«El salario del miedo» (1953)

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     H. G. Clouzot es considerado con todo merecimiento el mago del suspense francés. Sin duda es uno de los pocos directores que sin ser un innovador revolucionario al estilo de Hitchcock resiste sin rubor la comparación con el genial realizador inglés.

«El salario del miedo», su filme más conocido junto con «Las diabólicas» es un ejemplo de ello. Partiendo de una situación de necesidad extrema en la que viven unos parados y que condiciona su decisión igualmente extrema -lo que convierte inevitablemente a esta obra en una clara denuncia social-, Clouzot nos ofrece un excelente retrato de personajes, con sus debilidades, sus angustias y desesperación a través de un recorrido terrible y angustioso que en cualquier momento puede revertir en tragedia.

¿Hasta dónde está dispuesto a ceder un ser humano en virtud de la necesidad?

Remedios equivocados

Old Window Dependent Think Dementia Woman View

Como cada domingo poco antes de las siete de la tarde Rosario está sentada en la segunda o tercera banca del templo con el andador de aluminio acoplado a su lado; la observo mientras salgo a tropel de la sacristía, guitarra en mano y en dirección al coro muy justo ya de tiempo. Me llama entonces, con su voz apagada, como a duras penas.

Rosario es una anciana encantadora, aunque dicha cualidad no haya de ir necesariamente acompañada de un delicado estilismo. Su cabello parece un peculiar híbrido entre el permanentado y cualquier peluca sintética de los años sesenta, y sus labios, carmesíes en exceso y notoriamente remarcados más allá de sus naturales márgenes, harían intuir al más escéptico que en el domicilio carece de espejos. Hace ademán de incorporarse mientras se aferra al andador; me acerco y al tiempo que le indico con un gesto que permanezca en su sitio la beso en la mejilla e intercambiamos una mirada de interpelación. Sus ojos parecen dos chinchetas negras clavadas en un panel:
– Nada, me la han denegado en Servicios Sociales.
Su rostro arrugado y casi contrito, como si la culpa fuera suya, me observa con deseo de absolución.
– ¿Y te han explicado por qué? ¿No tienes suficientes puntos?
La pregunta es el máximo perdón que soy capaz de otorgar sabedor de que la responsabilidad sobre tamaña estupidez no es suya.
– No sé… ya me ves.
La contrición ha dado paso a la cara descompuesta e impotente de quien padece estreñimiento.

Lo del baremo para poder acceder a las ayudas a la dependencia, y más en concreto para el servicio de apoyo en el domicilio, podría considerarse un despropósito. Si nos atenemos de manera nada puntillosa a las disposiciones que rigen la normativa autonómica y la ordenanza municipal -ambas de 2007- toda persona dependiente es sujeto de solicitar dicho servicio, lo cual puede traducirse de manera implícita como que cualquier persona dependiente es sujeto igualmente de que su petición sea rechazada. Traduciendo también sin haber ‘estudiao’ idiomas: la cuantía, importe y nivel de baremación de las ayudas depende sencillamente del presupuesto del ayuntamiento más que de la conjunción de otros factores mucho más consistentes desde un punto de vista de necesidad social. Sólo así es comprensible una doble paradoja, absurda y demencial para cualquier homo sapiens con medio dedo de frente, cumplida a pie juntillas en el caso de Rosario y que hace realidad palpable la cita de Einstein: “hay dos cosas infinitas, el Universo y la estupidez humana. Y del Universo no estoy seguro.”

     Rosario es viuda, no puede realizar desplazamientos largos como el común de los mortales y apenas mantiene la bipedestación sin la ayuda perentoria de su andador, tiene una paga no contributiva, vive sola y está casi imposibilitada para asearse de forma autónoma. Hace apenas tres años, cuando el gasto social era aún una dificultad salvable y tan sólo en virtud de una pequeña aportación económica con la que colaborar en el coste total de su atención, esta anciana encantadora disponía de una persona que acudía a su pisito varios días por semana en horario de mañana y de tarde para asistirla en el aseo y en la necesidad imperiosa de levantarse y acostarse a diario, así como de un servicio de comida a domicilio ya que le cuesta media vida comprar y cocinar. Pero pasaron esos años, tres dijimos. Rosario no ha mejorado, antes al contrario, y ahora se le ha denegado el derecho a ese servicio que parece otorgarse de manera inversamente proporcional a los arrechuchos físicos sufridos por la persona que debe ser asistida.

