«Ea, pues ya no juego»

    Parece ser que sí, que el año nuevo me está haciendo algo de caso en referencia a la petición de la semana pasada y algunos adultos están superando la etapa de los dos a cinco años. Lo malo, de momento, es que han pasado a la de seis a nueve: la de las rabietas, aunque queda mejor decir autoafirmación.

    Como pedir es gratis, lo que se me olvidó hacer en año nuevo lo dejo para los Magos de Oriente: que no olvidemos el poema/homilía del pastor protestante Martin Niemöller:

    «Primero vinieron a buscar a los comunistas, y yo no hablé porque no era comunista. Después vinieron por los socialistas y los sindicalistas, y yo no hablé porque no era lo uno ni lo otro. Después vinieron por los judíos, y yo no hablé porque no era judío. Después vinieron por mí, y para ese momento ya no quedaba nadie que pudiera hablar por mí».

    Ya van por los socialistas. Y lo peor no son las burradas, como amenazar al futuro presidente del Gobierno con llevarlo a los tribunales en caso de no saltarse las normas constitucionales y dejar a los tribunales ejercer su función, sino la normalización social de estas conductas, no ya antidemocráticas sino claramente propias de una dictadura. Obviamente, lo que desenterraron del Valle de los Caídos hace poco más de dos meses fue un saco de huesos, porque las ideas siguen más vivas que el rabo cortado de una lagartija (que vuelve y vuelve a salirle, todo sea dicho).

    Consecuentemente, toda esta vaina me recuerda a cuando jugaba al parchís de nene con mi hermano y demás familia. Mi padre tenía un motivo cojonudo para hacer trampas, porque es daltónico, pero eso de que de repente cambiaran las normas y «esto también es barrera aunque no estén en seguro», o «aquí se cuentan doce en vez de siete»… Al final, dependiendo de si la partida se desarrollaba con amigos o en la casa propia, siempre quedaba el recurso abstruso de «ea, pues me llevo el Scattergories (aunque entonces era más bien el Monopoly)» o «ea, pues ya no juego». Y se quedaba uno con un palmo de narices, porque si algo daba por saco era empezar una puñetera partida de Monopoly, que era más larga que un día sin pan, y que cuando ya estaba la cosa más que encauzada alguien rompiera la baraja porque se estaba quedando sin casitas. Así se relaciona esta gente de la derecha más rancia y reaccionaria: solo se mueve bien si gana, porque en caso contrario se inventa sus reglas y su sistema de gobierno, que siempre empieza por dicta y acaba por dura.

   Pintan bastos, por mantener la metáfora de las cartas, pero habrá que continuar cantándole las cuarenta a quienes siguen a pies juntillas las amenazas del texto de Niemöller, no porque la izquierda vaya a hacerlo mejor, sino porque no se pueden consentir rabietas con argumentaciones del nivel de un niño de siete años. A cortar rabos, aunque crezcan.

Adultos de dos a cinco años

     Cuando quedan contadas horas para que las campanadas atoren el sentido común durante un buen rato, siempre parece ser ese el momento idóneo para agradecer las cosas buenas que nos regaló, libre de dolo y culpa, el año que está a punto de despedirse. Me imagino a mi abuelo, o al obispo de Córdoba, tan católicos ambos, digo franquistas, dando gracias a Dios por los favores recibidos:

  • Por el auge de la ultraderecha

  • Por el buen hacer de Vox frente a un centro de menores durante la campaña electoral

  • Por Bolsonaro, la quema del Amazonas y el exterminio de los pueblos originarios

  • Por Trump, un hombre con todas las de la ley, que no salga adelante el impeachment

  • Por los negacionistas del cambio climático, por las luces de navidad y por Madrid Central

  • Por los pobres hombres maltratados por sus mujeres

  • Por España, una, grande y libre, a los pies de los caballos socialistas, comunistas y nacionalistas

      Yo, aparte de agradecer, y mucho, otras cosas (el criterio del Tribunal Supremo en la violación de la Manada/Piara, «el Estado opresor es un macho violador», las sentencias contra Deliveroo o Glovo, que Greta Thunberg no vaya al colegio…), voy a pedir solo una cosa, aunque lo mismo es bien gorda: que las personas adultas seamos capaces de superar la etapa infantil de entre los dos y los cinco años de edad. Sigue leyendo

43 almas

     43 almas. Puede que más, pero como es Nueva Delhi y no las Ramblas o París, más de 24 horas después aún no sabemos si hay más. Las noticias vuelan menos cuanto más alejadas están de nuestros intereses.

