Progenie

No todos los días se levanta uno con la mente adiestrada y bien dispuesta para indignarse. A veces complace al ánimo disfrutar con sencillez y gratitud exclusiva del momento presente sin más jeringonzas y no descubrir, como un esquizofrénico, injusticias y burradas estratosféricas en cada situación que se te pone delante o en cada conversación distendida, plácida y trivial. Y entonces, en medio de esa vacuidad supuestamente estéril se prende la mecha, sin querer, igual que un inconsciente pirómano que acaba casi por prenderse a sí mismo a lo bonzo de tanta inflamación ígnea.

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Progeny by 3mmI

Pocos eventos pueden resultar más dichosos para el género humano que un nacimiento. Miel sobre hojuelas si además los esfuerzos de la pareja para llegar a buen término han sido tan arduos como los doce trabajos de Hércules. Pero allí, en la blancuzca habitación del ala de maternidad logró al final aparecer la criatura, tumbadita en la cuna, perdida dentro de un pelele varias tallas superior gentileza del hospital y durmiendo colorada como un pérsimo a su día y cuarto de vida. Dicen que el niño es guapo, aunque a mí honestamente no existe un instante más obvio que éste para jurar sobre la Biblia, el Corán o mi guitarra electro-española, que provenimos del mono, pero directamente, sin teorías de evolución ni nada, a pelo. La parturienta está en el baño y traspasa la puerta a paso de tortuga raquítica. Besos a la pareja, enhorabuenas y congratulaciones variadas “Por fin, con lo que os ha costado”, más besos y emociones incontenibles, y las consabidas preguntas de rigor a las que responden con gratitud cual si fuera la primera vez que se las hace alguien. “¿Qué tal el parto?” “Bien, pero con algunas dificultades al ser ya más mayor” “¿Sí? Vaya” “Como tengo la columna muy desviada no me pinchaban la epidural” Lo típico, explicando incluso con primorosa pulcritud, por escabroso que pudiera resultar para un lego, los más nimios detalles de la cesárea. Es lo que tiene dedicarse al gremio y que encima tu cónyuge sea D.U.E..      No sé cómo saltó la liebre, pero la altura del brinco hubiera sido la envidia de un traceurs cuando escucho comentar:
– Y con la preocupación de que el nene no naciera antes de que nos casáramos para evitar el lío de papeleos.
¿Papeleos? Inculto de mí no tenía la más remota idea de a qué se estaban refiriendo. Cara de póquer de ases y deseando resolver la duda.
– Pero, ¿y si hubierais sido pareja de hecho?
Mi amiga pone cara de repóquer y resopla como un ciervo en época de berrea.
– No sirve; hubiéramos tenido que tramitar adopción, hacer pruebas… Vamos, un follón.
– Pero si hay gente que ha tenido nenes como pareja de hecho y sólo han tenido que ir los dos juntos a inscribirles en el registro-insisto en la idea, como si fuera tontito, porque me resulta imposible entender nada.
Entonces, en ese instante mágico, surge la palabra común y nada inverosímil que convierte todo el disfrute situacional en indignada realidad.
– Claro, porque seguro que era una pareja HETEROSEXUAL.

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«Las aventuras de Huckleberry Finn» (1884)

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Mark Twain, by grantgoboom

Hay obras que cargan con el pesado estigma de literatura juvenil y pareciera que ni Atlas con sus anchas espaldas tuviera el valor de levantarlas del indigno lugar en el que se las coloca. En el idioma de Cervantes podemos nombrar “El camino” de Delibes, “Zalacaín el aventurero” de Baroja, “El lazarillo de Tormes” de autor desconocido, o dramaturgos del Siglo de Oro de la talla de Calderón o Lope. Si se trata de novelas en otra lengua hay cruces ingratas sobre “La isla del tesoro” de Robert L. Stevenson y de manera aún más sangrante si cabe una losa insalvable encima del bigotudo Mark Twain y “Las aventuras de Huckleberry Finn”.

Ya resulta algo extraño de inicio que, de una novelita-río para adolescentes dijera Hemingway aquello de que era el “origen de toda la literatura norteamericana”, pero si el título de marras fuera tan sencillito y simple de leer el propio Twain, uno de los pocos autores con una reputación que mantener en vida como escritor, no habría renegado en repetidas ocasiones de ella considerándola una obra menor dentro de su bibliografía. Porque al pobre (en ambas concepciones lingüísticas) Huckleberry Finn no había quien lo quisiera leer ni lo comprendiera allá por finales del siglo XIX. ¿A qué autor serio y respetable se le hubiese ocurrido poner como protagonista de una novela a un don nadie, mierdecilla de nene, de padre violento y alcohólico, que fuma en pipa y sabe expresarse a duras penas? ¡Será lo mismo meterse en la piel de su honorable amigo Swayer que además es huérfano!

