«Meridiano de sangre» (1985)

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Cormac McCarthy

    Juro solemnemente sobre la biblia que acompaña -junto a su cuaderno del bien y del mal- el mezquino caminar del juez Holden que, tan siquiera a punta de pistola, recomendaré este libro de una precisión quirúrgica exquisita ni al mismo Satán que se presente, aunque con toda probabilidad compartiera ganas y deshonras Mefistófeles con semejante individuo de medida maldad.

    McCarthy no se guarda un as en la manga y ya lo avisa desde el título, de forma mucho más precisa en lo que contacta con el sentido profundo y demencial de la obra en el original inglés: the Evening Redness in the West (Atardecer enrojecido en el Oeste). Porque de eso trata en última instancia esta novela de ingrata digestión y por momentos espesa lectura, de la hermosura infinita que rodea al ser humano en su deambular por el mundo y como la irrupción en dichos parajes del ser supuestamente más inteligente sobre la tierra bestializa y desangra todo lo que toca a imagen del caballo de Atila. Y lo hace por mero placer, por inconsciencia, por antropocentrismo, pues ni en un sólo párrafo o frasecita minúscula de “Meridiano de sangre” se hace la más mínima mención a la venganza, a la necesidad, a la supervivencia… No hay excusas para la brutalidad y no hay motivos para buscar una. Lo explica con pasmosa indiferencia el endiosado/endemoniado juez protagonista: “La ley moral es un invento del género humano para privar de sus derechos al poderoso en favor del débil”. Profética visión de una sociedad enferma que, en sentido inverso a lo que hicieran Thoreau, Tolstoi o Gandhi, recurre a la usurpación de todo y a la denostación de la alteridad.

    Alguna importancia habría que concederle al hecho de que la novela parta de un suceso histórico: la contratación de un grupo de asesinos a sueldo, la banda de Glanton, por parte del gobernador de Chihuahua a mediados del siglo XIX con el único fin de masacrar a los indios, pues supone sin duda conceder más ingrata credibilidad al asunto ignominioso de la justificación de la violencia gratuita, pero un asunto curioso y en absoluto banal es que el alterego del juez y personaje del que parte la obra jamás es nombrado en sus más de 300 páginas. Es “el chaval”, un chico, un muchacho, en un viaje iniciático y que, oportunamente invitado en medio del caos, se adapta a lo que le rodea como un parásito con tal de sobrevivir, de igual modo que estamos invitados a hacerlo cada uno de nosotros, poniendo con inasumida complicidad sobre cada línea nuestro nombre de pila. Todo, con la abstrusa opinión de que fuera posible sobrevivir a la maldad sin alejarse de ella.
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«La sal de la tierra» (2014)

Los dos Salgado, Juliano y Sebastião,
junto al director Wim Wenders

“¿Cuántas veces he tirado la cámara al suelo para llorar por lo que estaba viendo?”. Lo suelta Sebastião Salgado, después de algo así como hora y media de documental en la que pueden contemplarse a manos llenas terribles postales de una belleza inconmensurable donde se reflejan los niveles de estulticia y falta de decencia que ha llegado a alcanzar el ser humano a lo largo y ancho del último tercio del siglo XX y principios del presente: Ruanda, Malí, Bosnia, Brasil…

Esta declaración contrasta poderosamente con la opinión crítica acerca de la obra del fotógrafo brasileño vertida por determinados sectores y que bien podría resumirse en las palabras de la ensayista Susan Sontag: “una foto puede ser terrible y bella. Otra cuestión: si puede ser verdadera y bella. Este es el principal reproche a las fotografías de Sebastião Salgado. Porque la gente, cuando ve una de esas fotos, tan sumamente bellas, sospecha. Con Salgado hay otro tipo de problemas. Él nunca da nombres. La ausencia de nombres limita la veracidad de su trabajo. Ahora bien: con independencia de Salgado y sus métodos, no creo yo que la belleza y la veracidad sean incompatibles. Pero es verdad que la gente identifica la belleza con el fotograma y el fotograma, inevitablemente, con la ficción”. En su libro Sobre la fotografía llegó a decir -aunque posteriormente matizara las palabras como puede apreciarse en el párrafo anterior- que «la exhibición repetida del dolor anestesia la percepción».

