Desahucios 2.0

     Al final de uno de los capítulos de la magna novela por entregas El Conde de Montecristo, Edmond Dantès se dirige al bandido Luigi Vampa en estos términos tras liberar a un amigo del noble: «reparáis vuestros errores de una manera tan galante que casi me siento tentado a felicitaros por haberlos cometido». Noblesse oblige. El nivel de cinismo del conde es difícilmente comprensible sin destripar parte de la trama de la obra de Dumas y Maquet, pero lo que sobra decir es que la alta alcurnia siempre dispone del don ubicuo de lograr que la propia culpa al final recaiga sobre el resto del mundo y de tener además la clase necesaria para que la otra parte se sienta perdonada y encima le deba gratitud.

      Es la justicia (y la solidaridad) del rico hacia el pobre, de la que nunca será consciente porque nunca la sufre. La evidencia, tan cruel como despiadada, parte del hecho de que la persona que legisla, ordena, distribuye no se encuentra en situación de exclusión social ni de pobreza extrema y, lo más probable, es que nunca lo haga. En un afán desmesurado por resultar coherente, podría ser que quien ostenta el mando optara por realizar determinadas renuncias y se hiciera medianamente pobre, pero siempre le restará un enorme paraguas con el que volver en caso de recapacitar y llegar a la conclusión de que lo que ha hecho es una soberana soplapollez.

     Llegados a este punto resulta preciso señalar lo obvio: el nivel de poder es directamente proporcional a la ausencia de cerebro o, al menos, a la incapacidad para usarlo de manera honesta y juiciosa. Y solo así se entiende que, a día de hoy, la gente de este percal se dedique a pedir a la alta burguesía leche y aceite para paliar una situación de necesidad extrema entre la población más vulnerable (que sería algo así como si el capitán del Titanic le hubiera ofrecido a su contramaestre un soplete para contener la sangría a estribor); o a establecer protocolos de desatención a personas mayores en residencias que hubiera firmado sin remilgos Josef Mengele; o a enviar una recomendación a todos los Servicios Sociales de Andalucía para que no se tramitara la Renta Mínima de Inserción, aunque sea perfectamente compatible con el Ingreso Mínimo Vital (pero este proviene de los presupuestos del Gobierno Central y aquel del dinero de la Junta); o a reabrir bares, discotecas, hoteles, casas rurales y permitir los viajes entre provincias, mientras que los parques infantiles siguen cerrados a cal y canto y en el primer borrador de Educación para inicio del curso pretendían que las clases fueran solo con veinte escolares, con la pertinente distancia física y usando mascarillas.

     El caso es que todavía quedamos algunas personas faltas de seso que consideramos que la sociedad la conforman las personas, no el dinero o la economía (aunque he de aceptar la posibilidad de que puedan internarme en un centro psiquiátrico por tal atrevimiento), y nos da por ponerles nombres exentos de matices a las consecuencias directas de las despolíticas sociales elaboradas en un despacho por un grupo de memos (y memas aunque, por el tema trasversal del patriarcado, en los puestos de honor de estas horribles sinagogas las féminas suelen ser menos). A saber, con un ejemplo menos conocido, que da título a la entrada del día de hoy y que me detengo a explicar a continuación: los desahucios 2.0.

     Para centrar el asunto siempre es prioritario recurrir al sentido del término al que vamos a hacer referencia. Siendo el DRAE tan pragmático vamos a ver qué dice sobre el desahucio:

   Desahuciar.

1. Quitar a alguien toda esperanza de conseguir lo que desea.

3. Dicho de un dueño o de un arrendador: Despedir al inquilino o arrendatario mediante una acción legal.

     Como a la Academia nunca le ha gustado entrar en polémicas (excepto cuando se trata de que algunos de sus miembros nieguen el lenguaje sexista, claro) en la tercera acepción no nombra ni de pasada si la acción es justa o injusta, y ni siquiera si es conforme a derecho, porque la ley siempre tiene la última palabra. Y como la ley la hacen quienes mandan y son ricos. Continue reading

Libertad y poder

    Habida cuenta de que, a lo largo de la historia, decenas de personas colmadas de erudición (sea en el ámbito de la psicología, de la sociología o de la filosofía) han elucubrado concienzudamente acerca del tema del poder y de la libertad, no voy yo, mindundi donde los haya, a hacer un tratado sobre ambas cuestiones. Aparte de aburrir al personal, sería harto probable que la entrada de la semana diera para doce meses, así que me contentaré de entrada con poner un ejemplo sencillo que ayude a concretar a qué me refiero cuando hago uso de cada uno de los términos y cuál será el sentido que emplee en el texto posterior.