La segunda paradoja es muchísimo mejor y más caótica. Tras esforzados estudios, los Servicios Sociales de zona, apremiados por la urgencia y las limitaciones de Rosario en el desempeño de las actividades de la vida diaria, elaboraron un informe social concediéndole por fin una prestación para remodelar el aseo y sustituir la bañera por una placa de ducha, mucho más accesible a todas luces.

En la actualidad Rosario, a la que observo alejarse renqueante apoyada en su andador tras acabar la eucaristía, dispone de una placa de ducha más resplandeciente que Venus y tan ornamental como el jaspe, pues no va a poder estrenarla en su vida al no contar con el servicio de alguien que la ayude a meterse dentro. “La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados”. Groucho sabía más que los ratones colorados.

La partenogénesis de la clase obrera

     Según las Leyes de Mendel, padre de la genética moderna, la transmisión por herencia de características de los organismos padres a sus hijos depende de unas reglas elementales que superan -o mejor, compaginan- la teoría evolutiva de las especies y contemplan algunas nuevas variables extraídas de la investigación pormenorizada y de una concienzuda experimentación. Resumiendo lo irresumible, y sin pretender obviar con ello el extraño concepto de partenogénesis o reproducción casi espontánea, podríamos decir en base a uno de sus principios que existen genes/rasgos dominantes que son heredados con independencia de otros factores; de ahí que una pareja caucásica, pongamos por caso, pueda engendrar un bebé de raza negra por ascendencia y no por cuernos. Sin duda una excusa perfecta para mujeres con antepasados del África Subsahariana.
Estas leyes, supuestamente aplicables en su mayor parte a todos los seres vivos, dan un salto involutivo en los pobres de nacimiento, como una especie de darwinismo social pangenético sin vuelta atrás. La supervivencia en un territorio hostil en el que adaptarse o ser molido a palos. Incluso dentro del caso poco habitual de que, por un capricho del destino, surja un factor que rompa esta cadena trófica hereditaria -un boleto multimillonario premiado, por ejemplo- parece no existir conocimiento humano que acierte a manejar su inesperada cadencia y el obsceno ciclo de eterno retorno suele aparecer de regreso a las puertas, vestido de miseria y con terrible prontitud. Consuela el hecho de que esta pangénesis pobre hacia el  origen es asumida de común sin apenas dificultad en un breve espacio de tiempo; hasta “un horror acumulado termina por ser una costumbre”*, sólo es cuestión de adaptarse. La sociedad está tan acostumbrada a este proceso catártico que hemos llegado al extremo esperpéntico de considerar ciencia-ficción la idea del político honrado o a pensar que quien pide facturas con IVA es un absoluto gilipollas. De aquí a dos días daremos por supuesto que tener curro no es un derecho sino un privilegio y que lo habitual, la costumbre, es que te exploten, con lo que dejaremos de pensar que nos están explotando. Los de arriba ya se están frotando las patitas.

     Retornar a la nada acumulada de la que se gozó a lo largo de la vida no supone pues un firme obstáculo; recordando una anécdota del sacerdote Adolfo Chércoles se puede decir que cuando se va la luz, el que no tiene ni se entera de que se ha ido: hasta tres generaciones de la misma familia han ido pasando metódicamente por Cáritas sin el menor rubor. El ‘shock’ insalvable es la partenogénesis de la clase obrera, un giro inesperado que no te otorgaron de herencia y te deja por tanto sin margen de maniobra. Es quedarse sin trabajo y sin ayudas sociales, tener una familia que mantener y a su vez sentir el más ingrato de los vértigos con sólo pensar que no queda más recurso que limosnear. Son los pobres vergonzantes del medievo, los que nunca encontrarás a las puertas de la Mezquita con una ramita de romero para echarte la buena ventura, ni arqueados de rodillas en la calle Gondomar sobre una estera de cartón sujetando una caja con monedas de cobre. Están ocultos, se mueren de pena. Y de vergüenza.