Cartel español de la película

Conocí la obra de Salgado hace casi 25 años, a través de la exposición“Terra”, en la que con más de cuarenta imágenes mostraba la experiencia del Movimiento de los Trabajadores Sin Tierra de Brasil (MST), y que aún sigue trotando por diferentes ayuntamientos e instituciones. Salgado se tiró algo así como 15 años para montar la exposición y cedió todos los derechos al MST que es quien la gestiona y administra. Aparte de que este gesto es un buen signo de la actitud ante la vida de este tipo entrado en años, lo que tengo claro es que, tanto en aquel momento primigenio delante de fotos de campesinos como en la actualidad en ni un sólo segundo se me pasó por la cabeza que lo que estuviera viendo era ficción o que le faltaba enjundia por el hecho de que las imágenes fueran una maravilla. Se me puso entonces la carne de gallina y ahora, en muchos instantes de la metódica película “La sal de la tierra”, por más que conozca uno determinados detalles cáusticos, me siguieron entrando unos insoslayables deseos de ponerme a llorar. No siento aquella acusadora anestesia por ningún lado. A Salgado, como dice Wenders en el filme, es evidente que le importan las personas, esa sal de la tierra.

Y bueno, sí, ya era hora tal vez de nombrar al director alemán del documental -especialista en estos lares y que ya nos había regalado constantes preciosidades en este género imposibles de explicar con palabras, como su anterior “Pina” (2011)-, quien comenzó a formar parte casi por mera casualidad de un proyecto que, en un principio partió del hijo de Salgado, Juliano Ribeiro, pues, desde joven, según él mismo comenta en la cinta, deseaba conocer al fotógrafo, al aventurero, que se escondía detrás del padre. Wenders, ferviente admirador de la obra de Salgado se ofreció, con un interés sobrado, y crearon entre ambos (o mejor entre los tres sin obviar la necesaria presencia de Salgado padre) el colosal monumento a la vida que es “La sal de la tierra”.

En una entrevista a Salgado el reportero le interroga acerca de si nunca piensa en las críticas a su trabajo, y la respuesta del brasileño, que comparte el que suscribe, puede resultar de lo más clarificadora para entender el sentido de su obra: “los que me critican nunca han estado donde yo estuve, nunca han visto lo que yo he visto, nunca estuvieron frente a situaciones como las que yo enfrenté. Son gente que está ahí, con el culo en la silla de un periódico; les pagan para hacer críticas y las hacen. Al principio es difícil de aceptar, después me di cuenta de que entra en la lógica de las cosas. Otra lucha eterna. El que hace y el que piensa en lo que otros hacen. ¿Le pasará a los críticos lo que al ojo izquierdo de Salgado, la costumbre de no ir, de no marchar, de quedarse, de aflojar? ¿De quedarse cerrado, en definitiva? Vayamos por el absurdo, ahora. Si la belleza es lo que molesta, es que las preferirían feas. Ahora por lo racional. Si lo que abruma es la presencia de la miseria, del dolor, de la muerte, ¿no es acaso que a la brutalidad (aunque bella en las fotos de Salgado, es cierto) de esas fotos la precedió una violencia que también se debe mostrar? Y si lo que molesta, finalmente, es que tanta belleza esconde la realidad, la desarticula, la hace objeto de consumo cultural, mirémoslas más de una vez, pero tal vez sabiendo que algunos por más que las miren diez, cien, mil veces, por más que vayan a esos infiernos, nunca verán las llamas de esa realidad lacerante. Simplemente porque no quieren verla. Para ellos no está, no existe. Dirán siempre: «Ay, me da asco la foto». Nunca dirán: «Me subleva lo que pasa para que esa foto pudiera ser hecha»”.

