Mal que me pese y para mi vergüenza personal me veo en la obligación de compartir una experiencia que me ha hecho reflexionar un poco más -de ser ello posible- sobre los efectos del lenguaje en la perpetuación de estructuras mentales y culturales de rancio abolengo.
Se llama Manuela la pobre mujer, gitana, de esas que no sabes la edad, pero que confirma su vida -más que lo arrugada que se muestre su cara- que han sido muchos sus años de historia. Se pasó por la oficina de Cáritas con su nuera. Una chica más delgada que gorda, con gafitas sin montura que le conferían un aire intelectual pocas veces visto entre aquellas cuatro paredes medio desconchadas.
– Pa’ cuando la tarjeta der economato, que llevo esperando ya tres o cuatro años.
No hice demasiado caso a la hipérbole, común en la necesidad, y luego le tocó el turno de palabra a la nuera, de cuyo nombre no logro acordarme.
– Vivimos en un local. La luz y el agua la tenemos enganchá, pero pa’ comida vamos regular, que no tenemos ná. Nos ayuda ella como puede -señaló a la suegra-, pero fatal fatal.
Les expliqué un poco la situación, aquello obligado de ir a las asistentas -para que me entiendan-, que nos pasaríamos por su casa en breve y que se le requeriría documentación.
Entre medio, Manuela no dejaba de intervenir, como buena madre, además calé, preocupada sin extremos por el bienestar de su familia. Usaré como atenuante a mi necedad que llegó un punto en que ya no sabía ni de quién me estaba hablando.
– Y a ve si podéis conseguí arguna silla pa’ mi hijo.
Fue contundente mi respuesta de trabajador social acostumbrado a la relación de ayuda, y basada en una frase hecha:
– Tu hijo que venga él a la oficina, que tiene piernas.
– Nooo, pero si es paralítico, pa’ eso es la silla, que la suya la tiene destrozá.
Ni pizca de maldad ni incomprensión en la mirada de ambas. Diría que mi estulticia pasó desapercibida para todo el mundo excepto para mí.
No se me ocurrió compartir que, aunque estuviera en una silla de ruedas, podía venir también a la oficina en lugar de ‘mandar’ a las dos mujeres de la casa. En vez de eso traté de salir airoso del envite aunque un par de cornadas ya me había llevado. Sigue leyendo