«Cuentos» (2005)

Monumento a Aldecoa en Vitoria

Monumento a Aldecoa en Vitoria

Existen autores insoportablemente obviados, genios que tal vez por dedicarse casi en exclusiva a la desagradecida labor y nada sencillo arte del relato pasan desapercibidos para el gran público. Un ejemplo paradigmático es Ignacio Aldecoa. Un escritor impresionante e irrepetible, de una sensibilidad y una hondura intachables. Tras leer la colección de cuentos de Cátedra me acuerdo de Manuel Benítez, El cordobés: «más ‘cornás’ da el hambre»… y de mi gente de Cáritas de cada miércoles, que se quitan el pan para dárselo a los hijos, gente de «tripa triste», como el Pedro Lloros de «Los bienaventurados», uno de los excelsos relatos que componen esta antología.

Relatos completos para tiempos de crisis; sin bondades, sin romántica aleación con el mundo de los pobres. Aldecoa no es Hugo, ni incluso Delibes; su realismo social es descarnado y visceral, es un chute de realidad, un uppercut directo al estómago, como diría el padre de Young Sánchez, otro de los depauperados protagonistas a los que da vida el escritor vasco y que llevara al cine de manera irregular el director Mario Camus en los años 60. La obra de Aldecoa es neorrealismo, sin sentimentales «miradas» o nostalgias que te hagan sentir mejor, mucho más cercano a «El limpiabotas» de De Sica, al Buñuel de «Los olvidados» o a la falta absoluta de impostura del «Pickpocket» de Bresson. Delibes se me queda cojo tras Aldecoa, y esto, en muchas de sus magistrales obras, es decir mucho. Pero Aldecoa consigue penetrarte y que sepas algo que no alcanzan a cristalizar otros autores de su generación o del realismo latinoamericano: ser pobre no es bonito ni es causa de digna compasión, ser pobre es una putada, ya seas boxeador, pescador, torero… o vago y maleante, haciendo mía la indeseable terminología usada en la ley del 33.

Leo en un interesante prólogo que Aldecoa se autocalifica de nihilista, pero con esperanza en el futuro, leo también que fue víctima de la necesaria autocensura para ver publicada su obra… De lo primero no me cabe duda, tras terminar al menos con menos desasosiego después de leer el último relato de los Cuentos: «Ave del paraíso», de lo segundo, cada vez estoy más convencido de lo torpes -gracias Dios- que eran los censores del Régimen. ¡Pero cómo no se daban cuenta de las tortas que les metía Aldecoa!.

Justo en el último cuento al que hacía referencia se suelta una verdad gorda: «para saber es necesario sufrir», por eso saben tanto los personajes de Aldecoa y muchas veces, nosotros, comunes mortales, no tenemos mucha idea de nada. Yo aprendo cada día más en Cáritas que leyendo toda la obra de Delibes o de García Márquez. ¡Qué lista es el hambre!

