la importancia de esa posible mentira absolutamente piadosa y fruto de la realidad de una madre angustiada y exenta de recursos es intrascendente. Demasiadas cornás da el hambre, que diría El Espartero. Simplemente por eso hablar de austeridad con los estómagos repletos y con el futuro bien pertrechado es trasmutar a conciencia el valor contenido en una de las palabras más hermosas y solidarias de nuestro idioma y proceder de manera tan vil como el verdugo capaz de lamer con la punta de su lengua la sangre de la víctima recién decapitada que gotea por el filo del hacha.

     ¿Qué rigor y fundamento ofrecen al resto de insípidos mortales aquellos que, en la supuesta época de vacas flacas para todos los habitantes de este obtuso país, se oponen a viajar en clase turista a la propia vez que decretan contra la necesaria asistencia de ambulancia en flagrantes situaciones de enfermedades crónicas; quienes se niegan a suprimir sus pensiones vitalicias mientras recortan/congelan otras más básicas e indispensables; los que legislan a favor del copago farmacéutico sentados en la sala de espera de la consulta del médico privado…? 

     Miro a Rosario, austera por cojones, sin que le sea necesario ningún santurrón que tenga la malicia de imponérselo desde fuera. Ha solicitado el salario social, que en estos tiempos atribulados tarda alrededor de seis meses en resolverse porque hay prioridades en los presupuestos y las prioridades de los pobres no lo son nunca; ya lo dijo otro jefecillo, el capitán Garrido, al que cada uno de los mandos de cualquier gobiernucho de turno hace caso a pie juntillas: “todos creemos en el reglamento. Pero hay que saber interpretarlo. No hay que forzar las cosas para que coincidan con las leyes, sino al revés, adaptar las leyes a las cosas”*. Adaptemos la austeridad a nuestras necesidades, hagamos de nuestra capa un sayo, golpeemos la frente del que carece de yelmo… Mientras, el que suscribe intentará dar su benéfico y auténtico mérito a la palabra de marras, malgastada e ingrávida hasta la extenuación. Y ofenderé al rico y al poderoso demostrando la necesidad de nada excepto del compartir lo que apenas se tiene. Y venceré al tiempo, mirándole con la cara de un perro travieso que no entiende de cansancio ni de rebajas. Y Rosario sabrá que en mitad del fango aún (y aun) persiste la esperanza.


La ciudad y los perros”, Mario Vargas Llosa, 1963.Licencia Creative Commons
La ausente austeridad del rico por Rafa Poverello se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.

«Surcos» (1951)

field-1209424_960_720     José Antonio Nieves Conde, un realizador de clara tendencia conservadora, demostró sin pretenderlo que el neorrealismo no era un género exclusivo para países con una ideología de izquierdas como sucedía por aquel entonces en Brasil, Cuba o la India, y en una época de bárbara censura franquista dirigió la primera película neorrealista española
     El estilo de Nieves Conde es de obra maestra y en nada envidiable al de los grandes maestros italianos como De Sica o Visconti, si bien el guión, a pesar de su crudeza, no es tan marcadamente sombrío y seco como en el cine italiano, lo que pudo ayudarle a pasar la censura, así como el recurso al humor en algunas ocasiones, algo impensable en el cine neorrealista y que se acerca más a la manera de enraizar la crítica social de Berlanga (sin llegar a su perfeccionismo y equilibrio) y que era común denominador en el cine español de la dictadura.

     No obstante, sería notoriamente injusto olvidar que las críticas despiadadas que recibió el filme por parte de la Iglesia por su manera de plasmar desde el realismo más estridente temas políticamente incorrectos para la época como el machismo, los valores religiosos, el éxodo rural, la explotación laboral o el estraperlo, todo ello junto con el estreno en España de «Ladrón de bicicletas» (De Sica, 1948), hicieron que la censura obligara al director a modificar ligeramente el final y a incluir una disruptiva voz en off en su última escena que pretende otorgar una inusitada y falsa esperanza en virtud de lo que se ha podido ver a lo largo del metraje de «Surcos» y que es necesario obviar. 


