León Felipe, por angeloide |
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La tragedia global
Atentado de ISIS en Beirut el pasado 12 de noviembre. 41 muertos y más de 200 heridos |
Viene al caso -pido al respetable algo de paciencia que quizá no vaya a ser tanta- un examen acerca de los procesos mentales y de las estructuras de pensamiento a raíz de la tragedia ocurrida en París el pasado fin de semana, e invito de igual guisa a quien se precie a no saltarse a la torera la opción, empleada con interés por algunas empresas en su selección de personal, y a realizar el ejercicio que sigue de La mujer y el puente, pues malo tampoco va a ser, como lo de la paciencia, y lo mismo ilumina un algo la oscuridad que, por norma general, decidimos instaurar al hablar de yihadismo o ISIS. Eso sí, quien lo prefiera, a consta de perder algún que otro punto de reflexión, puede saltarse el paréntesis e ir a las conclusiones.
(Una mujer, cansada y sintiéndose desatendida por la cantidad de horas que trabaja su marido-el cuál estaría varios días fuera en un viaje de negocios- se deja seducir en la casa de otro hombre, al otro lado del río del pequeño pueblo donde vive.
Durante la noche, el marido llama a la mujer al móvil para avisar de que se suspendió el trabajo y está volviendo a casa, por lo que la mujer decide irse de la casa de su amante para volver a tiempo a su hogar sin que el marido le descubra.
Sin embargo, al intentar cruzar por el puente, se encuentra con un loco con un cuchillo que amenaza con matarla si intenta cruzar. La mujer asustada, retrocede, sabiendo que la única forma de llegar a su casa es cruzar ese río.
Un poco más abajo, en la orilla encuentra a un barquero, que le ofrece ayudarla a cruzar a la otra orilla si le paga cierta cantidad de dinero. La mujer acepta, pero en ese momento no lleva dinero encima, por lo que el barquero se niega a llevarla si no le paga antes de cruzar el río.
La mujer recuerda que cerca de allí vive un amigo suyo, al cuál no ve desde hace mucho tiempo. Su amigo le responde que desde siempre estuvo enamorado de ella y nunca le había hecho el menor caso hasta ahora. Muy afectado y decepcionado, se niega a darle el dinero.
La mujer vuelve entonces a casa de su amante para pedirle dinero para pagar al barquero, pero el amante no le abre la puerta, temiendo que su marido la haya descubierto.
La mujer, desesperada porque se le acababa el tiempo, decide cruzar el río por el puente, y el loco cumpliendo su advertencia, la mata. Sigue leyendo
Ley y justicia
Podría recurrir sensatamente a aquella norma atávica y común a toda cultura y ética -desde el Código de Manú hasta la Biblia-, la cual afirma sin remilgos que no debemos hacer a los demás aquello que no deseamos que nos hagan a nosotros mismos. Podría hacer mención incluso a que la vida es un derecho fundamental de todo individuo, de tal forma y manera que, cada estado ha de buscar subterfugios -y vaya si los encuentra- para poder dar muerte a un ser humano sin sentir por ello el vértigo de la conciencia. Podría decir…
Pero en realidad, voy a recordar uno de los primeros capítulos de la serie El príncipe de Bel Air; aquél en el que Will acudiera por primera vez al College con una corbata que le caía por encima de la cara perfectamente anudada alrededor de la frente. El profesor se le acerca, claro, al contemplarle de tal guisa sentado en su pupitre de clase, y le espeta algo así:
– Oiga, ¿qué hace con la corbata? ¿No ha leído el reglamento sobre el vestuario?
En esto, Will, con cara divertida, extrae del bolso una especie de manual que abre por una de las páginas iniciales y contesta con academicismo.
– ¿Se refiere a este artículo que explica que la corbata debe ir correctamente anudada, pero no dice dónde?
Tiene la ley tantos vacíos y huecos que atenerse a ella con la firmeza y la inflexión de una tabla de planchar sin hacer antes uso de la sesera supone un desatino mayor que lanzar dardos a un botón de chaleco con los ojos vendados. Como la justicia.