     Un cuento de reyes
El ojo del negro es el objetivo de una máquina fotográfica. El hambre del negro es un escorpioncito negro con los pedipalpos mutilados. El negro Omicrón Rodríguez silba por la calle, hace el visaje de retratar a una pareja, siente un pinchazo doloroso en el estómago. Veintisiete horas y media sin comer; doce y tres cuartos, no contando la noche, sin retratar; la mayoría de las de su vida, silbando.
Omicrón vivía en Almería y subió, con el calor del verano pasado, hasta Madrid. Subió con el termómetro. Omicrón toma, cuando tiene dinero, café con leche muy oscuro en los bares de la Puerta del Sol; y copas de anís vertidas en vasos mediados de agua, en las tabernas de Vallecas, donde todos le conocen. Duerme, huésped, en una casita de Vallecas, porque a Vallecas llega antes que a cualquier otro barrio la noche. Y por la mañana, muy temprano, cuando el sol sale, da en su ventana un rayo tibio que rebota y penetra hasta su cama, hasta su almohada. Omicrón saca una mano de entre las sábanas y la calienta en el rayo de sol, junto a su nariz de boxeador principiante, chata, pero no muy deforme.
Omicrón Rodríguez no tiene abrigo, no tiene gabardina, no tiene otra cosa que un traje claro y una bufanda verde como un lagarto, en la que se envuelve el cuello cuando, a cuerpo limpio, tirita por las calles. A las once de la mañana se esponja, como una mosca gigante, en la acera donde el sol pasea sólo por un lado, calentando a la gente sin abrigo y sin gabardina que no se puede quedar en casa, porque no hay calefacción y vive de vender periódicos, tabaco rubio, lotería, hilos de nylon para collares, juguetes de goma y de hacer fotografías a los forasteros.
Omicrón habla andaluza y onomatopéyicamente. Es feo, muy feo, feísimo, casi horroroso. Y es bueno, muy bueno; por eso aguanta todo lo que le dicen las mujeres de la boca del Metro, compañeras de fatigas.
—Satanás, muerto de hambre, ¿por qué no te enchulas con la Rabona?
—No me llames Satanás, mi nombre es Omicrón.
—¡Bonito nombre! Eso no es cristiano. ¿Quién te lo puso, Satanás?
—Mi señor padre.
—Pues vaya humor. ¿Y era negro tu padre?
Omicrón miraba a la preguntante casi con dulzura:
—Por lo visto.
De la pequeña industria fotográfica, si las cosas iban bien, sacaba Omicrón el dinero para sustentarse. Le llevaban veintitrés duros por la habitación alquilada en la casita de Vallecas. Comía en restaurantes baratos platos de lentejas y menestras extrañas. Pero días tuvo en que se alimentó con una naranja, enorme, eso sí, pero con una sola naranja. Y otros en que no se alimentó.
Veintisiete horas y media sin comer y doce y tres cuartos, no contando la noche, sin retratar, son muchas horas hasta para Omicrón. El escorpión le pica una y otra vez en el estómago y le obliga a contraerse. La vendedora de lotería le pregunta:
—¿Qué, bailas?
—No, no bailo.
—Pues, chico, ¡quién lo diría!, parece que bailas.
—Es el estómago.
—¿Hambre?
Omicrón se azoró, poniendo los ojos en blanco, y mintió:
—No, una úlcera.
—¡Ah!
__ ¿Y por qué no vas al dispensario a que te miren?
Omicrón Rodríguez se azoró aún más:
—Sí tengo que ir, pero…
—Claro que tienes que ir, eso es muy malo. Yo sé de un señor, que siempre me compraba, que se murió de no cuidarla.
Luego añadió, nostálgica y apesadumbrada:
—Perdí un buen cliente.
Omicrón Rodríguez se acercó a una pareja que caminaba velozmente.
—¿Una foto? ¿Les hago una foto?
La mujer miró al hombre y sonrió:
—¿Qué te parece, Federico?
—Bueno, como tú quieras…
—Es para tener un recuerdo. Sí, háganos una foto.
Omicrón se apartó unos pasos. Le picó el escorpioncito. Por poco le sale movida la fotografía. Le dieron la dirección: Hotel…
La vendedora de lotería le felicitó:
