Dios Estado

    El Estado para sí mismo es como Dios para quien cree: nunca se equivoca. Infalible y eternamente estable. Parafraseando una cita de Mark Twain en referencia a nuestros actos, «Dios, el chivo expiatorio más popular para nuestros pecados», podríamos decir de boca del Estado con escaso temor a la equivocación: «el pueblo, el chivo expiatorio más popular para nuestros pecados».

    Con el temita de marras de la pandemia, han quedado las cosas aun más cristalinas si es que a alguien le restaba todavía alguna duda sobre tan prístina cualidad en quienes dicen que nos gobiernan. Por nuestro bien. Cuando alrededor del 60% de los fallecimientos por COVID-19 en los primeros meses del brote se producían en residencias de mayores, la culpa era de la gestión de los propios centros; ahora, cuando más del 70% de los nuevos contagios se producen entre la población comprendida entre los 15 y los 29 años, la responsable es la juventud de este país, a la que hay que vigilar y poner en entredicho como si del demonio en persona se tratase.

     Antes, con las muertes en residencias no decían nada del modelo de gestión pública o de la falta de control a la iniciativa privada (lo de iniciativa es un eufemismo que te cagas para evitar hablar de privatizaciones de los servicios sociales y la atención socio-sanitaria). Ahora, con los rebrotes, muchos de ellos asociados al ocio nocturno, nadie se da siquiera un pequeño latigazo por haber permitido la apertura de discotecas, pubes y demás negocios similares bajo unas supuestas normas a las cuáles resultaba imposible hacerles seguimiento. Parecer ser que en el primer caso de las personas mayores había que incidir en la salud de la población vulnerable (no en el temido colapso del sistema sanitario), y en el segundo, en la reactivación de la economía, incluso abriendo fronteras a mansalva (minimizando la obvia posibilidad de nuevos brotes). Como si lo uno y lo otro fueran compartimentos estancos.

    Que no se te olvide, la culpa siempre será tuya, como con la normativa europea de los envases de plástico y el reciclaje. Las responsables no son las multinacionales como Coca-Cola o McDonald’s por más desperdicios que generen, ni los supermercados que siguen vendiendo productos envasados en plástico, el responsable eres tú, como consumidor, que no te llevas una puñetera bolsa de plástico cada vez que vas a comprar y nos obligas a cobrártela.

     Difícilmente una decisión será perfecta alguna vez, lo perfecto es reconocer al menos que somos seres imperfectos y que no hay ninguna ciencia tan exacta que libre del error. Solo ese repentino ataque de humildad conseguirá que no exista necesidad de buscar culpables ni chivos expiatorios y acabemos replicando lo que dijo una vez el profesor Jirafales en El chavo del 8: «yo solo me he equivocado una vez, cuando pensé que estaba equivocado».

Las personas curvas

    Cada vez me da más asquito leer lo maja que trata de ser la gente que quiere gobernar. Su insistencia en vender su santidad y rectitud, aunque sea a fuerza de decir una cosa hoy y otra mañana, sea sobre el Rey, sobre las mascarillas o sobre el sindicalismo.

    Y ¿qué decir de las ideas rectas, que no se salen ni un gramo por ningún lado? Firmes, aunque sean de lo más insensato, y tan capaces de esquivar la verdad o la decencia con tal de tener razón.

   Se hace menester, en estos tiempos rectos y falsarios, recordar el poema del pensador libertario Jesús Lizano, muerto no hace tanto y que nos dejó su amor a las cosas curvas, quizá porque son las únicas de verdad.

Sigue leyendo

«Esperando la carroza» (1985)

    Si siempre existen unos momentos mejores que otros para sacar a colación determinadas obras en virtud de la coyuntura histórica, política o social, no podemos encontrar oportunidad más idónea que la actual, cuando nos rasgamos vestiduras y nos cubrimos de sayal y ceniza por la terrible situación que han tenido que vivir las personas mayores (de manera especial en centros residenciales) con la alerta sanitaria provocada por el SARS-CoV-2, para hablar del clásico argentino «Esperando la carroza», considerada una obra de culto en su país y que suele aparecer todas las navidades en las pantallas como el clásico «¡Qué bello es vivir!».

