Las huellas de los gansos

Egyptian Goose Goslings by PaulaDarwinkel

Alegremente dispersas y en antojada aleatoriedad cuelgan las fotos -convenientemente plastificadas- de los muros grises de la clase. Las instantáneas muestran niños durmiendo en la calle ateridos de frío, algún plano aéreo de centros de internamiento para inmigrantes, complejos residenciales de lujo, poblados chabolistas, aulas casi vacías o repletas en virtud de la zona geográfica del globo, alambradas fronterizas en Ceuta… Trazo una línea vertical en mitad de la pizarra y escribo la palabra INCLUSIÓN en la parte de la izquierda y EXCLUSIÓN en la de la derecha. Me giro y tras arduos esfuerzos para retomar el silencio comunico la consigna necesaria para realizar de manera correcta la dinámica. Los alumnos se levantan con perentoria agilidad de sus pupitres y comienzan a deambular por la sala, entre risas y empujones, observando las imágenes para escoger aquella que les llame más la atención y pegarla después en la parte de la pizarra que consideren adecuada según represente una situación en la que se dé o no un incumplimiento de los derechos humanos.

El curso es un primero de PCPI, esos planes especiales que presuponen una ayuda consistente para aquellos chavales que no han logrado terminar secundaria por motivos poco halagüeños, pero que en buena parte de los casos acaban provocando aquellas mismas situaciones de exclusión que pretenden evitar: guetos educativos para pobres o infames sin posibilidad de mejora. Lo peor es que los propios alumnos se colgaron a sí mismos el sanbenito.

Paseo por la clase con ellos, comentamos, preguntan, se interrogan, intercambiamos leves impresiones. Con curiosa delicadeza y expresiones algo difusas van despegando las fotos del muro y colocándolas desordenadamente sobre el encerado. Adrián, un chico rumano de dieciséis años, pone una atención desmesurada al contemplar las imágenes y transforma rabicundo el gesto como sin descubrir muy bien en qué zona de la pizarra debería estar situada aquella realidad que observa. Finalmente parece decidirse y descuelga una de las fotos dispuestas en la pared del fondo del aula. Se acerca con una sonrisa radical en los labios, de haber superado cualquier disyuntiva, y me muestra orgulloso la instantánea.
     – Esto es respeto de derechos humanos, ¿verdad? -pregunta como golpeando las sílabas, con un acento marcado y suave a ritmo de corcheas.
La fotografía que me pone delante de los ojos es la imagen de unas casitas portátiles, odiosamente construidas. Interpreto que son favelas, tal vez Río de Janeiro. Sus colores ocres y azulones parecen querer revertir en absurda dicha la pobreza que los rodea por los cuatro márgenes.
Observo el gesto reposado e incluso tierno de Adrián. Está tan convencido de su verdad como yo de que su explicación va a desnudar mi intelecto de ideas preconcebidas.
– Piensas que aquí se cumplen los derechos humanos, ¿te importa explicarme por qué?
– Claro, esto es una casa para la gente que no tiene donde vivir. Un sitio donde estar con su familia.

A estas alturas huelga decir que Adrián emigró a España hace apenas un año con sus padres y hermanos. Varios meses de domicilio en la calle o en un descampado, con chapas de metal por techo y decenas de envases de tetrabrick apelmazados sobre paredes de ceniza, dan un sentido algo menos excelso sobre la realidad. Ahora arrastran sus huesos en uno de tantos asentamientos de las afueras, sin agua, electricidad ni perro que les ladre, y ya puedo yo venderle flautas divagando sobre lo que es una vivienda digna y demás sermones que exportamos los que estamos convencidos de cosas que sólo hemos experimentado en la vida de otros, que no me las va a comprar. Le doy una palmada en la espalda al chaval, tras las susodichas digresiones solidarias y estúpidamente disruptivas, y opto por meterme la lengua entre los dos cachetes de forma más que definitiva.
– Anda, ponla en la pizarra -le suelto vencido de análisis.
Se atreve entonces a preguntarme -como si yo fuera Dios o algún ser que se cree infalible tipo el Santo Padre de Roma- “pero, ¿dónde?”. “Coño, dónde, me dice”, pienso yo sin hacer saltar la liebre.
– Pues en inclusión, dónde va a ser si no, y ya lo explicas.
Adrián sin ese mínimo reparo típico en seres maduros e insignificantes coloca su fotito en el pizarra.  La observa calmado, con infantil curiosidad al lado de esa otra con espigados apartamentos chic como pensando que el que ha tenido la feliz ocurrencia de plantarlos en el lado izquierdo sí que la ha cagado de gordo.
Tras ver la imagen reposar indiscreta en la pizarra los compañeros del chico rumano comienzan a reírse con la indecencia inconsciente que otorga la espontaneidad. “Maehtro, s’ha equivocao”; “jajajajaja”. No me urge rebatir ni airear ninguna defensa; Adrián se explica y parece comprender la inconsistente torpeza del resto de alumnos. Por mi parte redescubro que la realidad es una mentira infinita y repleta de argucias, que la verdad no existe más allá de la percepción de los ojos de quien mira y que en base a dolorosos criterios en muchas ocasiones “los hombres confunden las huellas estrelladas que dejan en el cieno blanco las patas de los gansos con las constelaciones del firmamento.*”

*Victor Hugo, “Los miserables”.