     43 almas. Porque almas son. 43 almas asfixiadas en una fábrica clandestina, sellada a cal y canto desde dentro. Aún no sabemos qué fabricaban, qué exportaban, qué nos vendían. Lo mismo ni llegamos a saberlo, ni qué empresas occidentales alimentaban el fuego con subcontratas, porque esas 43 almas, aparte de lejanas, tenían rostros aceitunados y ojos ligeramente oblicuos.

     43 almas. Y es probable que esta tarde, a la hora de las noticias, balanceemos la cabeza a izquierda y derecha mientras nos mordemos a medias nuestro labio inferior. Por la terrible tragedia de estos países indecentes sin las más mínimas medidas de seguridad en el trabajo. Y pudiera ser que, en un majestuoso ejercicio de equilibrismo, el día aquel en el que hagan referencia directa a empresas textiles en las que nos gastamos los cuartos y que fabricaban allí, en Nueva Delhi, igual que sucediera con el Rana Plaza de Bangladesh, tiremos de oficio y acudamos al cajón de-sastre de las excusas.

  • Al menos tenían algo para trabajar, sino estarían mucho peor.

  • ¿Y qué haces? Si todo el mundo fabrica igual.

  • Tenemos que consumir, que es la única forma de salir de la crisis.

  • Amancio Ortega ha donado dinero para el cáncer.

     Y dará igual que todas estas premisas sean inexactas o directamente falsas. Al fin y al cabo, ha sido mala suerte que esta desgracia suceda tan cerca de las fiestas, así que tendremos que hacer de tripas corazón. Sigue leyendo

Peligro: ignorancia

     No es nada fácil cumplir con igual rigor y meticulosidad la triada de presupuestos acerca de la ignorancia que nombraba el escritor y filósofo francés François de La Rochefoucauld en una de sus máximas: «tres clases hay de ignorancia: no saber lo que debiera saberse, saber mal lo que se sabe, y saber lo que no debiera saberse». De hecho, parece sumamente improbable que una misma persona sea capaz de reunir tales requisitos de una sola tacada a menos que lo haga a propósito, pero en dicho caso incumpliría de facto la segunda opción.

      Desde el año pasado, en virtud de una decisión del Papa Francisco, los terceros domingos de noviembre se celebra la Jornada Mundial por los Pobres, porque lo mismo los católicos se hacen un lío con el Día Mundial contra la Pobreza y la Exclusión Social promovido por la ONU desde 1992 y que se conmemora apenas un mes antes cada 17 de octubre. En esta última fecha de octubre, desde hacía bastantes años, varios colectivos, parroquias y organizaciones católicas que trabajan o colaboran en el ámbito de la exclusión social se unían a otros tantos de ámbito civil para organizar una concentración, leer un manifiesto donde poner en entredicho la mierda de sociedad del descarte que hemos montado y terminábamos con una eucaristía y una celebración conjunta. Hasta el año pasado, claro, que ya quedaba mal hacer actos al margen de la Diócesis, tan casta ella, y algunas de las más grandes organizaciones que apoyaban el tinglado, como Cáritas Diocesana o Manos Unidas, se descolgaron, porque el Señor Obispo, tan casto él, tenía otros planes mejores y más auténticos para tan grandiosa efemérides. El acto (igualito que este año) consistiría en celebrar una eucaristía en la Santa Iglesia Catedral un domingo por la tarde, con todo el boato posible, que para eso estábamos recordando y teniendo presentes a las personas más débiles del sistema, dejándoles a ellos, faltaría más, un espacio reservado/apartado en medio de no sé bien qué rejas principales del templo glorioso y luego terminar con un sencillo entremés al que también estarían invitadas estas personas miserables que no tienen dónde caerse muertas. Aquello de llevar a «los pobres» a la catedral me recordaba bastante a aquellos zoológicos humanos de principios del siglo XX en Europa donde se podían ver familias aborígenes dentro de un espacio cerrado con vallas, no se fueran a escapar. Es normal, porque del mismo modo que en la pérfida Europa de principios de siglo nadie había visto a un bosquimano, en la pérfida Córdoba de principios de siglo XXI hay mucha gente que no ha visto nunca a un pobre. Ni lo verá, mientras en lugar de hacer las celebraciones en las periferias (que es lo que proponía Bergoglio) porque no va a ir nadie, nos mantengamos seguros en nuestro céntrico refugio particular cual si fuera el palacio de Siddharta Gautama. Sigue leyendo