—Vaya, has empezado con suerte, negro.
—Sí, a ver si hoy se hace algo.
—Casilda, ¿tú me puedes prestar un duro?
—Sí, hijo, sí; pero con vuelta.
—Bueno, dámelo y te invito a un café.
—¿Por quién me has tomado? Te lo doy sin invitación.
—No, es que quiero invitarte.
La vendedora de lotería y el fotógrafo fueron hacia la esquina. La volvieron y se metieron en una pequeña cafetería. Cucarachas pequeñas, pardas, corrían por el mármol donde estaba asentada la cafetera exprés.
—Dos con leche.
Les sirvieron. En las manos de Omicrón temblaba el vaso alto, con una cucharilla amarillenta y mucha espuma. Lo bebió a pequeños sorbos. Casilda dijo:
—Esto reconforta, ¿verdad?
—Sí
El «sí» fue largo, suspirado.
Un señor, en el otro extremo del mostrador, les miraba insistentemente. La vendedora de lotería se dio cuenta y se amoscó.
—¿Te has fijado, negro, cómo nos mira aquel tipo? Ni que tuviéramos monos en la jeta. Aunque tú, con eso de ser negro, llames la atención, no es para tanto.
Casilda comenzó a mirar al señor con ojos desafiantes. El señor bajó
la cabeza, preguntó cuánto debía por la consumición, pagó y se acercó a Omicrón:
—Perdonen ustedes.
Sacó una tarjeta del bolsillo.
—Me llamo Rogelio Fernández Estremera, estoy encargado del Sindicato del… de organizar algo en las próximas fiestas de Navidad.
_Bueno —carraspeó—, supongo que no se molestará. Yo le daría veinte duros si usted quisiera hacer el Rey negro en la cabalgata de Reyes.
Omicrón se quedó paralizado.
—¿Yo?
—Sí, usted. Usted es negro y nos vendrá muy bien, y si no, tendremos que pintar a uno, y cuando vayan los niños a darle la mano o besarle en el reparto de juguetes se mancharán. ¿Acepta?
Omicrón no reaccionaba. Casilda le dio un codazo:
—Acepta, negro, tonto… Son veinte « chulís» que te vendrán muy bien.
El señor interrumpió:
—Coja la tarjeta. Lo piensa y me va a ver a esta dirección. ¿Qué quieren ustedes tomar?
—Yo, un doble de café con leche —dijo Casilda—, y éste, un sencillo y una copa de anís, que tiene esa costumbre.
El señor pagó las consumiciones y se despidió.
—Adiós, píenselo y venga a verme.
Casilda le hizo una reverencia de despedida.
— Orrevuar, caballero. ¿Quiere usted un numerito del próximo sorteo?
—No, muchas gracias, adiós.
Cuando desapareció el señor, Casilda soltó la carcajada.
—Cuando cuente a las compañeras que tú vas a ser Rey se van a partir de risa.
—Bueno, eso de que voy a ser Rey… —dijo Omicrón.
Omicrón Rodríguez apenas se sostenía en el caballo. Iba dando tumbos.
Le dolían las piernas. Casi se mareaba. Las gentes, desde las aceras, sonreían al verle pasar. Algunos padres alzaban a sus niños.
—Mírale bien, es el rey Baltasar.
A Omicrón Rodríguez le llegó la conversación de dos chicos:
—¿Será de verdad negro o será pintado?
Omicrón Rodríguez se molestó. Dudaban por primera vez en su vida si él era blanco o negro, y precisamente cuando iba haciendo de Rey.
La cabalgata avanzaba. Sentía que se le aflojaba el turbante. Al pasar cercano a la boca del Metro, donde se apostaba cotidianamente, volvió la cabeza, no queriendo ver reírse a Casilda y sus compañeras. La Casilda y sus compañeras estaban allí, esperándole; se adentraron en la fila; se pusieron frente a él y, cuando esperaba que iban a soltar la risa, sus risas guasonas, temidas y estridentes, oyó a Casilda decir:
—Pues, chicas, va muy guapo, parece un rey de verdad.
Luego, unos guardias las echaron hacia la acera.
Omicrón Rodríguez se estiró en el caballo y comenzó a silbar tenuemente.
Un niño le llamaba, haciéndole señas con la mano:
—¡Baltasar, Baltasar!
Omicrón Rodríguez inclinó la cabeza solemnemente. Saludó.
—¡Un momento, Baltasar!
Los flashes de los fotógrafos de prensa lo deslumbraron. 

