“¡Cumpleaños feliiiiiiz, cumpleaños feliiiiiiz, te deseamos todoooooos…!” Acababan de apagar las luces de la salita y mentiría si me atreviera a asegurar quien fue la persona del grupo que apareció atravesando la puerta y portando en sus brazos alineados en forma de ele una doble tarta de chocolate similar a dos inmensos senos negros achatados y unidos por mitad del tronco como dos hermanos siameses. Sendas velas llameantes aparecían clavadas, respectivamente, en medio de cada una de las partes, y un coro tan disonante como las propias voces que entonaban la canción de felicitación me invitaron calurosamente a soplar sobre ellas suponiendo la petición evidente de un deseo.
No resulta menos agradable la sensación de alegría ante la celebración de tu cumpleaños rodeado de personas que te importan por el mero hecho de que no exista sorpresa posible cuando tal evento se convierte en método y costumbre el lunes más próximo a la efemérides. No es creíble hacerse el memo, aunque la sonrisa de anuncio de dentífrico siga siendo espontánea y lúcida como si de un olvido momentáneo se tratase. Prontas y aleatorias comenzaron a disponerse al retortero sobre la mesa alargada las frugales viandas extraídas de las bolsas con determinante fruición. Patatas chips, frutos secos, aceitunas de bote -con el sentido más peyorativo en que el término pueda emplearse-, algunas lonchas de embutido y cuñas de queso regadas con fino de Moriles como manjares exquisitos dignos de los reyes de Persia y varias bolsitas de regañás y colines con las que acompañar los jugos gástricos en tan carentes horas de la noche.
Entre risas y amables sinergias mi mente se perdió despabilada e importuna y como en un flash fotográfico retuvo el tiempo unas horas antes, a las afueras del atrio de la parroquia. De pie y renqueante, temblándole las piernas huesudas sobre el bochornoso acerado gris se encontraba Rafi. Su rostro enjuto y sus ojuelos faltos de luz miraban de manera trastabillada a T, una de las compañeras de Cáritas, sin mostrar apenas gestos, con las manos desplomadas a lo largo del tronco y le hablaba casi en susurros con un tono de voz monocorde y asmático.
– Hoy es mi cumpleaños. Cincuenta y dos -escuché que le decía a T con una media sonrisa colgada de los labios-. Ay… aay…
Rafi se tambalea entonces como zancadilleada por un ser invisible, apoya el brazo esquelético en el banco oscuro que reposa calma pétrea a la izquierda de la salida del atrio del templo y con pleurítico ademán y blanquecina turbación se inclina y se sienta acompasadamente sobre el poyo.
– ¿Qué te pasa, Rafi? -preguntó T cargada de compasión al tiempo que la sujetaba para evitar su desplome.
– Ay… perdona, es que llevo tres días sin comer.
Retorno al presente inmediato, a las frugales viandas que ya no lo son tanto y reniego del deseo que me atreví a solicitar como si de una estancia se tratase. Y agradezco gozar cada hálito que expulso. Y pido perdón por las veces en las que no lo agradezco como si hubiera vidas que merecieran más que otras la gracia y la dicha que ostentan.
Decía el viejo proverbio hindú aquello de que “todo lo que no se da, se pierde”. Como la comida que se nos pudre en la nevera o en la que, tal vez, tras soberanos esfuerzos logramos percibir un ligero olor que no nos da buena espina. Como el vil metal empleado en sortijas, en excesos que nos resultan tan nimios como una cerveza o una tableta de chocolate, en necesidades inexistentes llamadas con más corrección caprichos en otros meridianos. Como la queja y el llanto sobre nada en concreto…
Repleto de mezquindad y cainismo y necesitado de arcana absolución aun podría asumir como cierta la bastarda imposibilidad del compartir sin medida, mas al menos que se avenga la honestidad y ose no engañarme a mí mismo con idéntica ausencia de medida: no hay justificación humana que nos conduzca a negar al otro lo que nos sobra. ¡Y es tanto!
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