Hay obras que cargan con el pesado estigma de literatura juvenil y pareciera que ni Atlas con sus anchas espaldas tuviera el valor de levantarlas del indigno lugar en el que se las coloca. En el idioma de Cervantes podemos nombrar “El camino” de Delibes, “Zalacaín el aventurero” de Baroja, “El lazarillo de Tormes” de autor desconocido, o dramaturgos del Siglo de Oro de la talla de Calderón o Lope. Si se trata de novelas en otra lengua hay cruces ingratas sobre “La isla del tesoro” de Robert L. Stevenson y de manera aún más sangrante si cabe una losa insalvable encima del bigotudo Mark Twain y “Las aventuras de Huckleberry Finn”.
Ya resulta algo extraño de inicio que, de una novelita-río para adolescentes dijera Hemingway aquello de que era el “origen de toda la literatura norteamericana”, pero si el título de marras fuera tan sencillito y simple de leer el propio Twain, uno de los pocos autores con una reputación que mantener en vida como escritor, no habría renegado en repetidas ocasiones de ella considerándola una obra menor dentro de su bibliografía. Porque al pobre (en ambas concepciones lingüísticas) Huckleberry Finn no había quien lo quisiera leer ni lo comprendiera allá por finales del siglo XIX. ¿A qué autor serio y respetable se le hubiese ocurrido poner como protagonista de una novela a un don nadie, mierdecilla de nene, de padre violento y alcohólico, que fuma en pipa y sabe expresarse a duras penas? ¡Será lo mismo meterse en la piel de su honorable amigo Swayer que además es huérfano!
Y encima, no se le ocurre otra brillante idea al ingenuo de Twain que trasladar las aventuras de Huck en primera persona, en un constante estilo directo incluso con buena parte de los diálogos incrustados en medio del texto por la pluma tosca de un chico que apenas sabe leer ni escribir, para que a la aristocracia más chic del momento le fuera del todo imposible entender la jerga que a mansalva escupe la boca del muchachuelo en cuestión obviando los giros dialectales del resto de personajes, la mayoría de bajo estrato social y cultural, que pululan a lo largo y ancho de la ribera del Misisipí y que convierten en una ejemplarizante e imposible odisea la traducción correcta de esta obra “menor” del escritor norteamericano.
Vamos que, a criterio del que suscribe, “Las aventuras de Huckleberry Finn” tienen de juvenil -más allá del género literario en el que se suele enmarcar la novela gracias al propio título- lo que Cortázar tiene de comprensible. Entretenidísima, por momentos incesantemente divertida con los diálogos entre dos indoctos como Huck y el negro Jim, pero de una hechura social y de denuncia que convierte la mayor parte de la obra en un martillo pilón contra el racismo y las clases sociales en virtud del constante trato inhumano -en ocasiones vejatorio- que recibe el esclavo de color a manos de los diferentes actores secundarios que conforman un cuadro grotesco de la civilizada sociedad de la época.
No resulta nada extraño que, como habitual paradigma de la doble moral, en EE.UU. aún sea un libro eliminado de los planes de estudio en las escuelas so pretexto de que a lo largo de la obra se refieran a Jim con el políticamente incorrecto término “nigger”, lo de menos es que muestre de manera omnímoda la amistad radical y dispuesta a todo entre un “nigger” y un blanco y que la crítica al esclavismo pulule como Pedro por su casa. Tampoco ha de resultar baladí que un escritor amigo de empresarios y algún que otro presidente, muy bien visto y hasta admirado por amigos y detractores como hemos comentado con anterioridad, decidiera regalar al público un final quizá en exceso almibarado y poco coherente con el discurrir del resto de la novela, pero es un pequeño borrón en una obra perdurable, notoriamente influyente en toda la literatura posterior -lo diga o no Hemingway- y a la que cualquier amante de la lectura debería darle una nueva oportunidad una vez envuelto en la madurez.
Y unos fragmentos:
«Pasaron dos o tres días con sus noches; creo que podría decir que pasaron nadando, que se deslizaron, callados, serenos, hermosos. Así pasábamos el tiempo: allá abajo el río era monstruosamente grande…, en algunos lugares tenía una milla y media de ancho; por la noche navegábamos, y de día parábamos y nos escondíamos; en cuanto empezaba a hacerse de día dejábamos de navegar y amarrábamos la balsa, casi siempre en las aguas muertas, debajo de una barra de arena; luego cortábamos unos álamos jóvenes y unos sauces y tapábamos la balsa con ellos. Después de echar los sedales, nos metíamos en el río sin hacer ruido, y nadábamos un rato para lavarnos y refrescarnos, y nos sentábamos en el fondo arenoso donde el agua nos llegaba más o menos hasta las rodillas y mirábamos la luz del día».
«Me sentía muy perezoso y cómodo: no quería levantarme a hacer el desayuno. Bueno, pues estaba a punto de volverme a dormir cuando me pareció que oía un « ¡bum! » a lo lejos, río arriba. Me despierto y me apoyo en el codo y escucho; en seguida lo vuelvo a oír. Di un salto y fui a mirar por un hueco entre las hojas, y voy y veo un montón de humo por encima del agua, muy lejos río arriba: aproximadamente frente al transbordador. Y allí estaba el transbordador, lleno de gente, que bajaba flotando. Entonces comprendí lo que pasaba. «¡Bum!» Vi el humo blanco que salía del costado del transbordador. O sea, que estaban disparando el cañón por encima del agua, tratando de hacer que mi cadáver saliera a la superficie».