     Ejemplo: el que suscribe afirma con toda rotundidad que no tiene la libertad para comprarse un Bugatti Centodieci. Quien me conoce, afirmaría a su vez que, ciertamente, más allá de juicios morales o de que no me dejara mi padre, mi pareja o mi… editor, simplemente no dispongo de ocho millones de euros sueltos para hacerme cargo del coste, ni en cómodos plazos, por tanto, no tengo dicha opción y no soy libre de ejercerla. La otra posibilidad de expresar la misma realidad y que, probablemente, conduciría a menos equívocos, sería aseverar, con idéntica rotundidad, que no puedo comprarme el Bugatti de marras. Punto pelota. Cierto que alguna persona redicha podría hilar fino y preguntarme si el motivo es que ya no quedan unidades, pero lo normal es no llegar a ese nivel de estulticia.

     Una vez sentadas las bases y después de observar la insoportable libertad con la que actúan determinados señoritingos y señoritingas me siento con la responsabilidad de compartir mi firme convicción de que es imposible ser cobarde y libre. En realidad, este hecho poco cuestionable, afecta tanto a esas personas de postín como a los mindundis como yo, pero si introducimos la variable del poder de la que antes hablaba veremos que la facilidad para comprobar la hipótesis es directamente proporcional al poder que se tiene. Vamos al asunto con numerosos casos prácticos:

  • Díaz Ayuso es libre de mandar un protocolo sobre la no derivación a hospitales de determinados pacientes residenciales afectados por COVID-19.

  • El oficial Derek Chauvin es libre de asfixiar hasta la muerte al ciudadano afrodescendiente George Floyd.

  • Santiago Abascal y sus acólitos son libres de difundir fake news por las redes sociales o de lanzar el bulo de que el Ingreso Mínimo Vital supondrá un efecto llamada para la población inmigrante.

  • El monarca emérito es libre de recibir 100 millones de euros del Rey Abdulá tras haber firmado un acuerdo bilateral con Arabia Saudí.

     Pues va a ser que no, que no son libres, aunque lo pueda parecer, y ahí radica la diferencia fundamental entre ser una persona libre o una poderosa. La persona que dispone de la capacidad de ejercer el poder sobre otras y posee los suficientes datos como para suponer que dicha acción no le acarreará efectos negativos jamás sabrá si es libre, porque al no sentir miedo a dichas consecuencias jamás sabrá con certeza si en realidad actúa como un cobarde ni cuál es el valor real que le otorga a sus convicciones. Continue reading

Infantilismo sociocomunitario

     Ezequiel Ander-Egg, sociólogo que ha enfocado buena parte de su labor académica en el ámbito de la planificación y la investigación social y la pedagogía, publicó a principios de los años 80 del pasado siglo un Diccionario de Trabajo Social que sigue siendo punto de referencia de los profesionales del ramo. En él, define de la siguiente manera el asistencialismo:

     «Asistencialismo es una forma de asistencia o de ayuda al necesitado, caracterizada por dar respuestas inmediatas a situaciones carenciales, sin tener en cuenta las causas que las generan. Este tipo de asistencia lejos de eliminar los problemas que trata, contribuye a su mantenimiento y reproducción.

     Históricamente fue una de las primeras formas organizadas de ayuda al necesitado. En ella subyace una concepción de la sociedad basada en la inexistencia de contradicciones y por ende considera los estados de carencia como disfunciones que hay que corregir y que son atribuibles al individuo y a sus circunstancias».

    Ander-Egg, como la inmensa mayoría de las personas que han trabajado a conciencia los enfoques sociocomunitarios en situaciones de empobrecimiento y/u opresión, pertenece a un pueblo que conoce de maravilla de lo que está hablando: América del Sur. No obstante, sus teorías y posicionamientos, igual que los de Paulo Freire, son perfectamente adaptables a cualquier país o colectividad.