     Habría que destacar sin duda en el plano de situaciones tabúes y cuanto menos curiosas las repetidas secuencias de maltrato a la mujer, que si bien pueden resultar poco tendentes a la crítica desde nuestra perspectiva de espectador del siglo XXI, suponen una descripción firme de la propia realidad social de la época, pues sólo aparecen de manos de delincuentes o gentes rurales y parece evidente que el director las muestra como una actitud incivilizada y excesivamente común.

     Magnífica fotografía y excelente interpretación de María Asquerino, posiblemente la primera femme fatale a la española que conduce al caos a todo varón que ose acercarse a ella.




«Grandes esperanzas» (1860)

Charles Dickens by Juan Osborne

Charles Dickens by Juan Osborne

“Cuando rezamos hablamos con Dios, pero cuando leemos es Dios quien habla con nosotros” (San Agustín).

Dios me ha hablado, a través del don gratuito reservado a uno de sus hijos: Charles Dickens. Comentar que estoy mudo y ahogado de emoción es quedarse muy corto, pues diría -de la manera quizá menos objetiva posible- que jamás gocé algo semejante; sólo sería capaz de acercarse un poco a este sentimiento desgarrador que me invade aquello que experimenté tras leer la visceral «Cumbres borrascosas». Mas ni de la forma ahora más subjetiva posible osarían mis labios comparar ambas. Y eso que no fue un inicio fácil: edición menuda y letra aun más; casi sin ganas. Pero merece la pena el riesgo de quedarse ciego leyendo (y hasta sordo y mudo) con tal de gozar lo inconmensurable de la narración y la prosa del buen Charles. Por momentos me contemplaba a mí mismo y no me era sencillo distinguir si lloraba de turbada emoción o de forzar hasta tal extremo la vista. No exagero un ápice.

De Dickens sólo había tenido la oportunidad de leer y recordar varios de sus cuentos navideños («Historia de dos ciudades» me pilló demasiado púber y en una de esas ediciones… cutres, digamos, con viñetas añadidas cada ciertas páginas); esos relatitos que escribió para sacarse unas pelillas en época tan propicia a la buena voluntad y a la mejor fe. ‘Si por el mero hecho de embolsarse unas libras escribe así, como sin demasiado esfuerzo -me decía-, y construye a bote pronto algunos personajes tan entrañables como Trotty («Las Campanas»), ¿qué será cuando se ponga en serio?’. Cuando le da por meterle interés le sale «Grandes Esperanzas». La prosa y el estilo narrativo de Dickens -ese don por el que ningún pago a cuenta hubo de hacer- da hasta rabia y desesperada envidia. Su cadencia natural, espontánea, fluida y esa innata capacidad para amarrar al potencial lector entre las dos emociones más alejadas de rango (la risa más abierta y el llanto más ahogado) en apenas dos párrafos supera toda humana posibilidad. Obra cumbre en medio de la vorágine del movimiento romántico y sin que pueda decirse que forma parte de él, el escritor depura hasta el culmen en «‘Grandes esperanzas» su poderoso estilo narrativo, reteniendo lo mejor, obviando lo menos realista y resulta casi infructuosa la búsqueda de esos personajes unidimensionales tan enjuiciados como protagonistas de sus historias. Los hay tremendamente bondadosos (Joe, Biddy…) y rematadamente perversos (Compeyson, Plumblechook…), pero los actores principales de la trama, Pip, Estella, la señorita Havisham…, son tan comprensiblemente humanos que has de repetir una y otra vez con Pip que “yo mismo necesito demasiado que me perdonen y me orienten como para mostrarme severo con usted”. Claroscuros.

