«Transmetropolitan» (1997-2002)

Transmetropolitan, nº 8

     El escritor británico Warren Ellis puede presumir del gozar del alto honor (al menos así lo contempla quien escribe estas líneas) de contar en su haber con varias series regulares de cómics que han sido censuradas en Estados Unidos y que ninguno de los grandes estudios (léase Marvel o DC) osaron publicar bajo sus sellos principales, no fueran a revolucionarse sus afectados seguidores y seguidoras del lado más reaccionario, quienes en el mundo de los cómics estadounidenses son legión. «The Authority» o «Hellblazer» son dos ejemplos clásicos de lo que no se debe de hacer en el formato superheroico si tu intención es publicar abiertamente con Marvel o DC.

     El artista Darick Robertson puede presumir casi de lo mismo, con dos series «relegadas» a ser publicadas por los sellos de la DC menos reconocidos cuyos lectores ya saben a qué atenerse si deciden adentrarse en sus tiras. «The Boys», con los guiones del también enfant terrible Garth Ennis, puede ser en el caso de Robertson su particular paradigma.

     A estos dos chicos díscolos les dio por juntarse a finales de la década de los 90 y nació «Transmetropolitan», una enormidad cyberpunk que no es fácil de apreciar en toda su grandeza y esplendor, entre otras cosas porque es bastante sencillo que su personaje principal, el periodista medio pirado, medio anarquista, medio drogado, medio machista Spider Jerusalem te caiga durante buena parte de la serie como una patada en las partes nobles. Es lo que tienen las personas que se sienten libres para hacer lo que le sale del papo, sobre todo si hablamos de futuros cercanos distópicos, que del amor al odio solo hay un cuarto de paso. Como la trama era un tanto rara y peliaguda, los primeros dice números fueron publicados por DC a través de la recién creada Helix, que desapareció al poco tiempo, pasando posteriormente a Vértigo siendo la única serie que sobrevivió. Sigue leyendo

«Una cabrita sin cuernos» (2018)

Sebastián Dietsch solo ha dirigido un largometraje en su vida, y en conjunto con otro director absolutamente desconocido: «Mar del Plata» (2012). Ninguno de los dos va a pasar a la historia del cine en labores de dirección (Dietsch participó como cámara en «El silencio de otros», del mismo año), y tampoco va a hacerlo seguramente el cortometraje que nos ocupa, «Una cabrita sin cuernos», de apenas 15 minutos de duración, pero el enfoque  satírico y de comedia al que recurre el director para hablar del horror de las dictaduras y su control social, así como del miedo y el sentimiento de inseguridad que provocan en la población, hacen de este pequeño filme un excelente vehículo para trabajar nuestras propias debilidades e iniquidades, a nivel individual y colectiva.

«Vivarium» (2019)

     Hay ocasiones en las cuales, en virtud de la necesidad, tiene el ser humano la oportunidad inaudita de gozar de tanto tiempo para tocarse las pelotas que, si sabe aprovechar dicha ocasión, podría dedicarse incluso a pensar un poquito qué aspectos de su vida lo único que hacen es llenarla de vacío y de oquedad. La situación de confinamiento generada por el COVID-19 es, sin lugar a dudas, una de las más idóneas.

     «Vivarium», la película de ciencia ficción distópica (o no tanto) del director irlandés Lorcan Finnegan, es de las que puede ayudarnos a ver que nuestra rutina y nuestro modelo de sociedad son una completa tragedia casi consumada. Y hacerlo con una lucidez tan insultante como despiadada. No deja de sorprenderme que determinadas cintas pasen tan desapercibidas por nuestras pantallas.

     Difícilmente podría haber elegido Finnegan, que también es coautor de la historia en la que se basa el filme, un título más apropiado si nos atenemos a lo que nos quiere mostrar en la poco más de hora y media: el capitalismo controla cada faceta de nuestro ser y, encima, en el culmen de la eficacia, nos hace creer que la única forma de salir del modelo es a través de él. Quienes dominan nos introducen en un espacio cerrado y definitivo donde investigarnos y observarnos, hacernos crecer, multiplicarnos y dar fruto según sus expectativas para no romper el eterno ciclo del sistema que gracias a la activa participación de la ciudadanía se retroalimenta. Sigue leyendo

«Ea, pues ya no juego»

    Parece ser que sí, que el año nuevo me está haciendo algo de caso en referencia a la petición de la semana pasada y algunos adultos están superando la etapa de los dos a cinco años. Lo malo, de momento, es que han pasado a la de seis a nueve: la de las rabietas, aunque queda mejor decir autoafirmación.

    Como pedir es gratis, lo que se me olvidó hacer en año nuevo lo dejo para los Magos de Oriente: que no olvidemos el poema/homilía del pastor protestante Martin Niemöller:

    «Primero vinieron a buscar a los comunistas, y yo no hablé porque no era comunista. Después vinieron por los socialistas y los sindicalistas, y yo no hablé porque no era lo uno ni lo otro. Después vinieron por los judíos, y yo no hablé porque no era judío. Después vinieron por mí, y para ese momento ya no quedaba nadie que pudiera hablar por mí».

    Ya van por los socialistas. Y lo peor no son las burradas, como amenazar al futuro presidente del Gobierno con llevarlo a los tribunales en caso de no saltarse las normas constitucionales y dejar a los tribunales ejercer su función, sino la normalización social de estas conductas, no ya antidemocráticas sino claramente propias de una dictadura. Obviamente, lo que desenterraron del Valle de los Caídos hace poco más de dos meses fue un saco de huesos, porque las ideas siguen más vivas que el rabo cortado de una lagartija (que vuelve y vuelve a salirle, todo sea dicho).

    Consecuentemente, toda esta vaina me recuerda a cuando jugaba al parchís de nene con mi hermano y demás familia. Mi padre tenía un motivo cojonudo para hacer trampas, porque es daltónico, pero eso de que de repente cambiaran las normas y «esto también es barrera aunque no estén en seguro», o «aquí se cuentan doce en vez de siete»… Al final, dependiendo de si la partida se desarrollaba con amigos o en la casa propia, siempre quedaba el recurso abstruso de «ea, pues me llevo el Scattergories (aunque entonces era más bien el Monopoly)» o «ea, pues ya no juego». Y se quedaba uno con un palmo de narices, porque si algo daba por saco era empezar una puñetera partida de Monopoly, que era más larga que un día sin pan, y que cuando ya estaba la cosa más que encauzada alguien rompiera la baraja porque se estaba quedando sin casitas. Así se relaciona esta gente de la derecha más rancia y reaccionaria: solo se mueve bien si gana, porque en caso contrario se inventa sus reglas y su sistema de gobierno, que siempre empieza por dicta y acaba por dura.

   Pintan bastos, por mantener la metáfora de las cartas, pero habrá que continuar cantándole las cuarenta a quienes siguen a pies juntillas las amenazas del texto de Niemöller, no porque la izquierda vaya a hacerlo mejor, sino porque no se pueden consentir rabietas con argumentaciones del nivel de un niño de siete años. A cortar rabos, aunque crezcan.