Vergüenza

Huellas de vida, por Victor Nuño

Huellas de vida, por Victor Nuño

La toma de la mano, como cada día en un repetido ciclo ausente de displicencia y amargor. Con idéntica ternura y necesidad efectiva. Ella lo sigue, poco consciente de quién es en realidad o a dónde lo acompaña. Arrastra los pies, echa el cuerpo hacia atrás extendiendo el brazo fofo que la ata a Antonio. Se ríe de forma tan descompasada como los propios pasos minúsculos con los que es capaz de avanzar y sostenerse.

Cuando mira a su mujer, consciente de una mente ya perdida en un fondo abisal de agónica desmemoria, se le empañan los ojos. Su metódico y cadente actuar cada jornada, prendido de un amor escogido más que voluntario, no deja resquicio para dudas existenciales. No evito en consecuencia recordar el filme “Lejos de ella”, magnífico canto al cariño más allá de los olvidos obvios e impertinentes que lacran la existencia del enfermo de Alzheimer, y más aún la de sus desconocidos familiares. Grant (Gordon Pinsent), sentado, con una inusitada paz en el rostro y rendido a la evidencia, observa a su esposa Fiona (una inconmensurable Julie Christie) coquetear con uno de los ancianos que habitan al residencia para enfermos de Alzheimer. Él sigue yendo a diario, tal vez como un ser que hace firme aquella frase que dicen auténtica y que hizo contener lágrimas a un doctor cualquiera: “Ella no sabe quién soy yo, pero yo todavía sé muy bien quién es ella”.

El caso es que Antonio sabe muy bien quién es Carmen. Con su rostro ajado y marcado de alargadas arrugas, su débil y escaso cabello blanco y su risa incomprensible y estéril. Lo sabe porque ha compartido con ella los últimos cincuenta años de su vida, porque decidió cuidarla en su domicilio a cada instante cuando Carmen olvidó que su marido trabajaba casi al mismo tiempo que él acababa de jubilarse. No fueron fáciles sus despistes, descubrir que algo no iba bien, que la persona que conocía y amaba pasó a ser una persona amada que desconocía. Tuvo que ingresarla finalmente en una Unidad de Estancia Diurna para enfermos de Alzheimer, con dolor, pero urgido por las circunstancias imponderables que sobrepasaron su deseo. El recurso le fue asignado tras la valoración de Dependencia. Urgente y necesario.

Han pasado tres años y desde hace varios meses Carmen, derrotada por un deterioro cognitivo que ha convertido sus recuerdos en cristal, pasea de la mano de su marido por los pasillos ocres de una residencia de mayores. Antonio, aparte de pagar el precio de mantenerse en el ostracismo dentro de una mirada que debiera reconocerlo, ingresa religiosamente cada mes más de mil cuatrocientos euros por el coste de plaza, pues recursos privados y sin conveniar era la única alternativa viable y posible en virtud de la inmediatez ante el desespero. También religiosamente hubo de ponerse en contacto con las administraciones pertinentes (Junta de Andalucía y Servicios Sociales Comunitarios) y renunciar al recurso de Unidad de Día al verse en la obligación imperiosa de recurrir a un centro residencial. Solicitó revisión del PIA, claro, solicitando cambio de recurso, pues más necesitada se halla ahora Carmen de una ayuda que cuando le fuera concedida tres años atrás. Y aún, religiosamente, las administraciones públicas no han tenido la dignidad de resolver, ni siquiera la prestación económica para la que tan solo es necesario con absoluta probabilidad que estampen una firma. Para conceder dignidad falta el dinero, no hay recursos, y es una verdad fácil de contrastar que en las residencias concertadas existen plazas libres, sin cubrir y que podrían servir de cotidiana, imprescindible y humana redención a personas como Carmen y Antonio.

Con la desesperada oblación de la que soy capaz, con radical impotencia al menos me acojo al enunciado vital de Karl Marx, primigenio y visceral antes de cualquier lucha: “la vergüenza es un sentimiento revolucionario”. La que yo siento casi a diario es la que parece faltarle a los que, injustamente, ostentan mayor capacidad de resolución.

Fotografía Huellas de Vida, por cortesía de Víctor Nuño

Licencia Creative Commons Vergüenza por Rafa Poverello se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
Basada en una obra en http://indignadossinparaguas.blogspot.com.es/2013/11/verguenza.html.