María y mis lágrimas

Las arrugas de la vida, by Víctor Nuño

Sus ojos reflejan el tono gris verdoso del cielo otoñal reposando en un estanque. Cuando sonríe se tornan tan vivaces que en medio del agua transparente asoma el sol, como a escondidas, y sus dientes blancos regalan una esperanza sin tumultos. Llega con su larga cabellera oscura recogida en un moño, con su cuerpo torneado, tan pizpireta en su contoneo y en su esbeltez que pareciera que el mundo es ridículamente pequeño para sus pies. Pudiera decirse que, en su majestuosa dignidad, nunca pide, tan sólo relata hechos que sabe que le otorgarán dones.

Su dicha podría aparentar inconsciencia, como esa risa ilógica que relega el dolor de la propia historia, aunque pudiera ser que tal vez calladamente se niegue, auspiciadora del futuro, a acogerse a destiempo al desastre: “he sufrido muchas desgracias que nunca llegaron a ocurrir”, que soltó Mark Twain. Días vendrán.

Porque mucho rito gitano y mucho pañuelito, pero María no llega a los treinta y su hijo mayor ya tiene dieciséis añazos. Viva la vida. Le siguen detrás otros tres, casi de corrido, fabricados en serie antes de que al esposo le diera por engancharse a todo lo que le venía a mano y terminara con esquizofrenia irreparable y con una paga no contributiva de algo menos de 400 euros que emplea metódicamente en comprar sustancias que le ayuden a olvidar, incluso sus responsabilidades. Son los únicos ingresos estables, por decir algo, de la unidad familiar.

Dentro de un espectro incomprensible para mi acomodado raciocinio María parece feliz -no dichosa, que no es lo mismo- y aún logra dormir cada noche, tal vez por eso perviven sus sueños.

En la actualidad. Enero de 2013.

Catorce años murieron, no de golpe sino segundo a segundo, como más duelen, y con ellos se enterraron también la sonrisa espontánea de María y el sol audaz de sus ojos gris verdoso. No queda brillo ni cielo otoñal tornasolados en sus aguas; sólo fango. Se despertó hace tiempo, con el rostro más arrugado y sin atisbo de esbeltez, por una de tantas bofetadas que no logró esquivar y ahora, a pesar de que el debido cansancio le venza los ojos, se resiste a dormir pues teme retomar sueños que nunca van a cumplirse entre los pobres. Incluso el simple oficio de recogerse el pelo es ya una entelequia; la quimioterapia abrasiva por cáncer de mama ha ido poblando su cabeza de mechones cortos y titubeantes. En un ataque mezquino de sarcasmo se me ocurre pensar que al menos es de agradecer que tanto la medicación como el tratamiento hayan tenido efecto a lo largo del 2012, si llega a tardar un pelín más encima de cornudo, apaleado: hubiera tenido que pagar por las recetas y por el traslado al hospital para que le endosen la quimio*.

Pero si el paso del tiempo arrasó como Othar el carácter jovial de María, las pulgas de la desgracia y de los abruptos cambios sociales se instalaron en su vida de perro flaco. La delicada situación económica que atraviesan muchas familias de clase media, cogida del brazo de la solidaria Ley de Regularización del Servicio Doméstico largaron a María de aquellos domicilios en los que “echaba unas horillas” y como las ayudas sociales siguen en orden descendente de prioridad mientras los ricos no estén en la cola del paro o vivamos bajo el azote permanente de la falta de fondos públicos, con aquellos 400 euros mal contados va que se las pela sin derecho a ninguna otra prestación. Lo de menos es ya si el afanado esposo se ha reintegrado realmente, como afirma desde su inusual tristeza de ojos grises, o si sigue dilapidando la fortuna en caballo o farlopa; igual da cuando lo que se hace patente es el argumento despiadado de Galeano: “la justicia es como las serpientes, sólo muerde a los descalzos”. Conducción temeraria bajo los efectos del alcohol ponía en la denuncia que motivó la detención de José. Y como esto de los juicios rápidos es la caña pues a elegir entre lo que no quieres y lo inviable: pena de prisión de cuatro meses o pago de una multa que no llega ni a los 1.200 euros. Muchas opciones no hay, y con antecedentes, al chabolo de cabeza**.

