Si la semana pasada lográbamos demostrar, sin resquicio de duda y con escaso esfuerzo intelectual, que prácticamente el 100% de las personas que habitan en un barrio en exclusión social mantienen actitudes furibundas y resultan ser más malas que la quina para cualquiera de sus congéneres, tan sólo quedaba probar que, además, no son capaces de relacionarse con las personas normales sin mentir o soltar medias verdades.
Un ejemplo que puede servir de paradigma es el de Samir, un chico de 12 años de padre gitano y madre árabe y cuyo domicilio familiar está inserto en mitad del barrio de Las Moreras, una de las tres zonas más empobrecidas de Córdoba capital, que no está de más repetirlo.
El asunto es que, desde que era pequeño y comenzó a tener relaciones sociales, tanto la madre como él mismo ocultaban al resto de familias dónde vivían, con la idea errónea a todas luces de que, si se les ocurría decir la verdad ¡las iban a tratar de manera diferente y no iban a querer relacionarse con ellos! ¡Qué mal pensados! En una sociedad tan generosa y poco clasista como la nuestra. Es más, la madre, aunque el núcleo familiar no contaba con excesivos recursos económicos, a fin de que su hijo tuviera apoyo social y pudiera formar un grupo de iguales, iba a tooooooodos los cumpleaños de los compañeros de clase con un regalo para la ocasión. ¡Y no decía nada del esfuerzo que le estaba costando todo aquello! Si será falsa. Sigue leyendo