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Huckle-Berry-Finn, by Art-Kombinat

Y encima, no se le ocurre otra brillante idea al ingenuo de Twain que trasladar las aventuras de Huck en primera persona, en un constante estilo directo incluso con buena parte de los diálogos incrustados en medio del texto por la pluma tosca de un chico que apenas sabe leer ni escribir, para que a la aristocracia más chic del momento le fuera del todo imposible entender la jerga que a mansalva escupe la boca del muchachuelo en cuestión obviando los giros dialectales del resto de personajes, la mayoría de bajo estrato social y cultural, que pululan a lo largo y ancho de la ribera del Misisipí y que convierten en una ejemplarizante e imposible odisea la traducción correcta de esta obra “menor” del escritor norteamericano.

Vamos que, a criterio del que suscribe, “Las aventuras de Huckleberry Finn” tienen de juvenil -más allá del género literario en el que se suele enmarcar la novela gracias al propio título- lo que Cortázar tiene de comprensible. Entretenidísima, por momentos incesantemente divertida con los diálogos entre dos indoctos como Huck y el negro Jim, pero de una hechura social y de denuncia que convierte la mayor parte de la obra en un martillo pilón contra el racismo y las clases sociales en virtud del constante trato inhumano -en ocasiones vejatorio- que recibe el esclavo de color a manos de los diferentes actores secundarios que conforman un cuadro grotesco de la civilizada sociedad de la época.

No resulta nada extraño que, como habitual paradigma de la doble moral, en EE.UU. aún sea un libro eliminado de los planes de estudio en las escuelas so pretexto de que a lo largo de la obra se refieran a Jim con el políticamente incorrecto término “nigger”, lo de menos es que muestre de manera omnímoda la amistad radical y dispuesta a todo entre un “nigger” y un blanco y que la crítica al esclavismo pulule como Pedro por su casa. Tampoco ha de resultar baladí que un escritor amigo de empresarios y algún que otro presidente, muy bien visto y hasta admirado por amigos y detractores como hemos comentado con anterioridad, decidiera regalar al público un final quizá en exceso almibarado y poco coherente con el discurrir del resto de la novela, pero es un pequeño borrón en una obra perdurable, notoriamente influyente en toda la literatura posterior -lo diga o no Hemingway- y a la que cualquier amante de la lectura debería darle una nueva oportunidad una vez envuelto en la madurez.

Y unos fragmentos:

«Pasaron dos o tres días con sus noches; creo que podría decir que pasaron nadando, que se deslizaron, callados, serenos, hermosos. Así pasábamos el tiempo: allá abajo el río era monstruosamente grande…, en algunos lugares tenía una milla y media de ancho; por la noche navegábamos, y de día parábamos y nos escondíamos; en cuanto empezaba a hacerse de día dejábamos de navegar y amarrábamos la balsa, casi siempre en las aguas muertas, debajo de una barra de arena; luego cortábamos unos álamos jóvenes y unos sauces y tapábamos la balsa con ellos. Después de echar los sedales, nos metíamos en el río sin hacer ruido, y nadábamos un rato para lavarnos y refrescarnos, y nos sentábamos en el fondo arenoso donde el agua nos llegaba más o menos hasta las rodillas y mirábamos la luz del día». 

    «Me sentía muy perezoso y cómodo: no quería levantarme a hacer el desayuno. Bueno, pues estaba a punto de volverme a dormir cuando me pareció que oía un « ¡bum! » a lo lejos, río arriba. Me despierto y me apoyo en el codo y escucho; en seguida lo vuelvo a oír. Di un salto y fui a mirar por un hueco entre las hojas, y voy y veo un montón de humo por encima del agua, muy lejos río arriba: aproximadamente frente al transbordador. Y allí estaba el transbordador, lleno de gente, que bajaba flotando. Entonces comprendí lo que pasaba. «¡Bum!» Vi el humo blanco que salía del costado del transbordador. O sea, que estaban disparando el cañón por encima del agua, tratando de hacer que mi cadáver saliera a la superficie».

«Promises» (2001)

Promises-frenteExiste una teoría social -que más que teoría es sin duda de un empirismo extremo- llamada de manera común la construcción del enemigo y en cuyas bondades se basa, por ejemplo, la última obra del escritor y filósofo italiano Umberto Eco titulada prácticamente igual: «Construir al enemigo».

Ahora, como suele corresponder en estas lides, tocaría hablar de los motivos ineludibles que me han llevado a colgar el documental que nos ocupa en el blog, así como hacer un recorrido a lo largo de la ínclita filmografía de sus autores y explicar finalmente la patente relación entre el odio entre pueblos y la educación y que mucho tiene que ver con los prejuicios hacia aquél que debemos odiar por norma como si fuera una verdad de Perogrullo.

El caso es que no voy a hablar de esos motivos ineludibles, porque siempre habrá quien le saque punta a todo (el filme es una producción israelí) y le dé por tirar piedras a los buenos intentos y propósitos; y sería demasiado corto lo de detenernos en el resto de filmes de las tres partes implicadas en su realización, pues a excepción del mexicano Bolado ni Shapiro ni Goldberg han rodado más; y por último lo de los prejuicios y la magnífica teoría de la creación del enemigo se refleja en sus imágenes más que en mil palabras.