Cuando me despido de María me asaltan unas ganas enfermizas de quedarme sin lágrimas. No sé si predomina en mí el sentimiento de angustia, de impotencia o de mala leche; tal vez una mezcolanza agria de los tres. Mientras la observo marcharse tan vencida no aguanto. Un país donde se necesita dinero para poder ser un ciudadano libre, en cualquiera de las concepciones o sentidos que se le quiera otorgar a la manida palabreja, no merece existir.

* La Asociación Española Contra el Cáncer insta al Ministerio que el copago del
transporte no urgente no se aplique a las personas con cáncer en tratamiento.
https://www.aecc.es/Comunicacion/Noticias/Paginas/Copagodeltransportesanitario.aspx
** Miguel Ángel Flores, organizador de la fiesta del Madrid Arena y acusado de cinco homicidios imprudentes quedó en libertad tras reunir en hora y media la fianza de 200.000 euros. http://www.20minutos.es/noticia/1688489/0/flores/madrid-arena/prision-fianza/

«Crónicas marcianas» (1950)

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Ray Bradbury

Si fuéramos respetuosos con la propia concepción de Bradbury, quien nunca se sintió capaz de denominarse a sí mismo como autor de ciencia-ficción, “Crónicas marcianas” debería figurar con total lógica y derecho dentro de la literatura fantástica. La lógica y el derecho surgen a raudales nada más terminada la obra, cuando de lo primero que viene a la mente es la famosa frase atribuida a Groucho Marx: «surgiendo de la nada hemos alcanzado las más altas cimas de la miseria», y no cabe otra opción más que alabar cual acto de fe aquella autodefinición del escritor y confirmar que lo único que le preocupa a Bradbury acerca del lugar en el que se desarrollara la acción de estos relatos era que fuera en el quinto pino, en el planeta más remoto posible… En una novela que podría considerarse mucho más cercana a la distopía que desarrollara varios años después a través de “Fahrenheit 451”, el sentido profundo se nos presenta mucho más metafísico que astronómico: ya puede el ser humano estar en su casa, en el pueblo de al lado, en China o en Marte, que su ‘poder’ de autodestrucción no tiene límites.

A finales de la década de los 40 y más aún en los años 50 casi a nadie se le ocurría pensar que hubiera vida en Marte y era ya de sobra conocido su sobrenombre de el Planeta Rojo. Tan poco le importa a Bradbury el tema científico y técnico (absoluto antagonista de Asimov tanto en este aspecto como en su escritura) que de repente Marte es azul y tan similar a la Tierra que a las claras queda reflejada la finalidad despiadada y cuasi terapéutica del escritor. A través de una prosa que renuncia a todo lo superfluo, pero de una belleza y un estilo precisos, y con una excelente cadencia narrativa que crea una composición prácticamente redonda en su finalización, Bradbury va desengranando todos los miedos, traumas y debilidades de ese ser vivo que a cotas más absurdas y críticas ha sido capaz de llegar con exiguo esfuerzo: el racismo (tanto a lo desconocido: Fuera de temporada, como a las propias etnias terrícolas: Un camino a través del aire), el desastre de la guerra (Los músicos), la soledad (la “divertida” Los pueblos silenciosos, la pasmosa El marciano o la terrible Los largos años), el sinsentido de la robótica y el progreso cuando ya no hay vida por encima de ellos (Vendrán lluvias suaves)… ¡Tantos en tan poco!

Lo peor de ‘Crónicas marcianas’ es que se desarrolla entre 1999 y 2026, y que por ahora todo (excepto lo más superfluo de la novela: el motivo y el lugar), todo, todito, se está cumpliendo de pé a pá.

Y por supuesto algunos fragmentos:

«Los marcianos descubrieron el secreto de la vida entre los animales. El animal no discute su vida, vive. No tiene otra razón de Vivir que la vida. Ama la vida y disfruta de la vida.»

«Siempre había una minoría que tenía miedo de algo, y una gran mayoría que tenía miedo de la oscuridad, miedo del futuro, miedo del presente, miedo de ellos mismo y de las sombras de ellos mismos.»

Nosotros, los habitantes de la Tierra, tenemos un talento especial para arruinar las cosas grandes y hermosas.” 

«He encontrado un motivo para luchar y vivir. Eso me hace más peligroso. He encontrado algo que es para mí como una religión. Como aprender a respirar otra vez. Sentir en la piel la caricia del sol, dejar que el sol trabaje en uno, escuchar música, leer un libro. ¿Qué me ofrece en cambio la civilización de usted?.»