«Los caballos de Dios» (2012)

Nabil_Ayouch_2014

Nabil Ayouch

En el nombre de dios, el compasivo, el misericordiosísimo

1. ¡por los corceles jadeantes

2. Que hacen saltar chispas

3. Atacadores al amanecer

4. En que levantan polvareda

5. Y que irrumpen en las columnas adversarias

6. Que el hombre es ingrato para con su señor

7. Y que el mismo es testigo de ello!

8. Y que es ambicioso en el amor por los bienes terrenales.

9. ¿ignora acaso que cuando los que están en los sepulcros sean resucitados

10. Y sea revelado cuanto encierran los corazones humanos

11. Que en ese día su señor estará bien informado sobre ellos?

(Corán, sura 100)

En esta sura del Corán se basa el título de la cinta del marroquí Nabil Ayouch, que hace también la labor de guionista y es importante, antes de abordar un poco el tema, recordar las palabras del propio director a fin de centrar el asunto en lo importante: «puedo entender cómo unos jóvenes se convierten en kamikazes, pero de cualquier religión», para comentar a continuación que el yihadismo no tiene nada que ver con la fe sino con «cómo transformarla en un instrumento para cambiar la mente de las personas». El filme, pues, en estos momentos convulsos donde parece que el islam tiene la culpa de todos los males del mundo, no habla del Islam, sino del terrorismo y de la manipulación en determinados contextos sociales. Y aquí, Ayouch, lo borda.

Igual que mostrara recientemente Sissako en la escalofriante “Timbuktu” (2014), el yihadismo a las primeras personas que afecta de manera visceral es a los propios musulmanes, sometidos por unos hermanos de religión capaces de los actos más viles en virtud de una interpretación rígida, obtusa y excluyente del Corán. Ya había metido los pies en el fango de manera soberbia el director Hany Abu-Assad con “Paradise now” (2005), aunque dentro del contexto del conflicto palestino-israelí, pero en “Los caballos de Dios” Ayouch da un paso más. Ambas películas comparten una ausencia de sesgo, de actitud maniquea, que las conduce inexorablemente a la imposibilidad de llegar a comprender qué motivación interna lleva a unos jóvenes a inmolarse en nombre de Dios, pero el filme que nos ocupa parte de una metódica verdad que da bastantes pinceladas acerca de dónde y por qué medran las ideas radicales del terrorismo, y la pobreza, la exclusión y la falta de recursos tienen mucho que decir. Baste recordar que de los atentados perpetrados en Europa, casi el 100% han sido llevados a cabo por ciudadanos nacidos en el propio país objeto donde sucedieron los hechos. No eran ni inmigrantes, ni refugiados, ni islamistas que han venido cuatro días a Occidente con el único fin de asesinar a decenas de civiles. Eran personas crecidas y educadas en guetos y arrabales de nuestras ciudades. Sigue leyendo

Tauromaquia: el museo de los horrores

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No estás solo, por Luiso García

    Existen debates sociales sujetos a las más variopintas argumentaciones y en los que resulta casi una entelequia poder llegar a una conclusión al menos objetiva: los OGM, la dieta vegana… si es mejor Messi o Ronaldo.

    En otros, con todo el respeto del que soy capaz -que a veces no llega a unos mínimos- , los razonamientos a los que se recurre, vete tú a saber si para no tener que cambiar de postura ni un ápice, no hay ni por dónde pillarlos. Es el caso de la tauromaquia, tan en boga estos días en virtud del fallecimiento del matador Víctor Barrio y la polvareda levantada por determinados comentarios en las redes sociales. Ante dicha coyuntura no huelga decir que no me alegra en absoluto la muerte de ningún ser humano, ni la de un dictador, pero que ese hecho me lleve siempre a la preocupación es otra cosa bien distinta: me preocupan los refugiados, la gente que no tiene ingresos para acceder a los derechos básicos, las personas que malviven en exclusión social… Que un torero muera corneado por un astado no sólo no me preocupa, sino que me parece una soberana estupidez haber llegado a eso por voluntad propia y que hayan tenido que sufrirlo sus familiares.

    Y que no me alegre de la muerte de Víctor Barrio tampoco me impide indignarme con la amalgama de ‘argumentos’ esgrimidos -sin vergüenza ni nada parecido que se precie- estos días por los defensores y defensoras de la Fiesta Nacional, que para mi sorpresa llego a pensar de corazón que incluso llegan a creerse y que son más fáciles de desmontar que una mesa de camping.

    1. “Es una tradición”.

    Dicho argumento parte de un peligro en sí mismo, pues es obvio que da a entender que las tradiciones hay que respetarlas y asumirlas más allá de la lógica , que pa’ eso son tradiciones. Por tanto, habríamos de aceptar el tradicional machismo social, una costumbre atávica y que se remonta a la noche de los tiempos: que las mujeres en este país cobren menos al no acceder a los mismos puestos de trabajo aunque las funciones sean idénticas, que haya una violación cada ocho horas, que hayan sido asesinadas 29 mujeres por violencia de género en 2016… Nada, oye, que es una tradición.