La necesidad de perdón planea a lo largo de esta renovada historia de hijo pródigo, pues eso es sobre todo Pip. Que nuestro querido muchacho sea pobre y aspire a revertir su situación económica es lo de menos, lo crucial es que cuando trabajaba en la fragua, compartiendo sus males y nulos remedios con gente tan vulgar como él mismo, era feliz aun sin ser siquiera consciente de ello. El divertido sarcasmo de Pip a través de su vigorosa narración en primera persona desaparece de cuajo tras el primer acto (excepto gloriosos detalles como la caótica y divertidísima representación de Hamlet del capítulo XXXI); justo cuando nuestro héroe decide coronarse de majestuosidad. ¡Cuán dolorosas y humildes las palabras de Joe que opacan con lágrimas la mirada agridulce de Pip!: “no me encontrarás tantas faltas si piensas en mí vestido como para trabajar en la fragua (…). Ni la mitad de faltas si, suponiendo que quieras verme alguna vez, vienes y asomas la cabeza por la ventana de la fragua”. No importan las grandes esperanzas de Pip, la bondad o la maldad de sus fines, como no debieran importar aquellas que nos mueven a cada uno de nosotros si al hallarlas perdemos a la vez la absoluta certeza de que la felicidad no la da el vil metal sino la seguridad de no estafarse a uno mismo (“todos los estafadores del mundo no son nada en comparación con los que falsean consigo mismos”) y el descubrir que no hay oro en el mundo que pueda servir de crédito frente a las ingratitudes cometidas (“nunca, nunca, nunca podría deshacer lo que había hecho”). Dickens -saltando más allá de sus propias incongruencias- no nos invita a la resignación, sino a la bondad y a la justicia que nos elevan por encima de la imagen social, de las apariencias o de ese engañoso elitismo que pretende, a base de esfuerzo inútil, otorgar dignidad a las personas por lo que tienen o visten en lugar de por lo que son. Esa digna invitación, en su siglo y en el nuestro… es mucho.

Tal vez termino exagerando, antes pido disculpas por mi ineptitud pues “una palabra mal colocada estropea el más bello pensamiento” (Voltaire) y soy consciente de que mis letras hacen escasa justicia a la obra de Dickens, pero me queda el maravilloso consuelo que avanzó Thoreau: “lee los buenos libros primero; lo más seguro es que no alcances a leerlos todos”. Sin duda, mi reposo será ya más calmo.

Para finalizar, de nuevo algunos fragmentos:

«Fue un día memorable, pues obró grandes cambios en mí. Pero ocurre así en cualquier vida. Imaginémonos que de ella arrancáramos un día especial y pensemos en lo distinto que podría haber sido su curso. Deténgase el lector y piense por un momento en la larga cadena de oro, de espinas o flores que, de no ser por la formación del primer eslabón en un día memorable, jamás le hubiese atado.»

«Dios sabe que no debemos avergonzarnos nunca de nuestras lágrimas, pues son lluvia que cae sobre el polvo cegador de la tierra que endurece nuestros corazones. Me sentí mejor que antes de haber llorado, más triste, más consciente de mi ingratitud, más manso.»

«¡No acordarme! Eres parte de mi existencia, de mí mismo. Has estado presente en cada una de las líneas que he leído, desde que vine aquí, un vulgar y tosco pobrecillo cuyo corazón heriste ya entonces. Has estado presente en cada proyecto desde aquel día, en el río, en las velas de los barcos, en los marjales, en las nubes, en la luz, la oscuridad, el viento, los bosques, el mar, las calles. Has encarnado cada fantasía con la que mi mente ha tropezado. No son más reales las piedras de las que están hechos los más recios edificios de Londres, ni tendrías mayor dificultad en desplazarlos con la mano de lo que han sido y seguirán siendo para mí tu presencia y tu influencia, allí y en todo lugar. Estella, hasta el último instante de mi vida no podrás sino ser parte de mi carácter, parte de lo poco que de bueno hay en mí, parte de lo que de malo llevo. Pero en esta separación, sólo puedo asociarte a lo bueno y fielmente te recordaré vinculada a ello, pues tienes que haberme hecho más bien que mal, cualquiera que sea la punzante tristeza que ahora pueda sentir. ¡Que dios te bendiga! ¡Que dios te perdone!»