Y toda esta digresión viene a cuento tras el auto de la jueza María del Carmen Serván, quien instruía la causa de los 15 inmigrantes muertos en las costas del Tarajal, por el que, primero, archiva el caso liberando de toda responsabilidad a la Guardia Civil y, segundo, como, obviamente, la culpa siempre tiene que ser de alguien para que todo quede bien resuelto, el chivo expiatorio de turno -que suele hallarse en el miembro más débil- ha resultado ser el grupo de inmigrantes, por saltarse las reglas a fin de intentar vivir más dignamente. En palabras de la magistrada, notoriamente más objetivas que las mías aunque se me siguen abriendo con ellas las carnes: “los inmigrantes asumieron el riesgo de entrar ilegalmente en territorio español por el mar a nado, en avalancha y haciendo caso omiso a las actuaciones disuasorias tanto de las fuerzas marroquíes y de la Guardia Civil». Esto debe de significar entonces que si alguien realiza un acto ilegal -y no por ello ilícito, que esa es otra cuestión-, los cuerpos y fuerzas de ‘seguridad’ del estado están autorizados para usar todos los medios a su alcance para impedirlo, pues la culpa es de los otros, onde va a parar.
Pero el aspecto que me resulta desalentador hasta la bilis no es en sí la muerte, por terrible que sea, sino que existan excusas legales para tal atrocidad y se hable de ellas con la impunidad de un asesino a sueldo. ¿Hay alguna lógica que justifique la certeza de que 15 seres humanos hallan perdido la vida mientras un grupo de supuestos defensores de la ley les lanzaba pelotas de goma, bombas de humo y no les auxiliaba cuando los contemplaban perder sus salvavidas y hundirse en el agua? ¿En serio que la señora Serván cree que esto es lo normal en las fronteras de un país civilizado y que los ‘negros ilegales’ tienen menos derechos a que se les respete que, por ejemplo, una casta de políticos a los que no se les puede ni rodear el Congreso so pena de ir a prisión? Coño, ¿que tiene más delito un escrache que la muerte de 15 inocentes?
Esta es una forma de lo más digna de proteger la seguridad de la nación. Me imagino a un subsahariano viendo esta noticia en su país, y acojonado, seguro, negándose ya a venir, porque puede morir y quedar tal circunstancia impune. Como si los pobres africanos fueran subnormales y no supieran de antemano que el ahogamiento entra dentro de los planes, con una probabilidad muy elevada. Eso sí, al menos ya no sufrirán el bombardeo de pelotas de goma en mitad del mar, por mucho que no pasara nada al no estar prohibido legalmente por aquel entonces no demasiado lejano, pues a raíz de lo sucedido en el Tarajal ya no pueden usarse en el agua. Sólo podrán lanzárselas a la cara con sensibilidad inaudita si se les ocurre escalar las concertinas.
«La sal de la tierra» (2014)
Los dos Salgado, Juliano y Sebastião, junto al director Wim Wenders |
“¿Cuántas veces he tirado la cámara al suelo para llorar por lo que estaba viendo?”. Lo suelta Sebastião Salgado, después de algo así como hora y media de documental en la que pueden contemplarse a manos llenas terribles postales de una belleza inconmensurable donde se reflejan los niveles de estulticia y falta de decencia que ha llegado a alcanzar el ser humano a lo largo y ancho del último tercio del siglo XX y principios del presente: Ruanda, Malí, Bosnia, Brasil…
Esta declaración contrasta poderosamente con la opinión crítica acerca de la obra del fotógrafo brasileño vertida por determinados sectores y que bien podría resumirse en las palabras de la ensayista Susan Sontag: “una foto puede ser terrible y bella. Otra cuestión: si puede ser verdadera y bella. Este es el principal reproche a las fotografías de Sebastião Salgado. Porque la gente, cuando ve una de esas fotos, tan sumamente bellas, sospecha. Con Salgado hay otro tipo de problemas. Él nunca da nombres. La ausencia de nombres limita la veracidad de su trabajo. Ahora bien: con independencia de Salgado y sus métodos, no creo yo que la belleza y la veracidad sean incompatibles. Pero es verdad que la gente identifica la belleza con el fotograma y el fotograma, inevitablemente, con la ficción”. En su libro Sobre la fotografía llegó a decir -aunque posteriormente matizara las palabras como puede apreciarse en el párrafo anterior- que «la exhibición repetida del dolor anestesia la percepción».
Cartel español de la película |
Conocí la obra de Salgado hace casi 25 años, a través de la exposición“Terra”, en la que con más de cuarenta imágenes mostraba la experiencia del Movimiento de los Trabajadores Sin Tierra de Brasil (MST), y que aún sigue trotando por diferentes ayuntamientos e instituciones. Salgado se tiró algo así como 15 años para montar la exposición y cedió todos los derechos al MST que es quien la gestiona y administra. Aparte de que este gesto es un buen signo de la actitud ante la vida de este tipo entrado en años, lo que tengo claro es que, tanto en aquel momento primigenio delante de fotos de campesinos como en la actualidad en ni un sólo segundo se me pasó por la cabeza que lo que estuviera viendo era ficción o que le faltaba enjundia por el hecho de que las imágenes fueran una maravilla. Se me puso entonces la carne de gallina y ahora, en muchos instantes de la metódica película “La sal de la tierra”, por más que conozca uno determinados detalles cáusticos, me siguieron entrando unos insoslayables deseos de ponerme a llorar. No siento aquella acusadora anestesia por ningún lado. A Salgado, como dice Wenders en el filme, es evidente que le importan las personas, esa sal de la tierra.
