«Pelle, el conquistador» (1987)

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Bille August, en Malmö, 1988

     Es difícil hablar con propiedad de determinadas películas. Hay películas que destilan tanta emoción que sólo pueden contemplarse. Sin duda “Pelle, el conquistador”, del danés Bille August, es una de ellas.

     Podría resumirse el significado, la profundidad de la historia en una única pregunta que proviene del propio título y quizá deberíamos hacernos no sólo al terminar de ver el filme, sino a lo largo de nuestra vida, con las personas que conocemos y que nos puede hacer conscientes de a qué personajes le damos valor. ¿Qué es conquistar?

     Cuando estrenaron la cinta de August aún era yo adolescente, de esos que disfrutan con las pelis de aventuras, de guerras infinitas y acción. No hace falta hilar muy fino para reconocer en qué piensa uno cuando lee un título como el que nos ocupa. Seguro que es de un guerrero parecido a Atila, o a Alejandro Magno, o a Julio César…

     La verdad es que Pelle es un niño, inocente y confiado cuando, procedente de Suecia, llega con su padre a la isla danesa de Bornholm, ambos esperanzados en una vida respetable con que dar cumplimiento a sus sueños. No es distinto en su bondad Lasse Karlsson -un inconmensurable Max Von Sydow-, al que ni se le pasa por la cabeza la situación de esclavitud e indignidad a la que se verán sometidos, de las que parece imposible escapar.

     Pelle demuestra una y otra vez, en mitad de la miseria y de las opciones imperfectas, que conquistar no consiste en invadir países, en someter a pueblos, en descubrir continentes. Conquistar es dejarse invadir a uno mismo, redescubrirse y lograr sobrevivir con dignidad a la pobreza más inmunda sin necesidad de reprochar ni echar nada en cara.

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Venganza

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bombing for peace by suckup

      Hay una novela terrible en su autenticidad, se llama “Abril quebrado”, y es del escritor y activista albanés Ismaíl Kadaré. La historia que narra proviene del anacrónico código de honor de determinadas zonas de Albania conocido como el Kanun, una deuda de sangre según la cual si una familia asesina a un miembro de otra, una ley no escrita ampara a esta última y le otorga alrededor de un mes de plazo para vengarse quitándole la vida al responsable. Ni qué decir tiene la inutilidad de tal norma tácita que introduce a todos los afectados en un ciclo eterno de odio e incertidumbre amparado por la costumbre.

     Puede que muchos nos estemos echando las manos a la cabeza, porque somos seres humanos sensatos, occidentales y con código ético muy por encima de tamaños pazguatos, pero, en realidad, no hay que salvar ninguna distancia para extrapolar esta nimiedad de alguna región montañosa del sureste de Europa a lo sucedido tras la respuesta del gobierno belga al atentado en Bruselas. Venganza. Punto pelota. Podemos edulcorarlo con los matices que nos alienten a sentirnos civilizados, como la defensa propia, el derecho de un territorio a defenderse, la lucha contra el terrorismo y en favor de los valores de la democracia… aspectos que, por otra parte a día de hoy, dudo que convenzan ni al más crédulo de los fieles. Bombardear con cazas poblaciones donde hay civiles, niños y mujeres no puede encontrar ninguna justificación a menos que provenga de lo socialmente aceptado y establecido, aunque sea una barrabasada.

     Y este quizá sea el trasfondo por el que todo nos resulta tan natural y espontáneo. Si vas al cine a ver una de vaqueros lo normal es que si un indio mata a un grupo de colonos, el bueno se los cargue. De hecho, nadie espera que al final tenga un ataque de humanidad y los perdone. Si es una de intriga y a un policía le asesinan a su familia ¿quién es el guapo que puede jurar sobre lo que considere más sagrado que no está con el alma en vilo hasta que no se los ventila a todos en la última escena? Incluso aquellos filmes que pretenden vender humo, como “The Revenant” (muy bien hecha, todo sea dicho), acerca de que la justicia sólo es de Dios, resulta que a la postre Dios se hace hombre y se venga de una criatura que se ha portado regular. El reconcomio toca techo, por poner un ejemplo de lo más práctico, en la cinta de Santiago Mitre “La patota”, en la que una joven es violada por un grupo de chicos del instituto donde imparte clases. Ella decide no denunciarlos, trata de entenderlos, de hablar con ellos, y llevar el tema de una manera menos dramática, opta por no abortar tras haber quedado embarazada, por no señalarlos en la rueda de reconocimiento… ¿Quién entiende a esta buena moza? Ni su amiga, ni su padre, ni sus propios agresores… posiblemente ni casi nadie de los espectadores. Sigue leyendo

«Del 69»

2656507127965    No hay nada tan reconfortante para el común de los mortales como el hecho de que un colectivo, una sociedad, una nación cometa la más atroz de las tropelías. Lo de menos es que uno mismo forme parte del grupo en cuestión, pues la responsabilidad personal dentro de una decisión global se diluye igual que un azucarillo en una taza de café hirviendo.

    La maldad de otros tiene un efecto impermeabilizante que ya quisiera para sí cualquier bota de montaña. Se encuentra uno tan ocupado protestando, lanzando sapos y culebras, indignándose con el comportamiento ajeno que no le queda tiempo para darle pábulo a la propia grosería y es sencillo pasar de puntillas sobre las tropelías e insolidaridades individuales. Pero el caso es que cada ser humano es injusto en la medida de sus posibilidades, y que la UE se haya comportado como la peor madrastra posible no justifica que en nuestra vida cotidiana, en nuestra historia personal no luchemos por el derecho de toda persona a buscar una vida mejor. Y no hablo sólo de los refugiados, ni de los países empobrecidos… sino de mi vecino del quinto, de los ciudadanos considerados de segunda y que malviven en barrios en situación de exclusión o a la vera del camino.

    Cambiar la historia a beneficio de todos no depende de los poderosos; no son ellos precisamente quienes lo han intentado siquiera una vez. Lo han hecho personas que no pasaron de puntillas, que observaron los acontecimientos con rigor y a las que les importó más el futuro que el hecho de recoger frutos inmediatos.

    Que nadie se atreva a vivir en paz mientras la paz sólo sea propiedad de unos pocos.

    El vídeo de la canción corresponde al acto de presentación del libro “Con patente de corso” de mi amiga, la escritora Mercedes Gallego. Para escuchar el tema en estudio puedes pinchar aquí.

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«Retratos de familia» (2013)

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Cartel promocional original

    “Retratos de familia”, el primer largometraje del singapurense Anthony Chen, es uno de esos filmes que solemos llamar -de manera un tanto obtusa y casi despectiva- pequeño y falto de pretensiones. Decimos también que en eso radica su grandeza. En realidad, la grandeza infinita de Ilo Ilo reside en que es tan inmenso y sencillo porque sus protagonistas son inmensos y sencillos, así como cualquiera de las familias que nos rodean y a las que amamos, sufrimos o compadecemos, con su infinita gama de defectos y virtudes, y porque la historia que narra sucede cada día a nuestro lado, nos demos o no cuenta.

    No es una necedad hablar de lo común, el cine de japón lo ha hecho de siempre como nadie, y de sus orígenes bebe Chen, mostrándonos a un padre en paro, una madre con un trabajo precario encargado precisamente de los despidos en su empresa, un niño difícil por el mero hecho de que nunca están con él y necesita atención… y una empleada de hogar, inmigrante, que cobra cuatro dólares singapurenses mal contados, con un sólo día de descanso al mes y que ni puede llamar por teléfono desde la casa de sus señores. Sigue leyendo