El argumento es fácil. En una etapa de relativa calma entre las comunidades israelíes y palestinas, desde 1997 a 2000, los realizadores ponen en contacto a niños de ambos grupos en edades comprendidas entre los nueve y los doce años. El resto sólo puede verse.

Dicen que uno de los mayores ‘aciertos’ de la guerra global es que ya no es necesario enfrentarse cara a cara con el contrario, sino que con una bomba lanzada desde mil metros de altura puedes destruir a tu oponente sin resquemores y sin tener que mirarle a los ojos mientras lo haces. De similar modo que no es lo mismo comerse una loncha de jamón de york que te acaban de poner en el plato que tener que matar al cerdo tú mismo y descuartizarlo para obtener idéntico fin.

Nadie nace llamando al otro, a la otra enemigo, son procesos y ningún niño nace tampoco con prejuicios.

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PROMISES (Documental) from Sefaradi Torah on Vimeo.

Matar a un hombre

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Niña herida en los bombardeos de Gaza

No existe nadie lo suficientemente estúpido como para justificar el asesinato de un semejante por motivos económicos o políticos. “Sí, el caso es que necesitaba una pelillas y se me fue la mano”, o “es que votaba a otro partido y ya me estaba tocando las pelotas”. Como visto así no tiene la más mínima lógica, el único argumento al que podría aferrarse un ser humano para acabar con la vida de otro y salir indemne de la purga sería de índole ético. Y ahí está lo chungo, convencer al público asistente de que la vida debe de considerarse un bien menos importante de proteger en relación con otros derechos. Cuando un ser de calidad moral media, no hace falta ser Gandhi, Luther King o Madre Teresa, observa en un medio de comunicación (si es que osan) algunas instantáneas de las consecuencias desastrosas de los bombardeos de Israel sobre la población infantil en la franja de Gaza hay que hilar muy fino para vender la moto al susodicho de que ese chico de nueve, diez u once años con la cara destrozada por proyectiles y metal líquido se lo merecía vete tú a saber por qué componente histórico y en virtud de la complejidad que asola el conflicto palestino-israelí desde finales de los años 40 del pasado siglo.

Uno de los motivos éticos más sólidos a los que aferrarse, generalmente falaz en virtud de la realidad por poco que se escarbe, es el de la legítima defensa; el cuál, por norma general ha de presuponer o una inmediatez que impide reaccionar de otro modo, o que el daño que se vaya a producir sea equiparable o al menos nunca mayor que el que se ha sufrido. Estos dos supuestos últimos de identidad viperina -más allá de que partan del hecho más o menos discutible de que la vida de otro es de inferior valor a la mía- se sustentan a su vez en dos teorías ancestrales y vetustas nunca demostradas en función de su utilidad: la Ley del Talión o la doctrina de la Guerra Justa, como si estas dos palabras no supusieran en sí mismas una neta contraditio in terminis.

En este sentido la realidad estadística sí que es sólida de cojones: en dos semanas de «enfrentamientos» (disculpad las comillas) dos israelíes muertos frente a 250 palestinos. Ni legítima defensa, ni Ley del Talión, ni Guerra Justa… ni partes nobles. Sólo resta entonces aquello a lo que, a pesar de que no pueda sustentarse ni sobre pilares de mármol, invoca el cruel con la connivencia y el silencio soez de las democracias occidentales:

«Detrás de cada terrorista hay decenas de hombres y mujeres sin los cuales no podría atentar. Ahora todos son combatientes enemigos, y su sangre caerá sobre sus cabezas. Incluso las madres de los mártires, que los envían al infierno con flores y besos. Nada sería más justo que siguieran sus pasos. Deberían desaparecer junto a sus hogares, donde han criado a estas serpientes. De lo contrario, criarán más pequeñas serpientes».

Lo dijo la diputada del Parlamento Israelí Ayelet Shaked, y aquí no pasa nada, porque es obvio y una verdad de Perogrullo que la vida de las serpientes vale mucho menos que la de los seres humanos, al fin y al cabo es lo que el régimen nazi opinaba de los judíos, que no podían ser considerados seres humanos; o lo que argüían los dueños de las plantaciones de algodón respecto a los esclavos negros, que eran menos dignos que las mascotas; o la comunidad Afrikáner frente a la mayoría de color durante la segregación racial del Apartheid.

Podríamos reconsiderar cualquier otra opción viable por muy ilógica que pudiera resultar, o incluso recurrir con éxtasis a la firmeza indócil de los motivos ideológicos, pero prefiero invocar a Jean-Luc Godard que en uno de sus últimos filmes, rememorando al teólogo Castellion, suelta una verdad que quizá necesite menos demostración empírica que el tema de las serpientes: “matar a un hombre para defender una idea no es defender una idea, es matar a un hombre”*.

Y aún no he hablado de la injusticia política y territorial de Israel con el pueblo palestino. Sería demasiado largo, así que dejo esa imagen que vale más que mil palabras.

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* «Nuestra música» (Jean-Luc Godard, 2004) 

 

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