    Y ahora la pregunta más seria. ¿Las corridas de toros son realmente una tradición en el sentido cultural de la palabra? Según el DLE tradición es una doctrina, costumbre, etc conservada en un pueblo por la transmisión de padres a hijos. El caso es que los defensores de las corridas suelen hacer referencia al tiempo de maricastaña, cuando ni el mundo era mundo, pero, en realidad, el festejo, en su sentido moderno, no se establece en España hasta finales del siglo XVIII y a lo largo de su historia, los espectáculos taurinos han sido prohibidos tanto a nivel civil como religioso repetidas veces, al menos, desde el siglo XIII. La conclusión lógica a la que llegar es que El Toro de la Vega, cuya celebración en los mismos términos ha sido prohibida recientemente y que tiene origen medieval, tiene más tradición que las corridas de toros, e incluso la fiesta de los gansos en Lekeito, en la que se le arranca a tirones la cabeza a los ánades, tradición que parte del siglo XVII. Sigue leyendo

El discurso silencioso

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Druk, by Mampu

    Al lado del semáforo me hallaba, subido en la bici, sudando la camiseta y esperando a que el peatón tuviera algo de clemencia y se pusiera en verde. Las cinco y pico de la tarde. La mochila formándome un cráter en la espalda. El camioncito cruzó frente a mí, con su lateral pintado en negro y el rótulo con letras en blanco a un tamaño que no desentonaría en un país de gigantes: Electricidad Ximénez. Cada vez que leo ese apellido medio catalán o medio gallego soy como un perro de Paulov cuando suena la campanilla. Se retrotrae mi mente a principios de diciembre pasado y una frase se forma en las neuronas como impresa a soplete: “Las luces de la calle son buenas para el consumo; la gente sale, compra… Si no no vamos a salir de la crisis”. Ya hablé de ello, y no es mi intención repetirme, pero el caso es que ese día a la vera del semáforo el calor, en lugar de ablandarme la sesera y cortocircuitarla, me condujo en su efervescencia a ensamblar unas ideas con otras y a relacionar una opinión con el discurso que subyace detrás, aunque no se diga.

    El tema es simple. Conozco a multitud de personas de clase media que me han soltado ese argumento, pero ni a un solo pobre le he escuchado jamás decirme algo similar, ni remotamente parecido, y esta diferencia insoslayable, obviamente, debe ser debido a algo. Resumo mi intuición basada en la experiencia: el pobre quiere salir de la situación en la que vive, la persona de clase media no quiere perder la situación en la que vive. Lo primero es un derecho -e incluso un deber-, lo segundo una apetencia. Así, ante ese argumento de que consumir nos hará salir de la crisis y es bueno para el país -más allá de que sea veraz o únicamente una opinión no compartida por muchos economistas- se me antoja preguntar así, sobre la marcha, con la pesadez plomiza de un niño de cinco años y tratar de sacar a la luz el discurso que nunca se dice.

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Zona de confort

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Dragged out of comfort zone by koveck

       Me contestó desde una pragmática inseguridad.

     – Es que si me dais de alta tres meses me han dicho que pierdo la ayuda. ¿Y luego qué hago? Iba a pedir la RAI que son once meses…

     Torcí el gesto, pero como fue desde el otro lado del hilo telefónico, Victoria no lo apreció y dio rienda suelta a su disquisición acerca de los peligros socio-económicos de tener un contrato temporal. Se hizo algo más consciente de que no veía clara su exposición debido a un suspiro intestino y a una especie de gruñido tipo ronroneo de gato adormilado que fui incapaz de contener en su integridad.

     – De ayuda cobras poco más de 400 euros y en nómina vas a pasar de 1.100 al mes. Vas a acabar ganando lo mismo y además cotizando. Sólo tienes que administrarte. Y por tres meses no vas a perder la ayuda.

      Silencio.

     – Pero si es que con todas las cosas que debo en cuanto cobre me voy a quedar sin nada. Prefiero ganar aunque sea menos todos los meses a lo otro. Es que si no…

     – Pues me lo tienes que confirmar hoy o mañana, que si al final no quieres hay que buscar a otra auxiliar.

     Un tanto a propósito decidí intervenir en mitad de la frase que estaba a punto de endosarme -la cual había escuchado ya decenas de veces en labios distintos- y colocar a su emisora un poquitín entre la espada y la pared con aquel ultimátum, no del todo cierto, indigno incluso de una película de serie B de amenazas alienígenas.

     Nuevo silencio, igual de breve, antes de afinar un tanto las posibilidades.

     – Mañana tengo que ir a echar la RAI al INEM; a ver qué me dicen y ya hablamos.

     Es obvio y nada llamativo: hay que asegurarse de la bondad de los cambios, por más imposible que ello resulte antes de que decidamos que se produzcan y asumiendo de entrada que una mínima mota que apenas se aprecie en la camisa a estrenar gozará de mayor desprestigio que aquellas otras manchas gordas y gruesas en la camiseta de toda la vida a las que ya se encuentra uno la mar de acostumbrado. Sigue leyendo