Y bueno, sí, ya era hora tal vez de nombrar al director alemán del documental -especialista en estos lares y que ya nos había regalado constantes preciosidades en este género imposibles de explicar con palabras, como su anterior “Pina” (2011)-, quien comenzó a formar parte casi por mera casualidad de un proyecto que, en un principio partió del hijo de Salgado, Juliano Ribeiro, pues, desde joven, según él mismo comenta en la cinta, deseaba conocer al fotógrafo, al aventurero, que se escondía detrás del padre. Wenders, ferviente admirador de la obra de Salgado se ofreció, con un interés sobrado, y crearon entre ambos (o mejor entre los tres sin obviar la necesaria presencia de Salgado padre) el colosal monumento a la vida que es “La sal de la tierra”.
En una entrevista a Salgado el reportero le interroga acerca de si nunca piensa en las críticas a su trabajo, y la respuesta del brasileño, que comparte el que suscribe, puede resultar de lo más clarificadora para entender el sentido de su obra: “los que me critican nunca han estado donde yo estuve, nunca han visto lo que yo he visto, nunca estuvieron frente a situaciones como las que yo enfrenté. Son gente que está ahí, con el culo en la silla de un periódico; les pagan para hacer críticas y las hacen. Al principio es difícil de aceptar, después me di cuenta de que entra en la lógica de las cosas. Otra lucha eterna. El que hace y el que piensa en lo que otros hacen. ¿Le pasará a los críticos lo que al ojo izquierdo de Salgado, la costumbre de no ir, de no marchar, de quedarse, de aflojar? ¿De quedarse cerrado, en definitiva? Vayamos por el absurdo, ahora. Si la belleza es lo que molesta, es que las preferirían feas. Ahora por lo racional. Si lo que abruma es la presencia de la miseria, del dolor, de la muerte, ¿no es acaso que a la brutalidad (aunque bella en las fotos de Salgado, es cierto) de esas fotos la precedió una violencia que también se debe mostrar? Y si lo que molesta, finalmente, es que tanta belleza esconde la realidad, la desarticula, la hace objeto de consumo cultural, mirémoslas más de una vez, pero tal vez sabiendo que algunos por más que las miren diez, cien, mil veces, por más que vayan a esos infiernos, nunca verán las llamas de esa realidad lacerante. Simplemente porque no quieren verla. Para ellos no está, no existe. Dirán siempre: «Ay, me da asco la foto». Nunca dirán: «Me subleva lo que pasa para que esa foto pudiera ser hecha»”.
La sublevación de Salgado le condujo durante algunos años al abandono de la profesión, a no poder soportar más tanta desgracia, a casi renunciar a la esperanza. Pero dicen que detrás de un gran hombre hay una gran mujer y gracias al apoyo de Léila nació su último proyecto, «Genesis”, que también he tenido la suerte de ver, una declaración de amor a la naturaleza y a los lugares todavía intactos de la Tierra, desde la tribu de los Z’oe, hasta Papúa Nueva Guinea o el Círculo Polar Ártico. Pero no es creíble dar pábulo a la esperanza y a que todo el daño hecho no puede ya revertirse si no es uno el que lo hace carne, y durante los últimos diez años, con una paciencia infinita, tras regresar a su pueblo de origen, funda con su mujer el Instituto Terra y consigue repoblar a base de sembrar arbolitos la casi extinta selva atlántica.
“No estaba nada convencido del viaje, pero Sebastião insistió. En esa atmósfera increíble pudimos hablar de asuntos que nunca habíamos afrontado. Al volver a Francia monté el material y se lo mostré. Cuando vio cómo su hijo le miraba, empezó a llorar”, compartía Juliano en principio algo desanimado tras los primeros viajes con su padre. “Sebastião es un guerrero. No es un tipo dulce y abierto, sino un motor. Pero ese momento, sus lágrimas, me dieron la confianza de que podía filmarle”, concluye.
Fueron una suerte sus lágrimas. Se aliaron un trío de fuerzas de la naturaleza, y queda “La sal de la tierra”, para la posteridad.
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Puedes descargarte el documental en VOSE pinchando aquí.