Conozco a Maricarmen desde que tenía dieciséis generosos años cargados de futuro. Aparte de habitar compromisos comunes le daba clases de guitarra e intentaba convencerla de que con tres acordes mayores y uno menor se podían tocar el 90% de las canciones. Un encanto de niña, procedente de una familia normal y trabajadora en un barrio difícil. Se casó hace algunos años, felizmente, con un hombre currante al que amaba; aunando esfuerzos se instalaron en un pisito de alquiler bajo y al poco tiempo llegó la descendencia, una niña que ahora tendrá dos años. Le perdí la pista… hasta hace un mes.

Apareció abriendo la puerta de la oficina de Cáritas detrás de una medio sonrisa; me buscó con la mirada sabiendo que no tardaría en encontrarme. Sonreí tan abiertamente que la contagié de inmediato como si fuera un bostezo. “¡¡Qué alegría verte!!”, pensé de forma espontánea, pero me contuve a tiempo: no me alegraba lo más mínimo de verla en este espacio y lugar. Lo que se me hizo irresistible de contener fue levantarme con los brazos abiertos y abrazarla como un oso. La punta del iceberg. Gruesas lágrimas comenzaron a surcar incontenibles sus blancas mejillas y lo dijo ella con una voz ahogada casi estertórea: “Lo que me alegro de verte”.

Desde hace varios meses en la casa de Maricarmen no entra ningún ingreso. No alcanzan a pagar el alquiler y apenas logran malvivir gracias a la ayuda insensata de su madre, una viuda que echa horas cómo y cuándo le dejan. No sabe qué hacer, ni dónde acudir, le duelen hasta las pestañas de sufrir la impotencia y la desesperación y ni siquiera sabe estirar la mano con la palma hacia arriba asumiendo que ya nada depende de sí misma y de su esfuerzo personal. Es una pobre vergonzante sin capacidad de reacción pues nunca se ha visto en la desesperante tesitura de no tener nada a lo que aferrarse.

La partenogénesis de la clase obrera no se presenta con romero ni con cajas de monedas de cobre, su único recurso disponible son las lágrimas y la esperanza de un contagio solidario. Tanto como un bostezo.

* “Soy leyenda”, Richard Matheson, 1954
Fotografía «Paciencia», por cortesía de Víctor Nuño

María y mis lágrimas

Las arrugas de la vida, by Víctor Nuño

Sus ojos reflejan el tono gris verdoso del cielo otoñal reposando en un estanque. Cuando sonríe se tornan tan vivaces que en medio del agua transparente asoma el sol, como a escondidas, y sus dientes blancos regalan una esperanza sin tumultos. Llega con su larga cabellera oscura recogida en un moño, con su cuerpo torneado, tan pizpireta en su contoneo y en su esbeltez que pareciera que el mundo es ridículamente pequeño para sus pies. Pudiera decirse que, en su majestuosa dignidad, nunca pide, tan sólo relata hechos que sabe que le otorgarán dones.

Su dicha podría aparentar inconsciencia, como esa risa ilógica que relega el dolor de la propia historia, aunque pudiera ser que tal vez calladamente se niegue, auspiciadora del futuro, a acogerse a destiempo al desastre: “he sufrido muchas desgracias que nunca llegaron a ocurrir”, que soltó Mark Twain. Días vendrán.