La sublevación de Salgado le condujo durante algunos años al abandono de la profesión, a no poder soportar más tanta desgracia, a casi renunciar a la esperanza. Pero dicen que detrás de un gran hombre hay una gran mujer y gracias al apoyo de Léila nació su último proyecto, «Genesis”, que también he tenido la suerte de ver, una declaración de amor a la naturaleza y a los lugares todavía intactos de la Tierra, desde la tribu de los Z’oe, hasta Papúa Nueva Guinea o el Círculo Polar Ártico. Pero no es creíble dar pábulo a la esperanza y a que todo el daño hecho no puede ya revertirse si no es uno el que lo hace carne, y durante los últimos diez años, con una paciencia infinita, tras regresar a su pueblo de origen, funda con su mujer el Instituto Terra y consigue repoblar a base de sembrar arbolitos la casi extinta selva atlántica.

“No estaba nada convencido del viaje, pero Sebastião insistió. En esa atmósfera increíble pudimos hablar de asuntos que nunca habíamos afrontado. Al volver a Francia monté el material y se lo mostré. Cuando vio cómo su hijo le miraba, empezó a llorar”, compartía Juliano en principio algo desanimado tras los primeros viajes con su padre. “Sebastião es un guerrero. No es un tipo dulce y abierto, sino un motor. Pero ese momento, sus lágrimas, me dieron la confianza de que podía filmarle”, concluye.

Fueron una suerte sus lágrimas. Se aliaron un trío de fuerzas de la naturaleza, y queda “La sal de la tierra”, para la posteridad.

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Puedes descargarte el documental en VOSE pinchando aquí.

Coto privado

Las vacaciones, aparte de gozar con el inabarcable privilegio de servir como descanso del guerrero y reponer fuerzas para el fresco combate de un nuevo curso, nos enseñan algunos detalles a tener en cuenta para que esa lucha, generalmente desigual, entre el ser humano y el mundo sea algo más equilibrada o, al menos, se reduzcan los daños.

Cuatro días en el Parque Nacional de Cazorla, Segura y Las Villas, declarado en un principio Coto Privado de Caza en los años 50 por cuenta del Generalísimo -aspecto que da pábulo a alguna que otra reflexión actual- no a fin de proteger las especies animales sino para poder endosarle tiros a ciervos, jabalíes, gamos y demás bestias (mal término referiéndonos a estos últimos) a mansalva; comentaba pues que, cuatro días allí, dan para mucho.

Nacimiento del Guadalquivir

La naturaleza es sabia por naturaleza, valga la redundancia, y el primer golpe de efecto te lo planta en la cara el nacimiento del río Guadalquivir, ya que, tras unos catorce kilómetros por la ruta medianamente ascendente que conduce desde el Puente de las Herrerías hasta dicho origen, a uno le cuesta hallar de dónde leches mana el río de marras, aun estando dispuesto para tal fin un cartelito la mar de resultón. Y es que, bajo una piedra, sin llegar siquiera a borbotón, surge un minúsculo hilo de agua de patético cauce que, por obra y gracia de una extraña voluntad, a su paso por Sevilla llega a ser navegable. Por algo lo llamaron los árabes al-wādi al-kabīr, el río grande.
Primera lección: un titubeante comienzo no conlleva necesariamente un final desastroso ni mucho menos ignoto.

Luego llegó el paisaje escalofriante de la ruta que conduce al nacimiento del Borosa y que, en época de lluvias debe de ser para sufrir el síndrome de Stendhal con tanta hermosura. A unos tres kilómetros y medio da comienzo la Cerrada de Elías, un exquisito cañón natural formado por la erosión de las montañas que, a lo largo de millones de años, ha ocasionado el curso del río en las paredes rocosas.
Segunda lección: hay que ser pacientes como el agua, e igual de firmes.

Cascada del Río Borosa

El último aprendizaje concedido de manera gratuita por la biodiversidad se aprecia sin demasiado esfuerzo contemplando la fauna, y puede ser objeto de un doble rasero. La absoluta seguridad que muestran los animales respecto a que no van a sufrir ningún daño por parte de la raza humana es tan hermosa como preocupante. Al lado de la carretera, manducando restos de las sobras de alimentos de un bar que seguramente lo hace con genuina cotidianidad, pueden verse ciervos y jabalíes; zorros te siguen impávidos por los senderos, con cara triste, a la espera de algún presente… ¿Son estas especies realmente silvestres o están tan acomodadas al género humano que muchas de ellas no podrían sobrevivir fuera del parque nacional? Durante la visita en un trenecito por el Parque Cinegético “Collado del Almendral” un ciervo nacido en cautividad siguió al vehículo a lo largo de todo el trayecto; al alcanzar el sector de los cérvidos se sentía incapaz de relacionarse con los miembros de su especie, e incluso los machos lo expulsaban de la zona de los abrevaderos sin la más mínima defensa del ultrajado.
Tercera lección: no dejarse amaestrar so pena de perder la libertad y la independencia y empezar a comer sólo de la mano del amo.