     Aunque resulta inviable exponer en una entrada la filosofía de la escuela de Frankfurt en la que se basa toda la pedagogía crítica, podríamos resumirlo en un principio que ha alcanzado cada ámbito del acompañamiento y de los procesos educativos, desde la infancia hasta la atención a personas mayores: la emancipación de la opresión a través del despertar de la conciencia crítica y de la autonomía del individuo. ¿Pero qué es la autonomía personal?: la capacidad del ser humano para hacer elecciones, tomar decisiones y asumir las consecuencias de las mismas. Por tanto, y es este un hecho fundamental que suele llevar a confusión, lo contrario a la autonomía no es la dependencia, sino la heteronomía; es decir, que otras personas deciden y eligen lo que consideran mejor para la vida de una persona. Un ejemplo muy fácil de comprender: Ramón Sampedro, el conocido escritor afectado de tetraplejía y que decidió quitarse la vida, era dependiente, porque no podía realizar las actividades de la vida diaria sin apoyo externo, pero era absolutamente autónomo, pues era capaz de tomar sus propias decisiones.

     Es obvio que podemos entrar en un bucle sobre la libertad y sobre quién es absolutamente libre a la hora de tomar decisiones, ya que todos los seres humanos estamos condicionados por nuestro estrato social, nuestra educación o nuestras experiencias personales, pero lo curioso es que siempre que entramos en este bucle lo hacemos para referirnos a las personas en exclusión y así salvarnos, digamos, un poco de la quema. A nadie se le ocurriría pensar de sí mismo en estos términos cuando tiene que decidir sobre un aspecto importante de su vida, porque las personas de bien o «normales» sí que somos libres. El caso es que, en definitiva, la actuación social, política y comunitaria hacia determinados colectivos oprimidos o ninguneados se basa casi exclusivamente en el asistencialismo y la heteronomía. Continue reading

Apestadas

Infolibre, medio del que soy socio, ha publicado el artículo en su sección de librepensadores.

 

    La felicidad no nos transforma siempre en seres generosos; antes bien, debido a esa capacidad humana, bastante generalizada, de lograr ser feliz solo en virtud de pequeñas cosas («un pequeño yate, una pequeña mansión, una pequeña fortuna…», que diría Groucho), una vez conseguido el objetivo, que al resto lo zurzan.

    Los ejemplos paradigmáticos son la pandemia y la desescalada. Somos personas tan entusiasmadas por lo que, al fin, vamos a poder hacer en cada fase, que olvidamos por arte de magia lo que mucha gente va a seguir sin poder hacer. Además, no debido a limitaciones individuales, sino porque los partidos políticos han podido prever cómo y cuándo abrir bares, restaurantes, hoteles, librerías, peluquerías, talleres («es el mercado, amigo»), pero a día de hoy no hay establecido el más mínimo protocolo de desescalada para las residencias de mayores. Se dice pronto, pero parece ser que los únicos miembros de la comunidad que no disponen de los mismos derechos constitucionales que el resto son las personas mayores que viven en centros sociosanitarios. Da igual que no tengan síntomas e incluso que les hayan realizado el PCR con resultado negativo. Simple y llanamente tienen prohibido salir. Textualmente. En cambio, mi vecina de al lado, una señora de edad provecta, de la que nadie sabe a ciencia cierta si tiene el virus, lo ha pasado o es portadora, abandona el domicilio unas cinco o seis veces diarias por motivos escasamente esenciales desde que comenzó el confinamiento; otras, también mayores de setenta, desde el día cero, han podido salir a comprar, a ir al médico, a sacar al perro, a tirar la basura, a comprarse una webcam o un móvil (las tecnologías todo el mundo sabe que son prioritarias). En sucesivas fases han comenzado a pasear (sin perro), a hacer deporte (sin perro) e ir a la peluquería (sin perro, una vez más), y en menos de una semana podrán desplazarse a segundas residencias o incluso reunirse con familiares y amistades porque, a ver quién decide qué edad es la justa y necesaria para que seas considerada persona de riesgo.

    Mientras tanto, las cuarenta y una personas que tienen como único hogar la residencia de mayores en la que ejerzo funciones de trabajador social y de Responsable de Recursos Humanos llevan prácticamente dos meses sin poder sacar ni la uña del pie gordo del pie a la puerta de salida. Muchas de ellas afectadas por la enfermedad de Alzheimer u otras demencias. Muchas de ellas acostumbradas a pasear por la calle, como mínimo, dos veces al día (o cuando les diera la gana si son autónomas). Muchas de ellas acostumbradas a recibir constante afecto (abrazos, besos y contacto físico) del personal sanitario y del equipo técnico. Continue reading