Las personas curvas

    Cada vez me da más asquito leer lo maja que trata de ser la gente que quiere gobernar. Su insistencia en vender su santidad y rectitud, aunque sea a fuerza de decir una cosa hoy y otra mañana, sea sobre el Rey, sobre las mascarillas o sobre el sindicalismo.

    Y ¿qué decir de las ideas rectas, que no se salen ni un gramo por ningún lado? Firmes, aunque sean de lo más insensato, y tan capaces de esquivar la verdad o la decencia con tal de tener razón.

   Se hace menester, en estos tiempos rectos y falsarios, recordar el poema del pensador libertario Jesús Lizano, muerto no hace tanto y que nos dejó su amor a las cosas curvas, quizá porque son las únicas de verdad.

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«Esperando la carroza» (1985)

    Si siempre existen unos momentos mejores que otros para sacar a colación determinadas obras en virtud de la coyuntura histórica, política o social, no podemos encontrar oportunidad más idónea que la actual, cuando nos rasgamos vestiduras y nos cubrimos de sayal y ceniza por la terrible situación que han tenido que vivir las personas mayores (de manera especial en centros residenciales) con la alerta sanitaria provocada por el SARS-CoV-2, para hablar del clásico argentino «Esperando la carroza», considerada una obra de culto en su país y que suele aparecer todas las navidades en las pantallas como el clásico «¡Qué bello es vivir!».

     Es de rigor apuntar que tanto la cinta, dirigida por Alejandro Doria en 1985, como la obra de teatro homónima de Jacobo Langsner en la que se basa, estrenada en 1962, se convirtieron en unos rotundos y sonoros fracasos de taquilla y fueron vapuleadas por la crítica. Normal, habida cuenta de que, tal y como reconocía el propio dramaturgo que también firma el guion de la película: «el punto esencial de lo que escribo se apoya en la hipocresía de la clase media a la que pertenezco». Así, esta ácida crítica y puntillosa sátira de la sociedad sentó a las gentes de bien como una patada en las partes nobles, por más humor y costumbrismo que se le pusiera. Y lo mejor es que esta historia de una madre y abuela afectada de Alzheimer que nadie se quiere «quedar» sigue igual de hiriente a día de hoy, cuando buena parte de la población se ha manifestado por la sanidad pública, en contra del racismo y del machismo, pero a nadie se le ha ocurrido convocar ni una quedada para protestar por el edadismo y aún no he logrado encontrar un solo medio de comunicación, sea o no del régimen, que no use el calificativo de anciano para este colectivo. Anciano. ¿A alguien le gustaría que le llamaran anciano? A ellos y ellas, puedo asegurar que no. Personas mayores.

     El trato despectivo hacia Mamá Cora a lo largo de toda la película es tal que Doria, en un alarde inconsciente de machismo, no quiso que la archiconocida Niní Marshall, su primera opción, representara dicho papel y escogió a un hombre, el gran Antonio Gasalla, que lo borda. Resulta fácil juzgar y morderse los labios con el patetismo de cada uno de los personajes de «Esperando la carroza», porque ninguna persona sería capaz de reconocerse a sí misma cayendo en tamaño grado de desvergüenza, pero quizá sea porque nos cuesta escucharnos a nosotras mismas, o porque lo hacemos en secreto. Una cosa al menos: no ser hipócrita, que no somos tan pudientes como para permitírnoslo.

Libertad y poder

    Habida cuenta de que, a lo largo de la historia, decenas de personas colmadas de erudición (sea en el ámbito de la psicología, de la sociología o de la filosofía) han elucubrado concienzudamente acerca del tema del poder y de la libertad, no voy yo, mindundi donde los haya, a hacer un tratado sobre ambas cuestiones. Aparte de aburrir al personal, sería harto probable que la entrada de la semana diera para doce meses, así que me contentaré de entrada con poner un ejemplo sencillo que ayude a concretar a qué me refiero cuando hago uso de cada uno de los términos y cuál será el sentido que emplee en el texto posterior.

