«Se marginan ellos» (II)

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Social exclusion, Discrimination, by Kurt Löwenstein Educational Center International Team

    Si la semana pasada lográbamos demostrar, sin resquicio de duda y con escaso esfuerzo intelectual, que prácticamente el 100% de las personas que habitan en un barrio en exclusión social mantienen actitudes furibundas y resultan ser más malas que la quina para cualquiera de sus congéneres, tan sólo quedaba probar que, además, no son capaces de relacionarse con las personas normales sin mentir o soltar medias verdades.

    Un ejemplo que puede servir de paradigma es el de Samir, un chico de 12 años de padre gitano y madre árabe y cuyo domicilio familiar está inserto en mitad del barrio de Las Moreras, una de las tres zonas más empobrecidas de Córdoba capital, que no está de más repetirlo.

    El asunto es que, desde que era pequeño y comenzó a tener relaciones sociales, tanto la madre como él mismo ocultaban al resto de familias dónde vivían, con la idea errónea a todas luces de que, si se les ocurría decir la verdad ¡las iban a tratar de manera diferente y no iban a querer relacionarse con ellos! ¡Qué mal pensados! En una sociedad tan generosa y poco clasista como la nuestra. Es más, la madre, aunque el núcleo familiar no contaba con excesivos recursos económicos, a fin de que su hijo tuviera apoyo social y pudiera formar un grupo de iguales, iba a tooooooodos los cumpleaños de los compañeros de clase con un regalo para la ocasión. ¡Y no decía nada del esfuerzo que le estaba costando todo aquello! Si será falsa. Sigue leyendo

«Se marginan ellos» (I)

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AR Demolition, by Elliott Brown

    Dice la sabiduría popular que la ignorancia es madre del atrevimiento. Una frase atribuida a tanta peña en sus diferentes formulaciones que ya tiene licencia Creative Commons de obra derivada. No voy a atreverme a negar lo evidente, pues es casi una verdad de Perogrullo el aceptar que resulta más fácil encontrar el cerebro a un cruasán que al 98% de la clase política, y hasta puede que me haya quedado corto por aquello de darle culto a la mesura como virtud ínclita. Pero lo cierto es que la ignorancia tiene una hija mucho más dañina y perversa que el atrevimiento, y es la injusticia, y asumirla como mantra, porque lo peor de la ignorancia es que se contagia a mayor velocidad que una mala gripe, porque los resultados de su virus son tan reconfortantes para el espíritu como un caldito de la abuela o una bolsa de agua caliente colocada en la cama debajo de los pies. ¿O es que existe un remedio mejor para la insolidaridad que aquel que logra liberar de toda responsabilidad?

    «Se marginan ellos solitos». Es un mantra, injusto, cruel, despiadado que se basa en la ignorancia. Al desconocimiento me siento dispuesto a darle alguna mínima oportunidad, porque acostumbra a tener los oídos bien dispuestos y le suele costar menos dar su brazo a torcer cuando lee, cuando investiga, cuando compara. La ignorancia es que no sabe ni leer y, francamente, le importa un bledo, tanto como a Clark Gable el futuro de Vivien Leigh, sólo que la ignorancia, para más inri, no llora, ni por pensar en sí misma.

    Por otro lado, no hay que olvidar que dichos mantras socio-comunitarios siguen siendo repetidos con la solidez de un martillo pilón por quienes ostentan el poder, a fin de hacer carrera con la desgraciada sentencia –también de amplio espectro mántrico y que ha sido heredada de ignorante a ignorante cual desastroso gen de tres al cuarto– de que una mentira repetida muchas veces se convierte en verdad. Sigue leyendo

La Cabalgata de los huevos

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Capitalgata, por Rafa Poverello

    Cuando era un mico me quedaba embobado viendo las carrozas de la Cabalgata de Reyes de mi pueblo. La mayor parte de ellas inmensos trastos medio góticos arrastrados por tractores de ruedas gigantescas cuyo ruido mecánico aturdía los oídos de las familias que se agolpaban a derecha e izquierda, colmadas de ilusión, tratando de adueñarse de los escasos caramelos que lanzaban a la multitud como lluvia de colores figurantes disfrazados de dibujos infantiles, ángeles, pajes y sagradas familias.

    Las carrozas que discurrían por las calles del pueblo a paso de tortuga estaban montadas con mucho esfuerzo y subvención municipal por colegios, parroquias y alguna que otra asociación de vecinos. Se sentía uno parte de todo aquello porque siempre existía algún miembro de tu familia, de cualquier generación o grado de consanguinidad, que había participado en su construcción, aunque sólo fuera pintando de marrón el lomo de un camello de corcho de metro y medio de alto. No me alcanza la mente a recordar si salían o no Drag-Queen animando el cotarro –que entonces no se llamaban así, claro–, niñas vestidas de Reinas Magas o si los trajes de sus majestades eran un exquisito ejemplo de normalidad. Ante estos dos últimos puntos mis dudas son realmente soberbias, habida cuenta de que el mago por excelencia de entonces y que nenes y nenas teníamos en la cabeza era el Merlín de Disney, tocado con un gorro de cono y embutido en un cáustico uniforme azul al que, encima, le endosábamos estrelllitas doradas, y que más de un Belén estaba formado por dos niñas: una que hacía de Virgen y otra de San José. Y a nadie le importaba un carajo, la verdad.

    Como lo de que la política emponzoña todo lo que toca viene de lejos, el asunto empezó a torcerse un poco cuando al Consistorio no se le ocurrió otra cosa que conceder un tercer premio a unos colegas –amigos de los de siempre– quienes, haciendo un uso peculiar del dinero de la subvención, montaron una carroza con una de las actividades tradicionales: una matanza. A saber, cuatro palos mal puestos sobre un entarimado y los mendas hinchándose los carrillos a base de morcillas, chorizos y vino de pitarra. Todo de la zona, eso sí. Sigue leyendo