«Estación central» (1958)

Youssef Chahine en el Cairo, 1986

Youssef Chahine en el Cairo, 1986

     Existen muchas maneras de hacer cine, y en la década de los 50 convergían diferentes géneros y movimientos en el séptimo arte, muchos de ellos marcados profundamente por el cambio radical de enfoque que supuso la irrupción en el mercado estadounidense de la película italiana de 1948 “El amor”, del director neorrealista Roberto Rossellini. Ciertas asociaciones se querellaron contra uno de los dos episodios del filme, “El milagro”, por tocar temas religiosos de una forma políticamente incorrecta y las autoridades judiciales de EE.UU. decidieron establecer idénticos criterios de libertad creativa en el cine que en cualquier otra disciplina artística. Gracias a esta legislación (que en realidad y grosso modo sigue permitiendo que las películas distribuidas al otro lado del charco sean masacradas por la censura y su particular sistema de calificación) directores de la talla de Elia Kazan, Otto Preminger, Nicholas Ray o Douglas Sirk pudieron rodar filmes impensables en el plano argumental y de calidad indiscutible como “La ley del silencio”, “El hombre del brazo de oro” o las díscolas “Johnny Guitar” y “Sólo el cielo lo sabe”.

     Por esas mismas fechas en Europa, Bresson, Bergman o Fellini demostraban que había vida más allá del cine comercial y en África, como ya demostrara el cine indio, a Youssef Chahine no le hicieron falta criterios externos ni Nihil Obstat para realizar de igual forma un estilo diferente y capaz de aliar de manera impoluta cada una de las tendencias que pululaban por aquel entonces: desde el drama clásico del nombrado Sirk, pasando por el cine social y seco; todo sin renunciar a la pulcritud a la hora de rodar y montar, creando unos juegos de luces y sombras y algunas secuencias muy cercanas al vanguardismo.

     “Estación central” es un ejemplo claro de ese estilo de hacer cine. Aunque las máximas cotas de denuncia social y política llegarán a finales de los 60 con su filme “La tierra”, Chahine, partiendo de una historia enmarcada en el drama e incluso en lo trágico, el amor de un lisiado hacia una vendedora de bebidas, pero sin renunciar a toques irónicos y humorísticos, incide y desbroza como con un bisturí la sociedad egipcia del momento mostrando sin ningún reparo sus miserias: el machismo, la situación general de la mujer, las reclamaciones laborales de los porteadores… y especialmente la incomprensión general ante determinadas realidades de miseria y exclusión que, en violencia sinérgica, llevan a cada uno de los personajes que componen este retrato coral, a un final en parte desolador. No es baladí que el protagonista en el que convergen todas las historias sea una persona con discapacidad, algo poco habitual en este género, y que ocasionalmente ya hiciera Tod Browning en “Freaks”, pero desde una perspectiva muy distinta. 

     Imposible resulta no ver la cantidad de recursos que emplea Chahine en la realización de esta minuciosa cinta, con algunas escenas, como la del baile de la chica en el metro que mucho recuerda a algunas secuencias de “La strada” o “Las noches de Cabiria”, que exploran lo más sesudo del cine europeo, y otras con una sensualidad (marcada determinantemente en alguna ocasión con la mirada fija a la cámara de la protagonista) inviable en otras industrias. Magistral en este sentido de aglutinación de conceptos la escena del pajar, donde sin aparecer en pantalla ninguna escena de sexo y a través de un soberbio montaje de fotogramas se percibe con claridad meridiana los sentimientos que están fluyendo por la mente del tullido Qinawi, interpretado con exquisita perfección por el propio Chahine. 

     Pero no nos dejemos llevar por la amalgama de géneros que podemos disfrutar en “Estación central”, porque en el fondo, como en cualquier drama que se precie, de lo que nos habla Chahine es del amor y sobre todo de su locura, de la necesaria y de la que habríamos de prescindir para que más allá de la miseria y del lodo todo acabe en un profundo beso y no haya éste de ser compartido únicamente por personajes secundarios casi ajenos a la trama.