Porque mucho rito gitano y mucho pañuelito, pero María no llega a los treinta y su hijo mayor ya tiene dieciséis añazos. Viva la vida. Le siguen detrás otros tres, casi de corrido, fabricados en serie antes de que al esposo le diera por engancharse a todo lo que le venía a mano y terminara con esquizofrenia irreparable y con una paga no contributiva de algo menos de 400 euros que emplea metódicamente en comprar sustancias que le ayuden a olvidar, incluso sus responsabilidades. Son los únicos ingresos estables, por decir algo, de la unidad familiar.

Dentro de un espectro incomprensible para mi acomodado raciocinio María parece feliz -no dichosa, que no es lo mismo- y aún logra dormir cada noche, tal vez por eso perviven sus sueños.

En la actualidad. Enero de 2013.

Catorce años murieron, no de golpe sino segundo a segundo, como más duelen, y con ellos se enterraron también la sonrisa espontánea de María y el sol audaz de sus ojos gris verdoso. No queda brillo ni cielo otoñal tornasolados en sus aguas; sólo fango. Se despertó hace tiempo, con el rostro más arrugado y sin atisbo de esbeltez, por una de tantas bofetadas que no logró esquivar y ahora, a pesar de que el debido cansancio le venza los ojos, se resiste a dormir pues teme retomar sueños que nunca van a cumplirse entre los pobres. Incluso el simple oficio de recogerse el pelo es ya una entelequia; la quimioterapia abrasiva por cáncer de mama ha ido poblando su cabeza de mechones cortos y titubeantes. En un ataque mezquino de sarcasmo se me ocurre pensar que al menos es de agradecer que tanto la medicación como el tratamiento hayan tenido efecto a lo largo del 2012, si llega a tardar un pelín más encima de cornudo, apaleado: hubiera tenido que pagar por las recetas y por el traslado al hospital para que le endosen la quimio*.

Pero si el paso del tiempo arrasó como Othar el carácter jovial de María, las pulgas de la desgracia y de los abruptos cambios sociales se instalaron en su vida de perro flaco. La delicada situación económica que atraviesan muchas familias de clase media, cogida del brazo de la solidaria Ley de Regularización del Servicio Doméstico largaron a María de aquellos domicilios en los que “echaba unas horillas” y como las ayudas sociales siguen en orden descendente de prioridad mientras los ricos no estén en la cola del paro o vivamos bajo el azote permanente de la falta de fondos públicos, con aquellos 400 euros mal contados va que se las pela sin derecho a ninguna otra prestación. Lo de menos es ya si el afanado esposo se ha reintegrado realmente, como afirma desde su inusual tristeza de ojos grises, o si sigue dilapidando la fortuna en caballo o farlopa; igual da cuando lo que se hace patente es el argumento despiadado de Galeano: “la justicia es como las serpientes, sólo muerde a los descalzos”. Conducción temeraria bajo los efectos del alcohol ponía en la denuncia que motivó la detención de José. Y como esto de los juicios rápidos es la caña pues a elegir entre lo que no quieres y lo inviable: pena de prisión de cuatro meses o pago de una multa que no llega ni a los 1.200 euros. Muchas opciones no hay, y con antecedentes, al chabolo de cabeza**.

Cuando me despido de María me asaltan unas ganas enfermizas de quedarme sin lágrimas. No sé si predomina en mí el sentimiento de angustia, de impotencia o de mala leche; tal vez una mezcolanza agria de los tres. Mientras la observo marcharse tan vencida no aguanto. Un país donde se necesita dinero para poder ser un ciudadano libre, en cualquiera de las concepciones o sentidos que se le quiera otorgar a la manida palabreja, no merece existir.

* La Asociación Española Contra el Cáncer insta al Ministerio que el copago del
transporte no urgente no se aplique a las personas con cáncer en tratamiento.
https://www.aecc.es/Comunicacion/Noticias/Paginas/Copagodeltransportesanitario.aspx
** Miguel Ángel Flores, organizador de la fiesta del Madrid Arena y acusado de cinco homicidios imprudentes quedó en libertad tras reunir en hora y media la fianza de 200.000 euros. http://www.20minutos.es/noticia/1688489/0/flores/madrid-arena/prision-fianza/