     Es de rigor apuntar que tanto la cinta, dirigida por Alejandro Doria en 1985, como la obra de teatro homónima de Jacobo Langsner en la que se basa, estrenada en 1962, se convirtieron en unos rotundos y sonoros fracasos de taquilla y fueron vapuleadas por la crítica. Normal, habida cuenta de que, tal y como reconocía el propio dramaturgo que también firma el guion de la película: «el punto esencial de lo que escribo se apoya en la hipocresía de la clase media a la que pertenezco». Así, esta ácida crítica y puntillosa sátira de la sociedad sentó a las gentes de bien como una patada en las partes nobles, por más humor y costumbrismo que se le pusiera. Y lo mejor es que esta historia de una madre y abuela afectada de Alzheimer que nadie se quiere «quedar» sigue igual de hiriente a día de hoy, cuando buena parte de la población se ha manifestado por la sanidad pública, en contra del racismo y del machismo, pero a nadie se le ha ocurrido convocar ni una quedada para protestar por el edadismo y aún no he logrado encontrar un solo medio de comunicación, sea o no del régimen, que no use el calificativo de anciano para este colectivo. Anciano. ¿A alguien le gustaría que le llamaran anciano? A ellos y ellas, puedo asegurar que no. Personas mayores.

     El trato despectivo hacia Mamá Cora a lo largo de toda la película es tal que Doria, en un alarde inconsciente de machismo, no quiso que la archiconocida Niní Marshall, su primera opción, representara dicho papel y escogió a un hombre, el gran Antonio Gasalla, que lo borda. Resulta fácil juzgar y morderse los labios con el patetismo de cada uno de los personajes de «Esperando la carroza», porque ninguna persona sería capaz de reconocerse a sí misma cayendo en tamaño grado de desvergüenza, pero quizá sea porque nos cuesta escucharnos a nosotras mismas, o porque lo hacemos en secreto. Una cosa al menos: no ser hipócrita, que no somos tan pudientes como para permitírnoslo.

Libertad y poder

    Habida cuenta de que, a lo largo de la historia, decenas de personas colmadas de erudición (sea en el ámbito de la psicología, de la sociología o de la filosofía) han elucubrado concienzudamente acerca del tema del poder y de la libertad, no voy yo, mindundi donde los haya, a hacer un tratado sobre ambas cuestiones. Aparte de aburrir al personal, sería harto probable que la entrada de la semana diera para doce meses, así que me contentaré de entrada con poner un ejemplo sencillo que ayude a concretar a qué me refiero cuando hago uso de cada uno de los términos y cuál será el sentido que emplee en el texto posterior.

     Ejemplo: el que suscribe afirma con toda rotundidad que no tiene la libertad para comprarse un Bugatti Centodieci. Quien me conoce, afirmaría a su vez que, ciertamente, más allá de juicios morales o de que no me dejara mi padre, mi pareja o mi… editor, simplemente no dispongo de ocho millones de euros sueltos para hacerme cargo del coste, ni en cómodos plazos, por tanto, no tengo dicha opción y no soy libre de ejercerla. La otra posibilidad de expresar la misma realidad y que, probablemente, conduciría a menos equívocos, sería aseverar, con idéntica rotundidad, que no puedo comprarme el Bugatti de marras. Punto pelota. Cierto que alguna persona redicha podría hilar fino y preguntarme si el motivo es que ya no quedan unidades, pero lo normal es no llegar a ese nivel de estulticia.

     Una vez sentadas las bases y después de observar la insoportable libertad con la que actúan determinados señoritingos y señoritingas me siento con la responsabilidad de compartir mi firme convicción de que es imposible ser cobarde y libre. En realidad, este hecho poco cuestionable, afecta tanto a esas personas de postín como a los mindundis como yo, pero si introducimos la variable del poder de la que antes hablaba veremos que la facilidad para comprobar la hipótesis es directamente proporcional al poder que se tiene. Vamos al asunto con numerosos casos prácticos:

  • Díaz Ayuso es libre de mandar un protocolo sobre la no derivación a hospitales de determinados pacientes residenciales afectados por COVID-19.

  • El oficial Derek Chauvin es libre de asfixiar hasta la muerte al ciudadano afrodescendiente George Floyd.

  • Santiago Abascal y sus acólitos son libres de difundir fake news por las redes sociales o de lanzar el bulo de que el Ingreso Mínimo Vital supondrá un efecto llamada para la población inmigrante.

  • El monarca emérito es libre de recibir 100 millones de euros del Rey Abdulá tras haber firmado un acuerdo bilateral con Arabia Saudí.

     Pues va a ser que no, que no son libres, aunque lo pueda parecer, y ahí radica la diferencia fundamental entre ser una persona libre o una poderosa. La persona que dispone de la capacidad de ejercer el poder sobre otras y posee los suficientes datos como para suponer que dicha acción no le acarreará efectos negativos jamás sabrá si es libre, porque al no sentir miedo a dichas consecuencias jamás sabrá con certeza si en realidad actúa como un cobarde ni cuál es el valor real que le otorga a sus convicciones. Sigue leyendo