Multa de 601 euros por difundir un vídeo de policías confiscando pescado a un vendedor de Cádiz
«Democracia: es una superstición muy difundida, un abuso de la estadística» (Jorge Luis Borges)
Multa de 601 euros por difundir un vídeo de policías confiscando pescado a un vendedor de Cádiz
«Democracia: es una superstición muy difundida, un abuso de la estadística» (Jorge Luis Borges)
El palabro en cuestión lo acuñó la martilleante voz de Nietszche en su ensayo «Genealogía de la moral«. Cuando lo leí me quedó tan cristalino como el surtidor de un manantial aún no expropiado por una multinacional: odio al gobierno, entendido éste como fuente de poder, y no hay por donde agarrar a la clase política, la casta que llaman algunos. Sólo he tenido un amigo íntimo que decidió meterse de lleno en política. Podría obviar la ideología, pero no sería justo. Entró como concejal por Izquierda Unida, una persona seria, responsable, veraz y tenaz, que a los dos años ya estaba hasta los huevos de la peña, de las concesiones a la galería y del partido.
Escuchar a alguien que tiene más oportunidad de cambiar las cosas y no lo hace justificarse en la entelequia me repugna. En su epístola «Carta al padre» le espetaba Kafka a su progenitor una frase realmente terrible que emplean con frecuencia los que ostentan la autoridad, que no el respeto: “la confianza que tenías en ti mismo era tan grande, que no necesitabas ser consecuente para seguir teniendo siempre la razón”. No tenéis razón, por más que una mentira se repita adecuadamente mil veces no se convierte en verdad.
El tema del enlace, que da título a la entrada, se grabó en un festival en Salamanca hace casi 25 años (¡qué lástima que la cosa haya cambiado tan poco).
MISARQUÍA
Son eunucos de la realidad, chusma que exige pero no es capaz
de dar respuestas a la sociedad; impotentes sin más.
Los malos de los films de Costa-Gavras, perros que nunca avisan, siempre atacan;
ascetas Nietzcheanos de la virtud, haciendo vudú.
Y es tan creíble así creer la Misarquía; vender mi alma a Goethe cada día,
igual que venden destrucción al mundo entero: “Mataos si yo consigo mi dinero”.
Antropofagia, antropofobia.
Escatólogos del más acá, que entre sus heces saben respirar;
fieles discípulos de Pinochet, autócratas per se.
Francotiradores de la verdad que apologizan a la sin piedad;
humanistas del último Reich: ¡Viva el Apertheid!
Levantan muros de Berlín en su eutopía y continúan con sus nuevas guerras frías:
sus largas noches de cristales rotos y burdas parafilias con su odio.
Antropofagia, antropofobia.
Son eunucos de la realidad y su nihilismo dogmatizarán;
seres clónicos creados por algún disfraz, algún condón.
Antropofagia, antropofobia, antropofagia.
No hay nada tan reconfortante para el común de los mortales como el hecho de que un colectivo, una sociedad, una nación cometa la más atroz de las tropelías. Lo de menos es que uno mismo forme parte del grupo en cuestión, pues la responsabilidad personal dentro de una decisión global se diluye igual que un azucarillo en una taza de café hirviendo.
La maldad de otros tiene un efecto impermeabilizante que ya quisiera para sí cualquier bota de montaña. Se encuentra uno tan ocupado protestando, lanzando sapos y culebras, indignándose con el comportamiento ajeno que no le queda tiempo para darle pábulo a la propia grosería y es sencillo pasar de puntillas sobre las tropelías e insolidaridades individuales. Pero el caso es que cada ser humano es injusto en la medida de sus posibilidades, y que la UE se haya comportado como la peor madrastra posible no justifica que en nuestra vida cotidiana, en nuestra historia personal no luchemos por el derecho de toda persona a buscar una vida mejor. Y no hablo sólo de los refugiados, ni de los países empobrecidos… sino de mi vecino del quinto, de los ciudadanos considerados de segunda y que malviven en barrios en situación de exclusión o a la vera del camino.
Cambiar la historia a beneficio de todos no depende de los poderosos; no son ellos precisamente quienes lo han intentado siquiera una vez. Lo han hecho personas que no pasaron de puntillas, que observaron los acontecimientos con rigor y a las que les importó más el futuro que el hecho de recoger frutos inmediatos.
Que nadie se atreva a vivir en paz mientras la paz sólo sea propiedad de unos pocos.
El vídeo de la canción corresponde al acto de presentación del libro “Con patente de corso” de mi amiga, la escritora Mercedes Gallego. Para escuchar el tema en estudio puedes pinchar aquí.
¿Quiere usted cortarse las venas? Lea a Mo Yan. Lo que puede parecer una afirmación gratuita, es probable que la compartan muchos de sus compatriotas.
Mi primer y único acercamiento sin saberlo a la obra del señor Mo fue hace casi 30 años, en una sala de cine contemplando la nada magnánima “Sorgo rojo” (1988), del director chino Zhang Yimou, y, aunque desde luego no tuvo nada que ver con lo literario sí que tiene el gusto de compartir con “Las baladas del ajo” ese mal rollo de componente autosuicida.
Dura como una piedra y desagradable como un puñado de estiércol que te metes en la boca. Así es la novela de Mo Yan, autor que disfruta del don -difícil de desdeñar- de aliar en una misma línea con una escritura pulcra y precisa la belleza de los paisajes de los campos de mijo, sorgo y ajo con la podredumbre de la maldad y de la desesperación, la inmundicia más abyecta que logra hacer tan tangibles en sus descripciones como las expresiones, figuras y rostros despreciables o despreciados que llenan cada página de la novela. Imposible se me hizo no recordar al Cormac McCarthy de “Meridiano de sangre”.
No se anda con chiquitas Mo Yan, que supera con creces cualquier experiencia desabrida en la pluma de Primo Levi (“Si esto es un hombre”), Dostoievski (“Memorias del subsuelo”), Vargas Llosa (“La casa verde”), Hamsun (“Hambre”), Coetzee (“Desgracia”)… Y en este punto, en este potente monumento al dolor y al caos surge la primera gran pregunta respecto a la personalidad y obra del escritor que nos ocupa.
Mo Yan pertenece al Partido Comunista y es vicepresidente de la Asociación de Escritores de China, cargo honorífico nombrado a dedo por Pekín, sólo una de sus novelas ha sido prohibida en su país, de manera harto curiosa “Grandes pechos, amplias caderas” posiblemente por razones más próximas al puritanismo que por su componente político, y la entrega del Nobel de Literatura en 2012 fue aplaudida sin paliativos por el Gobierno como ejemplo de independencia de la academia sueca mientras apenas dos años antes hizo oídos sordos y mostró su desprecio ante la concesión del de la Paz al activista chino Liu Xiaobo, condenado en 2009 a 11 años de prisión por incitar a la subversión contra el poder del Estado. Obviamente pues, Mo Yan no es una amenaza para el Estado. Sigue leyendo