También dio tiempo de sacar tajada de los seres humanos. Tan importantes o más que la extraída de nuestros hermanos no racionales, si bien en ocasiones pueden parecerlo más.
De las más concluyentes sin duda fue que si alguien -o un grupo humano- está convencido plenamente de la importancia de saltarse una norma, lo mismo da que un letrero de dos metros cuadrados le diga que está prohibido bañarse en todo el cauce del Borosa con el fin de proteger la fauna y las especies de la zona. A punto estuve incluso de poner una denuncia ante los agentes forestales, hasta que vi a mi regreso a uno de ellos en el inicio de la ruta, a las seis y pico de la tarde, con su furgonetilla de la Junta, cruzado de brazos sonriente mientras decenas de bañistas sacaban sus fiambreras, toallas y demás parafernalia de los vehículos y tomaban rumbo a las aguas límpidas del río. Por un momento pensé que si toda esa peña insumisa hiciera lo mismo con aquellas leyes que iban en contra de sus intereses (trabajo precario, reducción de prestaciones por desempleo, co-pago sanitario, retirada de becas…) el país sería otro distinto. Claro, que lo mismo si uno se salta esas normas el agente de turno no te ríe la gracia.
Primera lección: sáltate las normas sólo si son una memez y no vas a tener consecuencias; lo que opinaba Emerson, que “las coherencias tontas son la obsesión de las mentes ruines”.

En segundo lugar, no por ello menos importante, que el agua embotellada de Lanjarón pertenece a Danone y que, por algo será que la empresa en cuestión esconde el logo en el interior de la etiqueta en sus envases de cristal y no lo coloca por fuera; o que la tan natural y sencilla de Sierra de Cazorla depende de Explotaciones Internacionales Acuíferas S.A., con un capital social de cerca de 5.500.000 euros, con sede en Móstoles y que es patrocinadora de la RFEC y cuenta con otro tipo de bebidas, incluso isotónicas fabricadas con el agua del manantial. Serán esas vainas de la privatización del agua.
Y ya de paso, que el ayuntamiento de Hornos de Segura, en un año sin sequía, ha dejado sin agua de riego a media población que se dedica a la agricultura, por un acuerdo económico con la Diputación de Jaén.
Segunda lección: es casi mejor beber Coca-cola que agua embotellada.

     No quisiera terminar sin la tercera lección, que vendría a retomar aquella idea primera del Coto Privado de Don Francisco Franco Bahamondes. En el recorrido de un sendero poco transitado, una cierva y dos venados de menor tamaño -uno de ellos probablemente la cría-, se asustan y, aunque trato de ocultarme, el miembro adulto salta una enorme valla de alambre que separa fincas; el de tamaño medio apenas tarda un minuto en hallar un lugar idóneo, algo más menudo para hacer lo propio, pero el pequeño, mientras la cierva lo observa pegada al otro lado de la barrera nada natural, se pone nervioso al comprobar que no tiene suficiente fuerza para saltar y como un poseso comienza a lanzarse contra el cercado una y otra vez enganchándose en varias ocasiones una de las patas delanteras hasta que está a punto de rompérselas. Finalmente huye en otra dirección.
Esta concluyente lección es de lo más seria: los cérvidos buscaban salvación, sin otra impostada motivación que provenga de intereses foráneos. La casta Europa valla el continente, como si la tierra fuera suya igual que ese Coto Privado del Generalísimo y en virtud de decenas de intereses que nunca asumo ni asumiré, porque en tanto, hay miles de seres humanos que no cejan de golpearse contra la puta valla en busca de una salvación que también se les niega.

Buen curso. Y a ser pacientes como el agua, que el principio está siendo tan desalentador como el nacimiento del Río Grande.