     Ejemplo: el que suscribe afirma con toda rotundidad que no tiene la libertad para comprarse un Bugatti Centodieci. Quien me conoce, afirmaría a su vez que, ciertamente, más allá de juicios morales o de que no me dejara mi padre, mi pareja o mi… editor, simplemente no dispongo de ocho millones de euros sueltos para hacerme cargo del coste, ni en cómodos plazos, por tanto, no tengo dicha opción y no soy libre de ejercerla. La otra posibilidad de expresar la misma realidad y que, probablemente, conduciría a menos equívocos, sería aseverar, con idéntica rotundidad, que no puedo comprarme el Bugatti de marras. Punto pelota. Cierto que alguna persona redicha podría hilar fino y preguntarme si el motivo es que ya no quedan unidades, pero lo normal es no llegar a ese nivel de estulticia.

     Una vez sentadas las bases y después de observar la insoportable libertad con la que actúan determinados señoritingos y señoritingas me siento con la responsabilidad de compartir mi firme convicción de que es imposible ser cobarde y libre. En realidad, este hecho poco cuestionable, afecta tanto a esas personas de postín como a los mindundis como yo, pero si introducimos la variable del poder de la que antes hablaba veremos que la facilidad para comprobar la hipótesis es directamente proporcional al poder que se tiene. Vamos al asunto con numerosos casos prácticos:

  • Díaz Ayuso es libre de mandar un protocolo sobre la no derivación a hospitales de determinados pacientes residenciales afectados por COVID-19.

  • El oficial Derek Chauvin es libre de asfixiar hasta la muerte al ciudadano afrodescendiente George Floyd.

  • Santiago Abascal y sus acólitos son libres de difundir fake news por las redes sociales o de lanzar el bulo de que el Ingreso Mínimo Vital supondrá un efecto llamada para la población inmigrante.

  • El monarca emérito es libre de recibir 100 millones de euros del Rey Abdulá tras haber firmado un acuerdo bilateral con Arabia Saudí.

     Pues va a ser que no, que no son libres, aunque lo pueda parecer, y ahí radica la diferencia fundamental entre ser una persona libre o una poderosa. La persona que dispone de la capacidad de ejercer el poder sobre otras y posee los suficientes datos como para suponer que dicha acción no le acarreará efectos negativos jamás sabrá si es libre, porque al no sentir miedo a dichas consecuencias jamás sabrá con certeza si en realidad actúa como un cobarde ni cuál es el valor real que le otorga a sus convicciones. Sigue leyendo

Con lo majo que soy

    Alguna que otra vez, dentro de estas sencillas páginas, me he visto en la obligación moral de recordar la célebre frase de Jean Paul Sartre: «el infierno son los otros». Más allá de la clara referencia a la bondad intrínseca a uno mismo y que no es compartida en absoluto por el resto de los mortales, pues actúan de la a a la z como pecadores irredentos, el aforismo del filósofo francés nos enfrenta con nuestro paraíso autocreado en el que vivimos rodeadas de gloria infinita (porque somos muy majas), henchidas de una libertad y una felicidad del todo falsas o, al menos, severamente impostadas, hasta que a alguien le da por tocarnos las pelotas y lanzarnos al abismo.

    Como no soy filósofo, ni es esa mi pretensión, y dicen que una imagen vale más que mil palabras, tras algunos sucesos un tanto infernales producidos a mi alrededor en estos últimos días, me ha dado por recordar aquella acertada viñeta de humor que hace varios años apareciera en eldiario.es de la mano de Manel Fontdevila y que, en cierta medida, demuestra nuestra sorprendente capacidad para permanecer (o vernos) impolutas en medio de cualquier situación.

    Obviamente, en medio de un conflicto suelen existir sendos paraísos independientes que serán transformados en sendos infiernos de lo más ingratos por cada una de las personas implicadas. Si le pregunto a la otra parte, el infierno seré, sin duda, yo, pero cuando uno de los dos paraísos es colectivo y el otro es individual, el individual suele estar rayano al egoísmo. Puede que un egoísmo involuntario, o regido por un sentimiento de cercanía, proximidad o necesidad personal, pero egoísmo al fin y al cabo. Sigue leyendo