[youtube https://www.youtube.com/watch?v=2Zkk5ghy728]

Mala salud

The Old Man and the Sea by onez82

The Old Man and the Sea by onez82

     Sentado en la terraza del bar Las Delicias me hallaba, rompiendo una de mis sagradas opciones vitales contra el consumismo pertinaz en virtud de una onomástica y de un aniversario de boda. Sobre un terrizo tan pragmático como nada práctico martilleaba incómodo con lacónicos interrogantes e inusitadas propuestas al amable camarero que se acercaba a la mesa, libretita y bolígrafo en ristre, preguntando “¿qué van a tomar los señores?”. “¿El aderezo de este plato lleva huevo o leche?”; “¿podría traer las patatas solas y aparte el ketchup en lugar de salsa brava?”. En las mesas colocaron sendas bandejas adornadas de lonchas de tomate con el poco serio nombre de tomates al cachondeo y condimentadas con una salsa tipo alioli que aseguraban cumplía todos los requisitos previos y a mi lado sirvieron la vasta ración de fraudulentas patatas a la brava cuya desmesura consiguió casi de facto quitarme el apetito. Diversos platos de carne y pescado ajenos a mi paladar fueron completando las mesas mientras por mi parte intentaba acomodarme a tan común exceso sin lograrlo del todo.

     La enorme preocupación del personal de servicio del bar ante mis cuitas llegó incluso a parecerme anormal por muy aprehendida que tuvieran la premisa, como si se tratase de un juramento hipocrático, de que el cliente siempre lleva la razón aunque no la lleve. Cuando cortésmente dejaron sobre la mesa varias cartas de postres y me dio por pedir un sorbete de limón la extrañeza se transmutó en denodado objetivismo al escuchar las palabras inquietas que el camarero pronunció tras consultar en cocina: “usted no puede tomar ni huevo ni leche, ¿verdad? Me dicen que el sorbete puede estar contaminado”. Reprimí una estentórea carcajada que me subía como flujo por la garganta y comprendí la evidente confusión: el atento camarero y toda la cohorte de servicio habían dado por supuesto que era alérgico, para mi favor y poder ser sujeto de clemencia, y no vegetariano. 

     Fue en ese preciso instante de disfrute orgiástico e injustas sobras cuando se acercó el anciano. Lo más desalentador que pude pensar al observar su rostro contrito es que tenía el aspecto de una persona corriente. Ni alto ni bajo, ni guapo ni feo, ni pobre ni burgués que definiría paradójicamente Chesterton. Cualquier abuelo podría ser. Encorvado sobre sí mismo, más necesitado que lleno de vergüenza y paradigma tal vez de la verdad enunciada por el viejo de Hemingway de que “un hombre puede ser destruido, pero no derrotado»*, cargaba un carro de la compra repleto presumiblemente de cabezas de ajos de las que sostenía una bolsita en su mano izquierda. “Por favor, quieren comprarme ajos”. Se me demudó el semblante, me mordisquee con los dientes el labio superior y, mientras el anciano arrostraba sus ajados pasos por cada una de aquellas mesas rebosantes de personas corrientes como él y tan quejumbrosas de la crisis, mi cabeza comenzó a balancearse monótonamente como la de aquellos perritos que se colocaban sobre la bandeja del maletero del auto. “¿Cómo es posible esto?”. Mi pregunta era retórica, sin más expectativas que mi propia conciencia, pero la respuesta lacónica de Feli, que se hallaba sentada frente a mí engullendo una copa de helado de indeterminado sabor, me dejó más frío que el postre que aferraba entre sus dedos morenos: “a ver, pues sus hijos estarán todos en el paro y aquí está intentando sacar la casa adelante”. Punto. Será la fuerza de la costumbre.

     El anciano tendría al menos setenta años.

     “No es signo de buena salud el estar bien adaptado a una sociedad profundamente enferma”, decía el sabio hindú Jiddu Krishnamurti. Cuando nos resulta de idéntica plausibilidad y rutina tanto el rebosar de comida como un vagabundeo famélico; cuando más atención merece un vegetariano voluntario reconvertido sin propio deseo en alérgico que un anciano colmado de escaseces; cuando a pesar del bochorno que evapora la esperanza insistimos en abstraernos contemplando el goteo transitorio de una clepsidra es que destrozamos la brújula que indicaba el norte… Es que estamos muy enfermos.


     * “El viejo y el mar”, Ernest Hemingway, 1952

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